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viernes, 30 de agosto de 2013

Rocío Tovar, ja ja. En defensa de la autonomía de la comedia

 
 
Hace poco más de un mes, el diario La República publicó una entrevista que tiempo después ha sido comentada en las redes sociales a raíz del texto de uno de los principales sacerdotes de estos medios. La entrevista la realizó Maritza Espinosa, periodista de espectáculos, a Rocío Tovar, directora de teatro ligero. Obsérvese, antes que nada, que calificar de ligeras a sus obras no es lo mismo que decir que sean estúpidas. Al menos, no necesariamente. A mí, por ejemplo, me gusta la música ligera italiana, con cantantes como Mina o Lucio Dalla. El punto es que no hay en la ligereza o levedad nada de malo, es un modo de relación afectiva con el mundo, con la vida y con uno mismo que es siempre necesaria y saludable. Bien entendida, esa ligereza nos hace quitarle peso a nuestras convicciones y a aquello que puede afectarnos más de la cuenta. Y es que, ante un mal objetivo como un dolor de cabeza, uno puede hacerlo aún peor con la propia actitud (desesperándose, por ejemplo). Por eso decía Da Ponte, con la música de Mozart como fondo, que es "Afortunado el hombre que toma las cosas por su lado bueno (...). Aquello que hace llorar a los demás, para él será causa de risa, y en medio de los torbellinos del mundo encontrará una calma agradable" (Cosi fan tutte, final).
 
Desde luego que esa ligereza, provocada mejor que nada por la comedia, implica cierta violencia, más notoria cuando la burla se dirige contra lo más sagrado, lo que está revestido con la mayor seriedad y solemnidad. Frente a ello hay dos reacciones fundadas en dos concepciones distintas de lo cómico. La menos habitual es la que acepta la burla y, en el mejor de los casos, la responde en los mismos términos. La habitual es la que teme a su poder desestabilizador ya que no le da la autonomía que posee en tanto representación exagerada -distorsionada- de la realidad, sino que, más bien, es subsumida por la seriedad que naturalmente se le da a esa realidad y se le juzga, al menos en lo que toca al tema de burla, desde parámetros solemnes que no admiten bromas sobre ello. Esta es una actitud marcadamente dogmática por dos razones:
 
1) Porque asume que los sentimientos de amor o respeto no permiten más que un estado de ánimo, que es la presuntamente profunda seriedad, con lo cual se confunden estados de conciencia distintos (el de la conciencia natural en que se basa nuestra percepción de la realidad y el de la conciencia estética en que se basa nuestra percepción artística y que no requiere ser "real" en el mismo sentido que la otra).
 
2) Porque se sedimentan más aún las convicciones en general del que pontifica en contra de la risa; éste pierde la perspectiva peculiar de la broma, pero pierde en el fondo toda perspectiva y absolutiza su percepción de la "realidad objetiva". En criollo y respecto a la comedia, como se dice, "no tiene correa".
 
La respuesta habitual es tal por la sencilla razón de que reconocer las neutralizaciones de nuestros estados de conciencia, y la autonomía del arte frente a la realidad, requiere de reflexividad, de volver sobre la propia conciencia; no es espontáneo como sí lo es en cambio absolutizar un determinado ámbito, es decir, caer en reduccionismos. Ahora bien, es preciso observar que, aunque la percepción que pone su objeto con los atributos de realidad y seriedad sea puesta de lado, entre paréntesis, minimizada precisamente en aras de resaltar la experiencia estética que aquí es la distorsión cómica, dicha percepción no está del todo ausente: hay cierta relación con la realidad (o con la seriedad) que se mantiene y es necesaria para el hecho mismo de que la distorsión cause gracia, de manera que es natural que la comedia extienda algo de su poder corrosivo a la realidad misma. Como dice Kierkegaard, con la agudeza que le caracteriza y que más bien les falta por todos lados a curas como Faverón y como Rey: "La seriedad mira a través de lo cómico, y cuanto más profundamente se alza desde abajo tanto mejor, pero no interviene. Naturalmente, no considera cómico lo que quiere en serio [e incluso una comedia ligera como la de Tovar quiere comunicar algo en serio], pero sí puede ver lo que de cómico hay en ello" (Estadios en el camino de la vida). Los curas, como bien sabemos, son miopes. Y ni siquiera los curas de verdad se han escandalizado por el modo como se presenta en la obra a su santa Isabel Flores de Oliva. Es que la Iglesia por su historia al menos sabe de las licencias cómicas de los carnavales. Nuestra ilustre "caviarada" nacional, en cambio, que lo único que tiene de izquierda es el peor dogmatismo estalinista, lo absolutiza todo.

Por esa misma relación con la seriedad, el común de la gente, incluso la más educada e intelectual, prefiere no someter lo más sagrado a la inseguridad que la comedia requiere y fomenta - que en nuestro tiempo es sobre todo ese poder destructivo de la eticidad que le elogiaba Hegel. Por esa eticidad resentida, una asociación de afroperuanos le envía cartas notariales al comediante Melcochita cuando hace chistes sobre negros, aduciendo que fomenta el racismo; esto es, que al darle la ligereza de la risa a un asunto que sólo puede ser serio y condenatorio, estaría legitimando dicho asunto en la realidad. Umberto Eco incorporó a la risa magistralmente como motor de sacros homicidios en El nombre de la rosa, novela en la que el venerable Jorge no acepta que un filósofo serio como Aristóteles pueda legitimar algo tan vulgar como la risa en un contexto culto. Por eso también un abogado organiza protestas con un pequeño grupo de fanáticos en contra del cómico Jorge Benavides por su rol de Paisana Jacinta, diciendo que fomenta un estereotipo racista. Y sin embargo, como si la Ilustración no hubiese pasado por ellos (no es casual que la novela de Eco se ambiente en la Edad Media tardía), estos moralistas no hacen sino pretender que la sociedad en conjunto se coloque, como ellos, en la situación natural de niños y esquizofrénicos que no distinguen entre realidad y ficción con la claridad y estabilidad con que lo hace el adulto normal; es decir, distinguiendo entre objetos de la imaginación validados por la percepción y por una objetivación intersubjetiva, y meros objetos de la imaginación que se validan por ella misma en un plano distinto (metafórico, representacional) y que no tienen por lo mismo una relación causal necesaria con la realidad. De modo que si se le da dicha necesidad causal a la relación entre realidad natural y representación artística (como hacen por otro lado nuestros solemnes artistas performativos que pretenden transformar el mundo con su arte moralista), lo que está mal allí no es la comedia en sí (o el comediante), sino el sujeto que juzga precipitada y confusamente.
 
La experiencia estética, es cierto, requiere de la indeterminación de esos límites entre realidad y ficción, de eso mismo se cogen las pretensiones de realismo virtual, por ejemplo; pero eso nunca se da totalmente porque en ese caso no podríamos leer La guerra de los mundos sin que nos entre un ataque de pánico o ver en el cine una película de guerra permaneciendo en nuestras butacas. Y cuando eso pasa juzgamos que el problema no es de la obra, sino de esos espectadores en particular. Es más, ese era precisamente el error de Platón cuando criticaba a los trágicos el que hicieran que la gente sufriera realmente por un dolor fingido e irreal como el del teatro (República), como si el público no tuviese conciencia alguna de esa irrealidad y no pudiese distinguirlas sin ayuda de la filosofía. No es ese el caso, al menos en condiciones adultas normales. De modo que, cuando los sumos pontífices de la intelectualidad virtual limeña censuren algo -serio o jocoso- calificándolo como estúpido, quizás deberían ver primero la viga del ojo propio y ver cómo ellos mismos están personificando y fomentando la estupidez y el espíritu dogmático que de cuando en cuando suelen llamar también "medieval". Allí donde ellos ven sólo una alternativa de progresismo moral e intelectual, a saber, la de callar o lapidar al comediante, allí es posible también, con un poco más de esfuerzo y de sensatez, y sin dejarse llevar por apasionamientos propios de los fanáticos que ellos mismos critican en otros contextos, allí es posible educar la percepción de la gente; no para que respondan bien cuando un periodista les pregunte quién fue el "Caballero de los mares", ni para que repitan como niños engreídos: "tengo derecho a..., tengo derecho a..., tengo derecho a...", sino para que sepan discernir críticamente entre perspectivas, contextos, valoraciones y sentidos disímiles.

 
Ahora bien, como la madre del cordero no es siquiera la obra misma de Tovar (Perú Ja Ja), no haré un comentario sobre la misma (en cierto modo basta que tenga éxito y mucha gente diga que se ríe mucho al verla), sino sobre la entrevista que apareció en La República. El fragmento más criticado fue el siguiente:
La visión de Alfonso Ugarte en la obra es bien irreverente, amanerada...
Lo presento como un huevón… Lo que pasa es que, en 1889, en Arica, Bolognesi es un general en retiro, y pide volver a actividad... Alfonso Ugarte tiene 20 años, es un chico muy adinerado (de allí viene lo de estúpido, cojudo, hijo de papá) y regala 44 caballos para la batalla, y eso le da título de coronel. Entonces, un señor retirado, que vuelve a la guerra, que ama la milicia, tiene conciencia de patria y que lucha con un tipo así al lado, es como Pinky y Cerebro, El tonto y el más tonto, dos de los Tres chiflados encima del morro….
Y entonces los moralistas salieron del confesionario al púlpito para, además de armar su rabieta, aleccionarnos sobre los valores heroicos de la terquedad y el suicidio. Qué duda cabe que lo más sagrado para el común de peruanos es su patriotismo. Si alguien no lo cree, puede escribir sobre la indigestión que le provoca la comida peruana y no quedará ni el polvo de él en el piso de Mistura. Sin embargo, va ciertamente más lejos pretender que una representación artística tenga que ajustarse a los estrechos márgenes de la realidad, de la corrección y del respeto. Recuerdo que una filósofa me decía una vez lo poco que toleraba que, en Amadeus, Milos Forman distorsionara las figuras y la relación histórica entre Mozart y Salieri (lo cual se debe al guión basado en la obra de Pushkin). La película salía, para ella, de lo históricamente aceptable y permitido en una representación que se presentaba como biográfica. Ese día, a decir verdad, la quise y aprecié filosóficamente un poco menos. El artista no tiene por qué dar cuenta de la realidad cuando distorsiona esa realidad en la que puede basarse. No tiene que ser profesor de historia o científico además de artista. Y el reflejo de eso en la conciencia se evidencia cuando uno puede enterarse que lo representado era mentira y, no por eso, la representación pierde su fuerza estética. Más bien eso es ser un buen poeta, pues su verdad (la verdad poética, diría Baumgarten, distinguiéndola de la verdad lógica) no es la misma que opera en la realidad natural y en su representación más fiel: la Historia. Tanto es así, que la Historia precisamente nace en Grecia en oposición al mito y las representaciones artísticas; entre ellas, la vulgar comedia.

Con la comedia la distorsión de la realidad es incluso mucho más evidente, por lo que resulta más torpe aun demandarle fidelidad histórica. Lo que también ha enervado a Faverón, Rey y Caballero es que, en la misma entrevista, Tovar haya dicho que lo suyo es una "clase magistral de historia". Ellos lo han interpretado del modo más simplista posible, esto es, sin humor; como si ella pretendiese que los datos pseudo-históricos de la comedia fuesen utilizados en la escuela como versión oficial, en lugar de que se refiera a que la distorsión del pasado en clave de risa puede dar a pensar nuestra situación presente. Historia en sentido crítico, le llamaba Nietzsche a eso. No se refería a la comedia, claro, sino a la propia historiografía, pero la relación crítica con el tiempo y sobre todo con la propia historicidad es lo que está detrás. En cambio, la noción de disciplina histórica que está a la base de los anti-cómicos, en este caso tanto de Faverón como de Rey, es la de una historia anticuaria, que sólo se preocupa por resguardar acríticamente el pasado, sacralizándolo, haciéndolo intocable. Lo mismo pasa con el comentario mediocre de González Viaña en La Primera. Dice: "Los autores de esta supuesta comedia señalan que la historia de nuestro país ha sido falsificada, y ellos supuestamente van a revelarnos toda la verdad", para luego corregir él todas las imprecisiones de la "supuesta comedia". ¿Por qué es supuesta? ¿Por tener datos falsos? Con ese argumento, muchas películas serían sólo "supuestas películas". Absurdo, así de absurdo es el moralismo exacerbado, y no por la comedia misma, sino por la anti-ilustración de tan cultos jueces. Tan sagaz es González Viaña que ni siquiera puede distinguir la ironía detrás de la mencionada frase de los productores de la obra. Es como si un niño creyese que el cuento de los tres chanchitos fuese real, con la diferencia que en el caso de un niño eso sólo puede despertar ternura; en el de estos jueces, sólo lástima.

Que la Batalla de Arica no fue en 1889, que Alfonso Ugarte no era un hijo de papá, que Bolognesi no era general, etc., etc. ¿Algo de eso afecta la risa que la obra puede causar? ¿Le importa realmente al espectador la precisión histórica de la comedia? Felizmente, ha habido espectadores de la obra que le han respondido a Faverón diciendo que no les importa nada de eso, que igual se rieron, se volverían a reír y punto. Incluso que se dan cuenta que las críticas serias de esa comedia tienen que ver con nuestra situación actual como país más que con lo que pasó hace más de un siglo. ¿No le causará a Faverón al menos un poco de escozor compartir en este asunto la misma tribuna condenatoria que Rafael Rey o Barba Caballero? Parece que sí, y por eso redacta otros textos donde quiere desligarse siendo cómico y sólo logra ser patético. (La diferencia entre lo primero y lo segundo ha sido analizada por Kierkegaard en la obra antes citada.)
 
Lo que quiero decir con todo esto es simple: como en todo, hay buenos y malos comediantes. Los buenos son profundos sin parecerlo, preparados, ingeniosos y sutilmente críticos; sobre todo, autocríticos, burlones de sí mismos. No sé si Rocío Tovar sea una buena comediante y bien podría no serlo sin que por eso deje yo de reiterar que no es en absoluto censurable que se burle cuanto quiera de nuestros héroes, toda vez que no tiene por qué representarlos como realmente fueron, y más aún si ello supone afectar el patrioterismo insulso y el hígado insano de Faverones y Reyes. Frente a críticos tan sesudos como estos, Stravinski tenía una única respuesta: "Tú respetas, pero yo amo".
 

viernes, 22 de octubre de 2010

Medea se fue en moto (o la banalización de lo trágico)



A ella le gusta la obra, le parece eficaz para el público al que se dirige. A mí, no tanto. Su apreciación me sirve sin embargo para matizar la mía. No puedo negar que al ir a ver la Medea (supuestamente de Eurípides) que ha puesto en escena Gisela Cárdenas en el CCPUCP, tengo preconceptos fuertemente anclados, de los cuales no puedo desprenderme así sin más, sobre todo si están directamente vinculados con mi trabajo de tesis. Puede que en efecto la obra sea eficaz para quien no sabe nada o muy poco de tragedia griega, del estilo y la impronta racionalista de Eurípides o de las lecturas que los poetas trágicos tenían de su época (y eso no está mal). En ese sentido, no tendría nada que decir si tuviésemos en escena la Medea de Cárdenas, pero no, se nos dice que es la de Eurípides y por lo tanto hay algunas precisiones que hacer en aras de salvar la profundidad del conflicto trágico. A final de cuentas, en eso consiste fundamentalmente el espíritu de las tragedias: en echar a perder la fiesta, mostrar que esa felicidad ligera es sólo aparente e ilusa, develar las complejidades tras la mirada simplificadora. Vayamos, pues, por partes.

0. Prensa
Alonso Alegría, toda una autoridad en críticas superfluas y por lo general miopemente encomiosas (es decir, que ni siquiera suele encomiar con acierto), ha dado parcialmente en el blanco esta vez con su opinión. Aunque no profundiza en qué es lo que se pierde del texto trágico, sí nos dice que se trata de una puesta en escena que sólo distrae el ojo. (También dice que es amena, pero eso es más discutible; a mí me aburrió un poco.) ¿Por qué distrae? Porque "si se trata, por el contrario, de intentar comprender un poquito siquiera el misterio de Medea (que es, para comenzar, 'cómo puede, o quizás debe, esa madre matar a sus hijos’)… pues este montaje light no camina en tan seria dirección". En efecto, el conflicto de Medea permanece inabarcado en su reducción a un mero exceso de amante traicionada. ¿Un tema actual? A lo mejor sí, pero ese no es en absoluto el eje de la obra de Eurípides.

Por su parte, Grace Eléspuru señala bien otro de los aspectos más notoriamente fallidos: el exceso de ruido y la falta de interioridad. Dice: "...estos momentos están sobrecargados con gritos, tormentas de voces y golpes de eco metálico. La adrenalina es tan alta, que no logramos ver a la Medea sobrecogida por el dolor y el rencor, sino a una mujer desquiciada que no está, realmente, calculando las dimensiones de lo que pretende hacer. Ello la hace vacía, mala e inconsciente, cuando realmente no es así". Llama la atención, por lo mismo, que la crítica le ponga un título un poco confuso a su artículo: "Exceso de intensidad"; cuando, precisamente, in-tensidad es lo que le falta.

En su blog sobre teatro, César de María afirma en cambio que esta puesta en escena pone a la obra "2500 años más cerca, sin alterar su belleza ni sus ideas". Creo que eso no tiene ningún fundamento.

1. "Medea" de Cárdenas vs. Medea de Eurípides
Gisela Cárdenas (dirección) y Alfonso Santisteban (adaptación) han centrado su versión de Medea en el sentimiento de engaño y de venganza por parte de la extranjera que lo ha dado todo por amor. Como he señalado, en esos términos la escenificación funciona sin mayores inconvenientes, pero no en los del trágico griego. Una de las mayores diferencias está en la perspectiva de género que cruza toda la representación. Si bien Eurípides coloca a más mujeres en escena y como protagonistas en comparación con Esquilo o Sófocles, ha sido asimismo criticado por las feministas de turno por presentar mujeres sumisas, completamente entregadas o irreflexivas. Esas críticas, desde luego, resultan no sólo anacrónicas sino también infundadas si se prescinde de los presupuestos feministas. Ahora bien, la Medea de Cárdenas abunda en ellos y los lleva sobre todo al terreno de lo sexual: el hombre usa a la mujer como objeto de su deseo mientras que ésta -pobrecita ella- se enamora. Así las cosas, uno no sólo le recomendaría a la directora una lectura más atenta de Eurípides, sino leer también a Simone de Beauvoir, para quien tanto hombre como mujer devienen en objetos y sujetos de deseo.

Eso en cuanto al concepto de la tragedia misma, pero hay más con la adaptación y el lenguaje. Que de la nueva novia de Jasón se diga que es una "pituquita", por ejemplo, no sirve en absoluto al conflicto trágico, pero se entiende en la propuesta de Cárdenas porque Jasón sería un vil materialista que soluciona todo con dinero, mientras que Medea sería una mujer meramente espiritual y muy digna al no aceptarlo. Hay que recordar que el objetivo del arte trágico es la complejidad de la mirada (y por eso la filosofía tiene un impulso trágico), mientras que en esta adaptación el símbolo está dispuesto para la lectura más llana y simple posible. Se le ha acusado a Eurípides de conceder al público lo que éste quiere ver, especialmente por los finales presuntamente felices, pero de lo que no puede acusársele (y por eso precisamente sus finales felices no lo son del todo) es de ofrecer tragedias simplistas ni mucho menos arbitrarias, como arbitrario y torpemente risible es que en medio de la obra llegue el rey Egeo con casco y chaqueta de motociclista para visitar a Medea. Sobre esto vuelvo luego.

Por otro lado, es claro que Eurípides pretendía "aterrorizar" al espectador con el asesinato de los niños por parte de su madre, pero, a diferencia de Esquilo, Eurípides es un trágico racionalista. Esto significa que más allá de ese acto no hay un moralismo emotivista que califique a la acción de Medea fácilmente como mala por el desagrado que causa, sino que hay un interés por tratar de comprender dicha acción, por dotarla de sentido para finalmente descartarla como producto de un razonamiento equivocado. La Medea de Cárdenas asume de antemano la maldad de la acción misma y elude por ello todo interés por comprenderla más allá del desenfreno de la amante traicionada.

2. El conflicto en escena
No todo se pierde, desde luego, pero eso sucede tan sólo porque la obra sigue teniendo el magnífico texto de Eurípides como materia prima. Así, por ejemplo, en medio de sus gritos, Medea afirma que la justicia que tarda no es justicia, pero ese atisbo del conflicto se diluye de inmediato. Medea debe representar en ese punto la demanda de una acción reparadora inmediata, como la de las Erinnias o la del primitivo Zeus tiránico, a la cual se va a contraponer la justicia mediadora y mediada por la reflexión, propia de Atenea. Nada de eso puede desprenderse de la puesta en escena de Cárdenas.

Eugène Delacroix, Medea (óleo sobre lienzo, 1862)
El conflicto mismo no es, pues, la disputa entre los amantes. El conflicto pasa por un choque de racionalidades. La tragedia euripídea responde a un momento peculiar y sumamente importante del proceso de racionalización de la cultura griega toda, de su arte y también de su moral y su religión. Por eso resulta brillante la adaptación que hizo Pasolini para el cine, con Maria Callas como Medea, al comprender cabalmente ese conflicto y colocarlo en imágenes de arrobadora belleza y silenciosa tensión. El centro de la disputa entre Jasón y Medea no es el abandono o la traición, como denota Cárdenas, sino la brecha que se abre entre ellos al adaptarse Jasón del mundo mítico al racional (una razón que va cobrando los matices de lo que después Platón criticará de los sofistas), aun a sabiendas de que ese nuevo lugar no es el suyo, y al no poder Medea hacer ese mismo tránsito, quedando en apariencia sin otro curso de acción que aquél que finalmente toma. La tragedia es de ambos desde el inicio: ambos no saben qué hacer una vez que han quedado apátridas con sus pequeños hijos y actúan según las que creen que son sus únicas salidas posibles, las mismas que son inaceptables para el otro. Jasón quiere vivir, garantizar la supervivencia de su familia y de sí mismo a toda costa, aunque eso implique sacrificar los antiguos valores, sobre todo el honor familiar. Medea no concibe la persistencia de una familia deshonrada; si traicionó a los suyos fue en aras del futuro promisorio de su propia familia (la idea del amor está sobreexaltada en esta adaptación - que lo haya "dejado todo por amor" es demasiado amor romántico para la época). Ambos quieren salvar a su familia, pero ambos la destruyen. Esa es la tragedia, lo que la hace parecer inevitable.

Así, de pronto, se queda Medea sin esos valores que son ultrajados por la acción de Jasón y no sabe sino responder destructivamente. Su raciocinio se vuelve tan mecánico como aquél al que se opone. En esta oposición, Jasón y Medea, astutos ambos, sucumben por igual ante la imposibilidad de una razón mediadora que sólo el coro permite vislumbrar. Que la solución no sea posible para los personajes es lo que precisamente la hace posible para el espectador. (Tómese esto contra la lectura monista que Hegel tiene de la tragedia y que se menciona más adelante.) En la adaptación de Cárdenas, sin embargo, esos atisbos de solución a través del coro son casi imperceptibles, hay que conocerlos de antemano para rescatarlos; con lo que se pierde la función central que éste debiera tener para guiar la catarsis del público.

3. Una dirección deficiente
Las actuaciones nos revelan por dónde van los errores de esta versión más allá de la adaptación misma. Sofía Rocha, como Medea, es impecable y convincente; su fuerza se transmite rápidamente al espectador, lo que confirma que el rol es efectivamente suyo, y sin embargo grita mucho, demasiado, al punto de no permitirnos una interiorización en el personaje. Cuando el dolor es verdaderamente profundo, sólo el silencio puede expresarlo cabalmente; y, por otro lado, ello hubiese ayudado también a reforzar el lado calculador que se le atribuye. Ese descuido del silencio es un error de dirección, no de actuación. Las otras actuaciones son claramente menos logradas, también porque, como pasa al final con el desnudo de Ritter (Jasón), se las reviste con un simbolismo meramente exterior (efectista) pero hueco por dentro.

Se sabe bien que un elemento central en toda tragedia es el coro. En esta versión el coro es lo que mejor se ha desarrollado. Lo mejor de éste es cómo desenvuelve sobre el escenario una plasticidad y expresividad que muestran plenamente las dotes de sus integrantes; especialmente Mirella Carbone, Graciela Paola "Grapa" y Jimena Lindo. No obstante, ello es el resultado de la experiencia e ingenio de la coreógrafa, que es Carbone. Este coro de mujeres logra así empatía con el espectador, lo cual es importante y necesario, pero su función en cuanto tal, que es lo que le compete propiamente a la directora, no llega a cumplirse eficazmente, como ya se ha mencionado.

El vestuario presenta también ciertos problemas, propios de la encargada de ello, pero que sólo pueden haber sido aprobados por la directora. Al principio se muestra un vestuario interesante, sobre todo porque da la impresión de ubicarnos en una Grecia atemporal, en un lugar mítico sin referencias precisas pero que en ello tendría justamente su virtud. Sin embargo, no pasa mucho para que la obra vaya insistiendo más en su vigencia a través de una vestimenta más actual, lo que sin duda alcanza su clímax con la incursión de un Egeo que parece recién salido de Easy Rider.

Con la música sucede algo similar: empieza con mucho acierto generando un ambiente de tensión antes de la aparición de Medea, pero luego cae en los errores más comunes en los que puede caer un melodrama. Por lo demás, es minimizada con la sobreabundancia de gritos y ruidos que llenan toda la representación.

El escenario es cuestión aparte. Es acertado cuando se vuelve lujoso, hacia el final de la obra, para acompañar el engaño de Medea; pero el ambiente de manicomio en el que se nos introduce de golpe al inicio, tras unas puertas metálicas poco funcionales, es exagerado. Las camas de hospicio van bien para la coreografía del coro, pero tienen un alto costo pues da la impresión que, como dicen en un momento, Medea fuese sólo una mujer enloquecida por los celos y el deseo de venganza. Asimismo es banal y exagerada la inclusión en casa de Medea de una pintura gigante de un presunto dictador militar de inicios de la República, porque ello sólo puede dirigir la comprensión del espectador hacia la acusación fácil y ligera del poder político (con el cual se habría aliado el corrupto de Jasón), en lugar de mostrar el conflicto de aquél que está desprotegido o que es incluso perseguido por algún poderoso, así como la necesidad de estar protegido individual y familiarmente por alguna comunidad política, aunque no sea la propia.

No es la locura en lo que está pensando su autor, sino en la imposibilidad de Medea de hacer prevalecer su visión de la vida o de transitar como Jasón a la otra, por lo que termina actuando de una manera "irracional" y terrorífica. Ese terror que acompañó a la tragedia desde sus inicios tiene una motivación moral, de moral religiosa en sus inicios ("no te atrevas...", "no pretendas juzgar..."), y de moral racionalista en el caso de Eurípides. La razón debe llevar a un término medio que solucione el conflicto (como en Hegel), pero lo trágico precisamente es que ese conflicto no tiene solución posible, como en este caso, o la tiene por medio de un poco verosímil deus ex machina, como en otras tragedias euripídeas. Por eso Hegel considera que la tragedia griega es menos acabada que el drama moderno; porque no habrían encontrado los griegos el modo de superar las dialécticas conflictivas en el terreno de lo humano mismo. Claro que siempre se podría refutar su unión de arte y realidad en un mismo plano respecto a la catarsis y su linealidad historicista de progresivo desarrollo del Espíritu en el arte, señalando -es lo que en parte hago en mi tesis- que precisamente esa era la intención de la tragedia griega: rechazar toda solución posible, mostrándolas como soluciones engañosas y más perniciosas aun que una prudente calma que conserve al menos la propia dignidad en medio de la existencia infeliz o caída en desgracia. En el caso de Eurípides, la verdadera solución sólo puede estar en el espectador.

4. Coda
En suma, la tragedia en este caso parece ser más bien que, teniendo un riquísimo material en las manos, tal como es la obra de Eurípides, la directora no haya podido sino llevarla al fracaso. Da pena decirlo, porque su directora es una peruana que hace carrera en Nueva York, pero es necesario señalar que todos y cada uno de esos errores son errores de adaptación y dirección: falta de una investigación filológica mínima, falta de buen gusto respecto al sentido de lo clásico (eso es característico de estas modernizaciones apresuradas), falta de análisis respecto al contenido de la tragedia y la naturaleza de su conflicto, una deficiente selección del texto acompañada de groseras deformaciones "postmodernas", mala mano en la dirección de los actores, exceso de ruido y poca in-tensidad, un escenario fastuoso pero pobremente significativo, una música por momentos insoportable...

En suma, un público medianamente satisfecho, mientras que lo trágico mismo se echa de menos. A ella le gustó, es cierto. Es que finalmente es sólo una cuestión de gustos y Eurípides es quizá el trágico que más permite distintos niveles de lectura, según los intereses del espectador.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Don Juan regresa de la guerra (II)


Don Juan es un hombre sensible por naturaleza. De manera que el mito le cae como anillo al dedo a von Horváth, que quiere representar en su obra el terror sensible que produce una guerra. El Don Juan que regresa de ella está sumido en el desconcierto. Es a la vez el desconcierto y la angustia de Europa entera, que no sabe a dónde dirigirse. En ese contexto es plenamente verosímil que Don Juan desespere – sus sentidos desesperan ante el espectáculo de heridos y muertos, de odios irracionales (pues él tampoco es irracional), de temeridades absurdas, de no menos absurdos actos compasivos… Y todo ello sin poderse cobijar en mujer alguna. Sin poder escuchar más música que la de balas y cañones. Es entonces que apela a la memoria. Él, que es el hombre menos proclive a guardar recuerdos, sean buenos o malos, recuerda sin saber muy bien por qué a una mujer, a una sola mujer, aquella que esperaba casarse con él, que decía amarlo “sin límites” y que quería por eso limitarlo con el matrimonio. Él la abandonó entonces, porque su libertad pesaba más, al punto que el enrolamiento en el ejército parecía demandarle un compromiso menos asfixiante. Él no suele recordar lo malo porque entonces se resentiría contra la vida y su naturaleza no se lo permite. Tampoco suele recordar lo bueno porque sabe que la felicidad es siempre provisoria. Pero lo cierto es que la recuerda a ella, de un modo extraño, inexplicable, e incluso sin recordar detalles, de los cuales el más significativo es el olvido de su rostro.

No es simple memorismo lo que le invade; es la presencia ineludible de ella, tan abstracta que es la más concreta de todas. No recuerda su rostro sino hacia el final, cuando concluye su camino de retorno y finalmente llega a “verla” y a “dialogar” con ella. Eso es bastante relevante pero en un sentido que, una vez más, va más allá de la moral. No se trata de ver el rostro del otro como una declinación del egoísmo ante la alteridad. ¡No! Don Juan no puede entender el moralismo de un Buber o un Levinas (sólo una moral como la judía pudo engendrar tanta conciencia hegeliana de la alteridad y endurecer al mismo tiempo su sectarismo de pueblo elegido). Tampoco entiende Don Juan de “egoísmos”. Conciencia y voluntad… Si hay algo de voluntad individual en él, es sólo para no negar las fuerzas de la vida.

¿Por qué entonces Don Juan no ve el rostro de las mujeres que dice amar? ¿Tiene acaso tal “ceguera” una explicación estética en lugar de una ética? En realidad, sí la tiene, y es la misma por la cual nosotros, como espectadores, no vemos tampoco los rostros auténticos de las actrices o del Don Juan que regresa de la guerra. O por la cual los vemos, en cierto momento, enteramente cubiertos, como en los cuadros de Magritte. Si recordamos por qué los griegos utilizaban máscaras en su teatro, siendo perfectamente conscientes de la falsedad de las mismas, comprenderemos mejor el uso sobresaliente que hace von Horváth, como los mejores artistas del expresionismo, de esos rostros grotescamente maquillados, así como también de las voces exageradas. Si las interpretaciones teatrales de la mayoría de nuestros actrices y actores nacionales suelen ser sobreactuadas, en esta ocasión eso se adapta muy bien a las características expresionistas de la obra y de la puesta en escena. El contexto de la guerra le da incluso un mayor

viernes, 25 de diciembre de 2009

Don Juan regresa de la guerra (I)


Quienes la hayan visto me darán la razón en que ha sido una de las obras de teatro moderno más sugerentes y bien trabajadas que se ha apreciado en las tablas limeñas desde hace mucho tiempo. Don Juan regresa de la guerra es una obra brillante del dramaturgo austrohúngaro Ödön von Horváth, poco conocido en nuestro ámbito pero de una importancia capital dentro del teatro de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX. La obra ha tenido lamentablemente una muy escasa publicidad, tanto por la difusión misma, máxime si se trata de un autor y un título desconocidos, como también por su valiosísimo contenido (sin que este sea un uso gratuito del superlativo), debido a que las sumillas y explicaciones que los productores han elaborado de la obra han sido bastante pobres y poco seductoras. La mayoría de personas que han asistido lo hicieron atraídos por la figura del Don Juan, para ver cómo se representaba en contraste con el Don Juan Tenorio, que es el más presente en nuestra memoria colectiva. Yo mismo quería ir para ver ello, pero la publicidad sólo hacía referencia de manera confusa al amor estético expresado en unas cartas como la característica donjuanesca de su protagonista, lo que terminaba por desanimarme. Si no hubiese sido por una invitación, lo más probable es que me la hubiese perdido; de modo que le debo en buena cuenta al azar el haberme encontrado con esta versión que es ciertamente mucho más compleja de lo que se anunciaba. Para quienes desconfían de la importancia del azar en nuestras vidas –a favor del cual, dicho sea de paso, Woody Allen hace un espléndido alegato en Match Point–, la vida y el genio literario de Ödön von Horváth son también un firme testimonio sobre la fortuna.

Von Horváth nació en Fiume (actual Rijeka), una ciudad que hasta la Primera Guerra Mundial perteneció a Hungría y que luego pasaría al dominio de Italia y de Croacia. Eso y el oficio diplomático de su padre hicieron de él un ciudadano de Europa, un cosmopolita que asimiló las distintas lenguas y culturas en las que vivió, pero ya no al modo del modernismo optimista que se desarrolló en la primera década del nuevo siglo, sino más bien en la decadencia de la posguerra y los oscuros anticipos de la siguiente confrontación mundial. Por eso hay tanta fuerza expresiva como desencanto en sus obras, las mismas que nos presentan las ruinas de la vieja Europa, así como a sus hombres y mujeres material y moralmente desgraciados. Don Juan, ese viejo mito del amor ligero, debió entonces ofrecérsele como un camino demasiado tentador para introducirse en las profundidades de lo humano, de los encuentros entre hombre y mujer en esas condiciones donde todo parece demasiado vano e importante, normal y aberrante a la vez. Me pongo a pensar, y aun con la aparición en los últimos años

jueves, 5 de noviembre de 2009

Brel en Lima


Sumamente colorido e irónico, sentimental y corrosivo, Jacques Brel es con toda seguridad el compositor más importante de la canción popular francesa. Era ante todo un hombre libre, un hombre que sabía disfrutar de la vida aunque arrojándose también a los sentimientos más desoladores y detestando las comodidades de la vacía y cobarde vida burguesa. Esa honestidad -entendida como expresión casi natural de sí mismo y de lo que conocía- sumada a una poesía plena de imágenes bellas, hacen de Brel un genio musical implacable.

Al escucharlo cantar Ne me quitte pas por primera vez en 1959, Edith Piaf dijo: "un hombre no debería cantar cosas así". Y es cierto, un hombre no sólo no debería cantar cosas así, sino que no debería rebajarse tanto por amor; pero la fuerza del amor consiste también en su capacidad para someternos por completo a un otro, incluso a un otro que no nos ama... Brel no quería hacer una canción de amor, sino un retrato de un hombre así de degradado...

Ne me quitte pas. / Je ne vais plus pleurer. / Je ne vais plus parler. / Je me cacherai là, / À te regarder / Danser et sourire, / Et à t'écouter / Chanter et puis rire. / Laisse-moi devenir / L'ombre de ton ombre, / L'ombre de ta main, / L'ombre de ton chien.

No me dejes. / No quiero llorar más. / No voy a hablar más. / Me esconderé allá, / para mirarte / bailar y sonreír, / y para escucharte / cantar y luego reír. / Deja que me convierta / en la sombra de tu sombra, / la sombra de tu mano, / la sombra de tu perro.
Difícilmente un amor tan sumiso podría ser asimismo tan bello y conmovedor como lo es en esta canción, sobre todo si se piensa que la naturaleza del amor es más bien volátil y siempre libre. Pero ese lado oscuro de la naturaleza humana no puede ser desestimado, y eso es lo que precisamente hacía Brel: sus canciones nos hablan, no sin poesía, también de lo feo y lo degradante. El "abad Brel" -como lo apodó Brassens por su apariencia cuando llegó a París- había dejado la comodidad de su vida en Bélgica, bajo el amparo de su padre y junto a su esposa e hijos, para entregarse de lleno a la música. Esa libertad le daba la autoridad para decir de la vida burguesa:

La bêtise, c'est de la paresse. La bêtise, c'est un mec qui vit et qui se dit, ça me suffit. Je vis, je vais bien, ça suffit. C'est celui qui ne se botte pas le cul tous les matins en se disant, c'est pas assez, tu ne sais pas assez de choses, tu ne vois pas assez de choses. Une espèce de graisse autour du coeur et autour du cerveau.

La idiotez es simplemente pereza. La idiotez es un tío que vive y se dice: ya tengo suficiente. Vivo, me va bien, es suficiente. Es ése que no mueve el culo todas las mañanas que no se dice a sí mismo que no es suficiente, tú no sabes suficientes cosas, tú no has visto suficientes cosas. La idiotez es una especie de capa grasa alrededor del corazón y del cerebro.
Por otro lado, sus interpretaciones eran no menos importantes que sus composiciones. Pocos podrían dotar a esas letras de la fuerza expresiva y esa entrega total que él les colocaba. Aquí lo tenemos justamente en 1959 cantando Ne me quitte pas...



A pesar de todo ello y del éxito logrado, en 1967 decidió dejar la música. Sentía que empezaba a engañar y no podía permitirse eso. Pero la música en él era demasiado fuerte, por lo cual volvió en 1977 a grabar un último disco, uno de los mejores, estando ya bastante abatido por el cáncer de pulmón que lo afectaba. Volvió a la Polinesia francesa, el lugar donde había decidido descansar, como lo hiciera Paul Gauguin. Le gustaba ese lugar donde las personas
Hablan de la muerte como tú hablas de una fruta. / Observan el mar como tú miras un pozo. / Las mujeres son lascivas al sol temible. / Y aunque aquí no hay invierno, esto tampoco es el verano... / En Las Marquesas...
Murió poco después, en Parìs, el 9 de octubre de 1978, dejando una vasta obra que cubría lo más simple y diverso de la vida humana. Había cantado del amor, de la muerte, de la sociedad, de Dios, de la amistad, de Rosa, de la niñez, de la primavera, del aburrimiento, de Jaurès (el líder socialista), de los animales que son casi humanos y de los hombres que se comportan como animales, del amor, de Madeleine, de la vejez, de los drogadictos y las prostitutas, de los flamencos, de Mathilde, de la guerra, de los nombres de Parìs y los movimientos de Amsterdam, de la sabidurìa y la idiotez, de Clara, de los amantes, del amor...

Treinta años después de la muerte de Brel, en el 2008, Marcela Pardòn y Bruno Odar se encargaron de poner en escena un musical con un buen número de sus temas, el mismo que ha sido repuesto este año que se conmemoran los ochenta años de su nacimiento, siempre bajo la dirección de Alberto Ísola.

El musical repasa las vicisitudes en la vida de una persona utilizando 22 temas de Brel. Aunque poco original, la sencilla idea es funcional por la naturaleza de los temas, pero la interpretación de Pardón es quizá demasiado elegante para aquellos momentos en los que se requiere un mayor apasionamiento. Por su parte, Odar le aporta un afortunado histrionismo, pero su canto y su francés no están al mismo nivel y la obra pierde así también en emotividad, como igualmente sucede cuando se traducen algunos temas al español (con lo que se sacrifica belleza y juegos propios del francés en aras de la comprensión de las letras por quienes no conocen el idioma). No obstante, es siempre grato tener en vivo una buena dosis de Brel. Es muy probable que entre esos temas, más allá de la historia que se escenifica, encontremos el más fiel reflejo de nosotros mismos.

La temporada va del 28 de octubre hasta fines de diciembre.
Lugar: Auditorio de la Municipalidad de San Isidro. Calle La República 455, El Olivar.
Funciones: Miércoles a las 7:30 p.m.
Entrada: S/. 25 general y S/. 15 estudiantes y jubilados, a la venta en Tu Entrada.