domingo, 27 de diciembre de 2009

Don Juan regresa de la guerra (II)


Don Juan es un hombre sensible por naturaleza. De manera que el mito le cae como anillo al dedo a von Horváth, que quiere representar en su obra el terror sensible que produce una guerra. El Don Juan que regresa de ella está sumido en el desconcierto. Es a la vez el desconcierto y la angustia de Europa entera, que no sabe a dónde dirigirse. En ese contexto es plenamente verosímil que Don Juan desespere – sus sentidos desesperan ante el espectáculo de heridos y muertos, de odios irracionales (pues él tampoco es irracional), de temeridades absurdas, de no menos absurdos actos compasivos… Y todo ello sin poderse cobijar en mujer alguna. Sin poder escuchar más música que la de balas y cañones. Es entonces que apela a la memoria. Él, que es el hombre menos proclive a guardar recuerdos, sean buenos o malos, recuerda sin saber muy bien por qué a una mujer, a una sola mujer, aquella que esperaba casarse con él, que decía amarlo “sin límites” y que quería por eso limitarlo con el matrimonio. Él la abandonó entonces, porque su libertad pesaba más, al punto que el enrolamiento en el ejército parecía demandarle un compromiso menos asfixiante. Él no suele recordar lo malo porque entonces se resentiría contra la vida y su naturaleza no se lo permite. Tampoco suele recordar lo bueno porque sabe que la felicidad es siempre provisoria. Pero lo cierto es que la recuerda a ella, de un modo extraño, inexplicable, e incluso sin recordar detalles, de los cuales el más significativo es el olvido de su rostro.

No es simple memorismo lo que le invade; es la presencia ineludible de ella, tan abstracta que es la más concreta de todas. No recuerda su rostro sino hacia el final, cuando concluye su camino de retorno y finalmente llega a “verla” y a “dialogar” con ella. Eso es bastante relevante pero en un sentido que, una vez más, va más allá de la moral. No se trata de ver el rostro del otro como una declinación del egoísmo ante la alteridad. ¡No! Don Juan no puede entender el moralismo de un Buber o un Levinas (sólo una moral como la judía pudo engendrar tanta conciencia hegeliana de la alteridad y endurecer al mismo tiempo su sectarismo de pueblo elegido). Tampoco entiende Don Juan de “egoísmos”. Conciencia y voluntad… Si hay algo de voluntad individual en él, es sólo para no negar las fuerzas de la vida.

¿Por qué entonces Don Juan no ve el rostro de las mujeres que dice amar? ¿Tiene acaso tal “ceguera” una explicación estética en lugar de una ética? En realidad, sí la tiene, y es la misma por la cual nosotros, como espectadores, no vemos tampoco los rostros auténticos de las actrices o del Don Juan que regresa de la guerra. O por la cual los vemos, en cierto momento, enteramente cubiertos, como en los cuadros de Magritte. Si recordamos por qué los griegos utilizaban máscaras en su teatro, siendo perfectamente conscientes de la falsedad de las mismas, comprenderemos mejor el uso sobresaliente que hace von Horváth, como los mejores artistas del expresionismo, de esos rostros grotescamente maquillados, así como también de las voces exageradas. Si las interpretaciones teatrales de la mayoría de nuestros actrices y actores nacionales suelen ser sobreactuadas, en esta ocasión eso se adapta muy bien a las características expresionistas de la obra y de la puesta en escena. El contexto de la guerra le da incluso un mayor
peso a ese aspecto.

Sólo alguien tan dogmático con el arte como Adorno puede concebir que la guerra suprime las máscaras y devela rostros transparentes (eso actúa detrás de su afirmación de que la poesía no era más posible tras el Holocausto). Incluso en la guerra, cuando creemos ver el verdadero rostro de los otros, sólo vemos máscaras, y detrás de esas máscaras no hay más que otras máscaras – David Bowie lo sabe. Con ello, no obstante, no se pierde el poder expresivo de los rostros; éstos nos hablan, no de la esencia de nuestras almas, pero nos hablan. Es cuestión de ser más perspicaces y de saber jugar con nuestras propias máscaras. Don Juan lo sabe. Él lee los rostros mil veces mejor que un Levinas o que un San Juan de la Cruz.

El vestuario de Pepe Corzo sirve eficazmente a ese propósito, pues ha logrado reflejar bastante bien el espíritu de la obra (el espanto de la guerra), adaptándose muy fluidamente a distintos contextos y permitiendo un fácil manejo corporal para las coreografías, sabiendo además seducirnos con las piernas de sus ejecutoras.

La puesta en escena es sin duda uno de los mejores y más audaces trabajos de Jorge Guerra. Ha hecho un uso sobresaliente del videoarte y de la utilización del escenario. La musicalización ha sido también precisa, ofreciendo equilibrio al frenesí de los personajes, especialmente con los tres cantos alemanes que se han respetado en su idioma original (algo extraño en nuestro medio), que fueron bellamente interpretados en vivo y que sirvieron para mostrar la ternura y el desgarramiento simultáneos en esa disyuntiva interna que tienen las mujeres frente al Don Juan; algo que no podía estar de ninguna manera ausente en esta versión. Kierkegaard lo explicaría en términos del conflicto entre estética y ética: ellas saben que él les miente, que nunca podrán conservarlo para sí, pero igual lo aman y quieren verlo una y otra vez… (Querer y no querer lo mismo – un tópico central en el cristianismo desde Pablo de Tarso y Agustín de Hipona.*) Algunas veces ceden… pero otras veces saben contenerse y entonces, como refugio frente a esa terrible fuerza, albergan resentimientos contra él. Su poder de seducción es así de fuerte. Pero no es su fuerza meramente subjetiva, son más bien las fuerzas más elementales del amor, que actúan a través de los amantes casi inmediatamente, de ambos y no sólo de él. Por eso mismo él es un tanto ingenuo, no es alguien especialmente calculador o reflexivo, de modo que no pueden sino asombrarle los arrebatos morales que invaden a algunas de las mujeres que amó, los cuales no obstante acepta porque comprende que son parte de esas mismas fuerzas. Von Horváth muestra muy bien ello cuando Don Juan ve a las mujeres destrozar al muñeco de nieve –que en ese contexto es un reflejo de él mismo– y se pregunta por qué lo hacen… ¿qué mal les ha hecho éste? ¿Por qué no pueden dejarlo estar? No es cinismo, es la ingenuidad de quien posee un vínculo tan cercano con la tierra, que no logra comprender ese encono y ese resentimiento, nuevamente, no contra él, sino contra la vida misma.

“Ustedes, los hombres, no nos merecen”, dicen algunas de las actrices, dándole una variación especial al reclamo de las mujeres que se han desengañado con Don Juan. El reclamo ético (la lógica del merecimiento en el amor) no está en la versión de von Horváth dicha sólo para Don Juan, ni es una generalización superficial fruto del despecho. Es más bien una revelación ontológica y epistemológica. Por ello tampoco aparece en esta obra el paradigma de hombre ideal que las otras versiones infructuosamente le contraponen: un hombre honesto, serio y fiel; el buen cornudo. En este caso, la constatación es universal, vale para todos. Los hombres no merecemos a las mujeres – eso bien es cierto, pero al mismo tiempo el eco devuelve la contraparte: las mujeres no merecen a los hombres. Lo que vemos en la obra de von Horváth es el acabamiento de esas lógicas moralistas en torno al amor. La atracción y el repelimiento son fuerzas naturales. No hay lugar para "merecimientos" en ellas, como lo demuestra la figura misma del Don Juan. Incluso cuando éste parece obsesionado con ese amor que abandonó, eso es más fuerte que él, más poderoso que cualquier acto hecho con plena conciencia y voluntad. El "pesimismo" del autor nos revela que la distancia entre dos personas es insalvable de un modo ético. Somos como esos rostros cubiertos de Magritte, que cuando se besan no se unen ni se conocen realmente. En los dominios del amor, la ética es una respuesta casi instintiva por intentar cubrir esa distancia, por aferrarnos a su presencia en extremo idealizada. Queremos detener el tiempo porque nos gusta demasiado: eso es comprensible, pero seguir con las idealizaciones es innecesario. Que sean populares (y lo han sido desde la antigüedad), nada dice a favor de ellas. No es en absoluto casual que el filósofo más moralista de la tradición occidental (Platón) nos remita en su Banquete a aquel viejo mito según el cual los dioses, celosos del poder humano, nos dividieron por mitades, y desde entonces buscamos a la mitad que nos complemente, intentando retornar a nuestra unidad originaria.

El Don Juan de von Horváth, ¿busca a su otra mitad? ¿Se ha enamorado finalmente? Nada de eso parece dable en el contexto de la obra. El arte dramático, que en esta escenificación de Jorge Guerra está en su mejor forma, nos muestra cuán vanas suelen ser nuestras aspiraciones. Don Juan busca, ciertamente, pero no encuentra. Esto significa que no busca una presunta mitad perdida. Del mismo modo, parece desesperanzado, pero eso no significa que no sepa esperar, que es distinto. Los hombre "buenos" en realidad no esperan, no saben esperar. Tan sólo se esperanzan en un ideal predeterminado objetivamente, y a ese aferramiento quieren llamarle amor. Todo eso es bastante inútil cuando viene Don Juan –la fuerza vital que lo invade– y, como un sismo o como una guerra, devasta todo moralismo, toda pretendida seguridad.

Von Horváth puede parecer quizá demasiado pesimista, al igual que Magritte, pero es a partir de ese reconocimiento de la finitud y la fragilidad del sentimiento que llamamos amor, que se puede empezar a disponer la propia existencia hacia un amor más libre. Don Juan es pues el paradigma de una estética del amor. De allí su importancia, incluso entre quienes lo rechazan. Como idea, es fácil pensar en él en terminos de pura sensibilidad o pura materialidad, pero la fuerza que representa y que se expresa en seres realmente existentes no es nunca una fuerza pura. En ella hay también cierta espiritualidad, cierta reflexión sobre quien se es y cierto juicio sobre lo que se hace (que si queremos podemos llamar "moral"). Esto significa que no carece de eventuales conflictos internos (el oleaje de fuerzas también es interno), pero ha aprendido a salir bien librado de ellos. La libertad sensible que se prescribe la naturaleza libre del Don Juan es también fuente de su serenidad espiritual. La atracción aparece casi por azar luego de esa serenidad de espíritu (ataraxía)**. No es que sea algo meramente pasivo, pues hay necesariamente actividad y fuerza en la conquista, pero no hay la imposición de quien se acostumbra a ver al amor en términos de compromiso irrenunciable, de fidelidad perpetua, de propiedad personal y de absoluta transparencia. Frente a eso, el amor se rebela y en esa liberación destroza espiritualmente a quien quiere apresarlo... los celos enfermizos, por ejemplo. Como los de Don José en la Carmen de Bizet, que no puede comprender ni mucho menos soportar el canto que la gitana ha puesto en práctica: L'amour est un oiseau rebelle... Quien ya lo haya intuido, comprenderá que lo aquí dicho quiere resaltar al Don Juan como un paradigma de la vida escéptica. Pues, como decía Nietzsche, suponiendo que la verdad es una mujer, uno no puede permitirse ser dogmático en cuestión de mujeres.***


* De allí lo demoníaco del seductor. Precisamente, según Kierkegaard, el mito del Don Juan tiene un origen cristiano, pues antes del cristianismo no habría habido esa disyuntiva en términos de carnalidad y espiritualidad. (Cf. Kierkegaard, S., O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida, vol. 1.)
** El fin del escepticismo según Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos.
*** Cf. Nietzsche, Friedrich, Más allá del bien y del mal, Prefacio.

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