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miércoles, 12 de enero de 2011

La influencia musical. A propósito de la música metal como generadora de violencia social



Despierto más tarde de lo acostumbrado y me siento extraño. Tiempo libre. Hacía mucho que no lo tenía y que lo quería ansiosamente. Tiempo para mí, para mis investigaciones y escritos descuidados. Ahora lo tengo y sé en qué puedo emplearlo, pero no sé bien por dónde empezar. Cuando se pierde el ritmo es siempre difícil recuperarlo. Pues bien, he decidido retomar algunos proyectos no tan viejos sobre la realidad del arte. No es momento ahora de hablar de ellos, pero quizá sí de recordar(me) que las múltiples facetas que giran en torno a él están plenamente vigentes. Incluso las más aparentemente insignificantes.

Por ejemplo, hoy un suplemento de The Wall Street Journal ha publicado un comentario del político republicano Rush Limbaugh afirmando que no es la acalorada retórica conservadora la que de alguna manera determinó el tiroteo de Arizona, como han estado alegando algunos medios de comunicación, sino, en todo caso, el "heavy metal" que escuchaba el sujeto acusado de matar a seis personas y de herir gravemente a la congresista demócrata Gabrielle Giffords: "Sabemos que escuchaba heavy metal. Sabemos que estaba influenciado por The Drowning Pool. ¿Piensan ustedes que este sujeto realmente me escucha o lee el sitio web de Sarah Palin? Es altamente improbable", habría dicho. Para el político es más probable que el heavy metal tenga la culpa de los problemas públicos y de los privados también, como en su momento el rap, el punk, el rock, el mambo y hasta el jazz. Desde luego que se puede argumentar que no existe modo científico alguno de sostener una relación de causalidad, pero eso no parece suficiente toda vez que, como dicen algnos psicólogos, no sería "el único factor que conduce a la violencia, pero es uno de ellos".

Toda la búsqueda de causas determinantes para el tiroteo es discutible, así como la supuesta influencia musical en este caso tiene bases absurdas (que haya puesto una canción como favorita en Youtube no indica nada más que una identificación, no una influencia). Pero lo que aquí nos interesa es, de modo más amplio, si la música tiene una influencia directa sobre el carácter y si, por lo tanto, tal como sostenía Platón, hay que prohibir cierta música o instrumentos que se consideren moral e intelectualmente reprobables.


Salvo el rechazo radical de Sexto Empírico en la Grecia antigua (Cf. Contra los profesores), hasta entrada la modernidad hubo consenso en que la música afectaba directamente al carácter, haciendo que éste se modifique por la música que se escuchaba. Pitágoras, Platón y Aristóteles fueron las autoridades que avalaron ese vínculo a través de diversas especulaciones. Es recién con el surgimiento de la disciplina estética como tal (de Baumgarten en adelante) que se hace la distinción entre el ámbito de la intención (donde se ubica a la moral) y el del arte; pero todavía en el dominio de las ciencias se ha pretendido con frecuencia encontrar sustentos determinantes para esa pretensión unificadora.

El problema de la canción ("Bodies") de The Drowning Pool es que su letra supone una representación de la violencia del mosh pit que, por la naturaleza ambigua del lenguaje, y más aún la del lenguaje artístico, puede extenderse fácilmente a otros actos externos al mismo. Es la repetida frase "Let the bodies hit the floor" la que ha ocasionado que esta canción estuviese sonando también en los auriculares de un joven de 19 años que, con una escopeta, asesinara a sus padres en el 2003; que fuese utilizada en torturas de Guantánamo, y como himno de guerra entre las tropas estadounidenses. Pero en todos estos casos la disposición a la violencia es precedente. La música sólo sirve para enfocarlos en sus retorcidas lógicas (o en la carencia de lógica). La música (incluso las palabras en ella) entra en juego aquí exclusivamente por su poder sensible, lo que tiene que ver directamente (como ya lo había previsto Sexto) con la atención, y también con la imaginación y la asociación. Pero en todo caso se trata de una estimulación sensible que sólo sirve para facilitar aquello a lo que la persona ya se ha predispuesto. En la música hay sólo una identificación, mas no un generador de conductas; de ningún tipo, ni inmorales ni morales, ni negativas ni positivas. Es sobre este punto que toda explicación naturalista esconde un profundo miedo a la indeterminación de la sensibilidad.

El uso de la célebre cabalgata de Las Valquirias de Wagner en la guerra de Vietnam es otro ejemplo que muestra que no sólo a la música popular se le ha dado ese uso. La genialidad de Wagner consiste también, como lo reconoce críticamente Nietzsche, en cómo sabe orientar con determinados sonidos (dejando de lado la puesta en escena y las letras mismas) la capacidad asociativa de quienes lo escuchan. Y sin embargo no se llega a tratar nunca de asociaciones objetivas (y por ende necesarias). En el caso de "Bodies" no se trata de una disposición genial de los sonidos, sino de una mezcla de ciertos elementos simples: el brutalismo del hard rock, la fuerza de la percusión (sobre todo el bombo), y especialmente la frase breve y su refuerzo en la repetición.

Por lo demás, al escéptico le basta con probar que una explicación totalmente opuesta es igual de plausible que la explicación dogmática. En este caso, basta con probar que hay miles (es más, la mayoría) de oyentes de hard rock y de heavy metal que no por cantar canciones "violentas" (lo que quiera que eso signifique) son ellos mismos violentos en sus vidas cotidianas. Lo que se suprime así es el carácter de necesidad con que el dogmático y el moralista pretenden asegurar sus explicaciones. Censurar una determinada música como si el sonido fuese una causa objetiva no dejaría de ser entonces, por decir lo menos, una decisión política injustificada o, mejor dicho, justificada en sus propios intereses políticos y no en la naturaleza de un género musical. No obstante, con ello el escéptico no ha negado que determinados individuos, sobre todo aquellos con alteraciones mentales, puedan ser sensiblemente condicionados e interpretar letras de forma dogmatizante. En estado de locura, de hecho, la distinción entre realidad y fantasía que opera en quienes no confunden su música y sus vidas, se disuelve y todo sucede en un mismo plano. Es con estas personas con las que hay que tener cuidado respecto de lo que puede alterar negativamente sus conductas, recordando sin embargo que la música no es la causa y por lo tanto más importante es atender su condición fisiológica (la sociopatía misma, por ejemplo). Esto, evidentemente, no se restringe sólo a representaciones "violentas", frente a las cuales prima en el moralista un criterio estético (no me gusta, ergo está mal, hay que prohibirlo), sino a cualquier elemento, hasta los mas anodinos, dependiendo de su estado subjetivo. Podría tratarse incluso del Sermón de la montaña, si fuese el caso. Esperemos que ya no.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Don Juan regresa de la guerra (II)


Don Juan es un hombre sensible por naturaleza. De manera que el mito le cae como anillo al dedo a von Horváth, que quiere representar en su obra el terror sensible que produce una guerra. El Don Juan que regresa de ella está sumido en el desconcierto. Es a la vez el desconcierto y la angustia de Europa entera, que no sabe a dónde dirigirse. En ese contexto es plenamente verosímil que Don Juan desespere – sus sentidos desesperan ante el espectáculo de heridos y muertos, de odios irracionales (pues él tampoco es irracional), de temeridades absurdas, de no menos absurdos actos compasivos… Y todo ello sin poderse cobijar en mujer alguna. Sin poder escuchar más música que la de balas y cañones. Es entonces que apela a la memoria. Él, que es el hombre menos proclive a guardar recuerdos, sean buenos o malos, recuerda sin saber muy bien por qué a una mujer, a una sola mujer, aquella que esperaba casarse con él, que decía amarlo “sin límites” y que quería por eso limitarlo con el matrimonio. Él la abandonó entonces, porque su libertad pesaba más, al punto que el enrolamiento en el ejército parecía demandarle un compromiso menos asfixiante. Él no suele recordar lo malo porque entonces se resentiría contra la vida y su naturaleza no se lo permite. Tampoco suele recordar lo bueno porque sabe que la felicidad es siempre provisoria. Pero lo cierto es que la recuerda a ella, de un modo extraño, inexplicable, e incluso sin recordar detalles, de los cuales el más significativo es el olvido de su rostro.

No es simple memorismo lo que le invade; es la presencia ineludible de ella, tan abstracta que es la más concreta de todas. No recuerda su rostro sino hacia el final, cuando concluye su camino de retorno y finalmente llega a “verla” y a “dialogar” con ella. Eso es bastante relevante pero en un sentido que, una vez más, va más allá de la moral. No se trata de ver el rostro del otro como una declinación del egoísmo ante la alteridad. ¡No! Don Juan no puede entender el moralismo de un Buber o un Levinas (sólo una moral como la judía pudo engendrar tanta conciencia hegeliana de la alteridad y endurecer al mismo tiempo su sectarismo de pueblo elegido). Tampoco entiende Don Juan de “egoísmos”. Conciencia y voluntad… Si hay algo de voluntad individual en él, es sólo para no negar las fuerzas de la vida.

¿Por qué entonces Don Juan no ve el rostro de las mujeres que dice amar? ¿Tiene acaso tal “ceguera” una explicación estética en lugar de una ética? En realidad, sí la tiene, y es la misma por la cual nosotros, como espectadores, no vemos tampoco los rostros auténticos de las actrices o del Don Juan que regresa de la guerra. O por la cual los vemos, en cierto momento, enteramente cubiertos, como en los cuadros de Magritte. Si recordamos por qué los griegos utilizaban máscaras en su teatro, siendo perfectamente conscientes de la falsedad de las mismas, comprenderemos mejor el uso sobresaliente que hace von Horváth, como los mejores artistas del expresionismo, de esos rostros grotescamente maquillados, así como también de las voces exageradas. Si las interpretaciones teatrales de la mayoría de nuestros actrices y actores nacionales suelen ser sobreactuadas, en esta ocasión eso se adapta muy bien a las características expresionistas de la obra y de la puesta en escena. El contexto de la guerra le da incluso un mayor

sábado, 27 de junio de 2009

¿Puede la música hacernos mejores? Aristóteles y el "carácter moral" de la música



Clint Eastwood, Banda sonora de Million Dollar Baby.

Al igual que con Platón, aunque con una valoración enteramente distinta (por positiva), para Aristóteles la música también tiene una importancia moral y, por ende, política; con lo cual no es mero placer o diversión. En la Política el estagirita se plantea justamente analizar

(...) si la naturaleza de la música es más valiosa que la que se limita a la mencionada utilidad [el placer o deleite] y es preciso no sólo participar del placer común que nace de ella, que todos perciben (pues la música implica un placer natural y por eso su uso es grato a personas de todas las edades y caracteres), sino ver si también contribuye de algún modo a la formación del carácter y del alma. Esto sería evidente si somos afectados en nuestro carácter por la música. Y que somos afectados por ella es manifiesto por muchas cosas y, especialmente, por las melodías de Olimpo; pues, según el consenso de todos, estas producen entusiasmo en las almas, y el entusiasmo es una afección del carácter del alma... Y, en los ritmos y en las melodías se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos... en las melodías, en sí, hay imitaciones de los estados de carácter (y esto es evidente pues la naturaleza de los modos musicales desde el origen es diferente, de modo que los oyentes son afectados de manera distinta y no tienen la misma disposición respecto a cada uno de ellos).

Política, Libro 8, 1339b43-1340a43.


"La música nos hace mejores". "El cine nos hace mejores". "El arte nos hace mejores". En los tiempos que corren, en que se rechaza el platonismo pero se tiene una necesidad devoradora de dogmatismos prácticos, es muy fácil llenar libros y conversaciones con este tipo de frases bien sonantes. Pero, ¿son frases ciertas?

Estas palabras de Aristóteles en la Política difieren de modo notorio con aquellas otras que expresara en la Poética. Allí, el privilegio de las artes bellas era más bien su no-utilidad (motivo por el cual la arquitectura no era considerada una). Del mismo modo, en lo que respecta a la música, era sólo el aumento en la intensidad del placer lo que le importaba al mencionar su relevancia para la representación trágica; es decir, su rol propiamente melodramático. Pero en el octavo libro de la Política señala que el fin de la música no se limita al deleite. Lo que Aristóteles quiere demostrar en unas pocas líneas es que la música sirve también para la formación del carácter, esto es, que tiene una función pedagógica en lo que atañe a las afecciones del alma. Y sin embargo, ahí está precisamente el problema, pues una cosa es que la música esté fuertemente relacionada con las emociones y los ánimos, y otra distinta que tenga o deba tener una relación más directa con el carácter (ethos), que es algo más duradero y menos espontáneo, y, a través de éste, con la virtud y su excelencia (areté).

Para Aristóteles lo evidente es lo que es por necesidad y que no admite contradicción. Pero lo que aquí es para él evidente, un escéptico no tendría por qué aceptarlo. Podría aceptar, por ejemplo, que al escuchar quizá no las melodías de Olimpo sino más bien las de alguna de las divinidades paganas o demoníacas de alguna música metal, uno de los sentimientos predominantes en el ánimo sea la ira, la violencia que bien caracteriza a sus sonidos y que a veces incluso necesita expresarse también en el "pogo", pero eso no tendría por qué hacer más violentos en sus casas o en sus trabajos a quienes escuchan o tocan esta música. Podría incluso decirse que es más bien ese desfogue lo que los vuelve serenos en otros ámbitos (lo cual sería otro modo de plantear la tesis aristotélica y vincularla con su conocida explicación de la catarsis), pero eso tampoco sería necesariamente cierto. De un modo u otro, siempre se podría ofrecer ejemplos en contra que no confirmarían la regla y que demostrarían en cambio la abisal separación entre el goce estético de la música y el carácter moral de las personas.

Resulta entonces razonable que el escéptico se oponga a toda pretensión por demostrar que la música pueda tener como fin hacernos mejores moralmente. Y así lo hace Sexto Empírico cuando les critica a Platón y a Pitágoras esa pretensión que considera una necedad. No obstante, la postura escéptica no pasa por desconocer de manera absoluta que pueda haber una suerte de vínculo indirecto, meramente por afinidad sensible, entre la música y el carácter moral de las personas. Es Kant quien nos da la pauta al respecto, al señalar en la Crítica de la Facultad de Juzgar que es plausible pensar que un hombre que es especialmente sensible a las bellezas de la naturaleza sea igualmente receptivo con los imperativos de la razón práctica (i.e. de la moral), pero no porque exista un vínculo directo, que el mismo Kant se esfuerza por desbaratar, sino por una simple afinidad indirecta y no necesaria (pues podríamos tener a un tipo especialmente sensible a la belleza que, sin embargo, como un Hannibal Lecter, no se conduzca por imperativos morales). Detrás de tal apreciación está la firme convicción en la autonomía moral del individuo, algo que el escéptico puede en cierta medida compartir (o preferir a una ética idealista), pero aun cuando no acepte una moral desinteresada y objetiva como la kantiana, de todas maneras puede conservar la autonomía que le asegura al arte. La estética adquiere así toda su relevancia no cuando tiene una finalidad moral, que no le es propia, sino cuando más bien la moral misma ha dejado de tener significación y entorpece la vida - de ahí la "estetización" de la filosofía de Nietzsche. Pero ahí mismo es posible plantearle también sus límites: ¿es el arte lo más importante en la vida? Nietzsche pareciera responder que sí, pues es la expresión misma de la voluntad de poder, que es el movimiento mismo de la vida, pero, incluso si se acepta y comparte la doctrina de la voluntad de poder, ahí está el punto: no es la vida misma, y por lo tanto la vida sigue siendo lo más importante. Si hemos abrazado el arte -diría Albert Camus- es porque nos acerca a la vida, a los otros, y lo dejaremos si lo que hace es alejarnos de ellos. Con esto nos distinguimos de ese rezago de dogma romántico que se siente aún en Nietzsche cuando se esfuerza por presentarse como un artista sacrificado por el futuro de la humanidad, o por el destino metafísico que es la voluntad de poder.

Como se comprenderá, lo que está en el fondo en discusión es la relación entre la moral y el arte, con sus respectivos manifiestos a favor o en contra de un arte puro o de un arte comprometido. (Discusión inútil, por cierto.) La posición escéptica, como se ha dicho, es intermedia. Lo es porque, por un lado, comprende perfectamente la importancia del medio físico sobre el que se da la música, y le da su debida importancia en el mismo sentido de lo que decía arriba Aristóteles cuando afirma que la música puede ser escuchada de muy diversas maneras, pero entendiéndolo no sólo por las diferencias anímicas o de personalidad, sino además por todo lo que implican sus contextos (incluyendo si el aire está raleado, por ejemplo). Esa pluralidad de escuchas, que es inconmensurable, es determinante para el escéptico. Por otro lado, si no acepta los mandatos objetivos de la moral (ni siquiera al modo kantiano), la única valoración "moral" que aceptaría sería la de la amistad que se genera en torno al fenómeno musical. Cuando la música suena, se crea un especial vínculo entre quienes la interpretan, la bailan o la comparten, de tal modo que se colocan en una especial situación de apertura hacia el otro, esto a causa del dominio de la sensibilidad, pero ese vínculo es tan impermanente y arbitrario, que sin ninguna justificación podría romperse o no reproducirse fuera de ese espacio, y haría mal quien pretendiese ver allí a un amigo inseparable, un hermano del alma o una fraternidad universal (sea de tipo beethoveniano, o un poco más nacionalista, de corte wagneriano).

Esto mismo se aplica al cine. Salgo de ver la excelente Million Dollar Baby de Clint Eastwood y estoy conmocionado por el tema de la eutanasia que allí trata, pero eso no tiene mayor peso que las ganas que tengo de bailar tras haber visto Moulin Rouge de Baz Luhrmann. Sin duda mi experiencia estética se ha enriquecido y hasta puede darle cuerda a mis interpretaciones filosóficas de los asuntos involucrados, pero no podría decir que la película, por brillante que me haya parecido, me haya cambiado la vida. Sigo siendo yo, y a lo mucho ésta sólo ha activado temporalmente algo que ya había en mí y que es ajeno a la disposición del arte en cuanto tal. Así vistas las cosas, la pregunta adquiere otro tono: ¿Puede el arte hacernos mejores? ¿Puede el arte cambiarnos la vida?... Personalmente al menos, debo confesar que más de una vez una buena película me ha cambiado no la vida pero sí la noche (aunque no precisamente estuviese atendíendo a la película), así como también una buena música ha podido ser determinante para consumar un encuentro inminente. ¿Eso es todo?, ¿podría requerirse más? Hay que recordar siempre que la música y el arte están al servicio de la vida, y no viceversa.

martes, 5 de mayo de 2009

The Sceptics just wanna have fun... Sexto Empírico contra el idealismo musical (o "¡Pitágoras, deja en paz a los borrachos!")


Sextus Empiricus
En términos generales, hay que esperar hasta la modernidad -en cierto sentido hasta el empirismo, en otro hasta Kant, y sobre todo hasta Schopenhauer y Nietzsche- para encontrarse con un desarrollo de la autonomía y preponderancia de la música en tanto expresión, contra toda idealización dogmática de la misma, ya sea para considerarla valiosa por no ser sólo divertimento sino además conocimiento (gnosis), y estar entonces al servicio de éste, o sea para desacreditarla por su inutilidad a partir de desacreditar los presupuestos idealistas (que es el error en el que caen los empiristas). Y sin embargo, hay una voz solitaria que anticipa notablemente esta crítica del idealismo musical en Grecia. Se trata de Sexto Empírico, escéptico pirrónico que, dentro de su refutación del dogmatismo de los matemáticos, dedicó un libro contra los músicos, entendiendo por estos a quienes, como los gramáticos, le dan certeza objetiva a sus indagaciones sobre "la melodía, las notas, la creación de ritmos y cosas parecidas".

El núcleo de la crítica escéptica está en la contraposición de posiciones dogmáticas, mostrando el igual valor de ambas y por consiguiente la aporía (falta de camino), para luego suspender el juicio (hacer epoché) sobre aquellas cuestiones que no pueden ser definidas objetivamente y que dichas posiciones tienen como presupuestos. En el caso de la música, Sexto Empírico empieza por distinguir tres sentidos del término mousiké: el primero es de la ciencia armónica antes mencionada, el segundo es el de la práctica musical misma, y el tercero es el de toda inspiración proveniente de las Musas. Al tercero lo descalifica en una línea por ser un uso común pero excesivo. Al segundo lo deja intacto - y es mi interpretación que justamente porque trata de protegerlo de los otros dos. Y el primero es el que representa las dos posiciones dogmáticas que, según él, se puede tener sobre la música.

La primera posición dogmática es la de Pitágoras y Platón, que caracteriza en estos términos:
(...) Vayamos por orden y comencemos en primer lugar con las afirmaciones que la mayoría acostumbra repetir en defensa de la música. Y bien, si hemos aceptado la filosofía –dicen– como una moderadora de la vida humana y calmante de las afecciones del espíritu, con mucha más razón aceptaremos la música, que dictándonos sus órdenes no por la fuerza sino con ayuda de cierta seducción persuasiva consigue los mismo resultados que la filosofía. Y así Pitágoras, observando en cierta ocasión a unos muchachos en estado de báquica exaltación a causa de la ebriedad y que en nada se diferenciaban de los locos, aconsejó al clarinetista que les acompañaba en el festejo que les tocara la melodía de las libaciones; y cuando éste hizo lo que le mandaba los muchachos cambiaron repentinamente y adoptaron un aire tranquilo, como si hubieran estado sobrios desde el principio. Y los espartanos, hegemónicos en Grecia y célebres por su valentía, hacían siempre la guerra a las órdenes de la música. Y quienes siguieron los consejos de Solón formaban sus filas al son del clarinete y de la lira, haciendo rítmicos los movimientos de armas.

(...) Y los que han descollado en filosofía, por ejemplo Platón, dicen que el sabio es parecido al músico porque tiene su alma «en armonía».

(...) Y si la poesía es de utilidad para la vida y resulta que la música la adorna aportando melodías y haciéndola susceptible de ser cantada, la música resultará ser de utilidad. (...) Y en general la música no sólo es fuente de placer, sino que también se escucha en los himnos, en las festividades y en los sacrificios a los dioses; y por ello despierta en el espíritu el celo por el bien.
La réplica del escéptico no es menos elocuente:
(...) a ello se replica en primer lugar que no se puede conceder de antemano que algunas melodías tengan por naturaleza el efecto de exaltar el alma y otras de calmarla, pues es nuestra opinión las que las convierte en tales. En efecto, así como el ruido del trueno, según dicen los epicúreos, no señala la aparición de dios alguno –aunque tal es lo que suponen los ignorantes y supersticiosos–, puesto que un ruido similar se produce cuando otros cuerpos entrechocan de igual manera, como la rueda del molino cuando gira o las manos al aplaudir ruidosamente, del mismo modo las melodías musicales no son por naturaleza tales o cuales, sino que somos nosotros los que las suponemos así o asá. Y en efecto una misma melodía excita a los caballos pero en absoluto a las personas que la escuchan en el teatro; y quizá a los caballos más que excitarlos lo que consigue es perturbarlos.

Además, aún en el caso de que las melodías musicales sean como se supone, no por ello ha de ser la música de utilidad en la vida. Y es que la música no apacigua el espíritu porque tenga una facultad moderadora [en sí misma], sino porque tiene la de distraer; por lo cual, una vez que tales melodías se han acallado, el espíritu, que no ha sido curado por ellas, retorna de nuevo a su disposición original. Y así como el sueño o el vino no extirpan la aflicción sino que la suspenden momentáneamente, produciendo somnolencia, relajación y olvido, del mismo modo una cierta melodía no calma el alma afligida o el espíritu agitado por la cólera sino que en el mejor de los casos los distrae. Y en cuanto a Pitágoras, en primer lugar era un necio por pretender moderar a gentes ebrias en el momento inoportuno, en vez de irse por donde había venido; además, corrigiendo de esa forma está reconociendo que los clarinetistas tienen más poder que los filósofos para la mejora de las costumbres. Y el hecho de que los espartanos hagan la guerra al son de clarinetes y flautas es una prueba de lo que hemos dicho hace poco, pero no de que la música sea de utilidad para la vida. Y así como los que llevan fardos pesados, reman o ejecutan algún otro trabajo fatigoso se marcan el compás para distraer su mente del sufrimiento que les causa la tarea, del mismo modo quienes se sirven de clarinetes o trompetas en las batallas no han recurrido a ello porque la melodía tenga cierto efecto excitante en el espíritu y produzca un coraje varonil, sino por afán de distraerse a sí mismos de la ansiedad y la turbación, sobre todo cuando algunos bárbaros van a la guerra haciendo sonar conchas a modo de trompetas y tocando tambores; pero nada de esto les incita a la valentía.

(...) Y desde luego aunque Platón admitió la música, tampoco por ello hay que decir que contribuya a la felicidad, puesto que gentes que merecen una confianza no inferior, como Epicuro, han negado tal pretensión, diciendo por el contrario que la música es inconveniente y “perezosa, aficionada al vino, negligente con los bienes”.
Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención aquí es que el fin de la música para el escéptico es clara e indiscutiblemente el divertimento (piénsese en la misma concepción por parte de Kant -el goce estético- y de Kierkegaard -el placer sensual-), alejarnos del dolor y del aburrimiento (piénsese en Schopenhauer) y de todo aquello que nos aleja del goce vital (piénsese en Nietzsche).

Lo segundo, más allá de las acrobacias de Platón y del sobrio importunismo de Pitágoras, es que, en general, estas defensas idealistas de la música como ciencia terminan afectando o por lo menos descuidando a la práctica musical misma, como lo demuestra precisamente la oposición de la otra postura dogmática, la que Sexto identifica con Epicuro y su escuela, que al oponerse en su sensismo a los principios matemáticos de los primeros terminan por desacreditar a la música toda, como si no fuese posible separarla de los presupuestos que se le quiere imputar, y cayendo a final de cuentas en el mismo error. Frente a ellos, la postura escéptica suspende el juicio, porque nada hay que sea más innecesariamente conflictivo, antivitalista y tedioso (contrario al fin de la música) que hacérselas a favor o en contra de un noumeno musical.

Sexto Empírico, “Contra los músicos”, en: Contra los profesores, trad. de Jorge Bergua, Madrid: Gredos, 1997, pp. 225-233.