viernes, 25 de diciembre de 2009

Don Juan regresa de la guerra (I)


Quienes la hayan visto me darán la razón en que ha sido una de las obras de teatro moderno más sugerentes y bien trabajadas que se ha apreciado en las tablas limeñas desde hace mucho tiempo. Don Juan regresa de la guerra es una obra brillante del dramaturgo austrohúngaro Ödön von Horváth, poco conocido en nuestro ámbito pero de una importancia capital dentro del teatro de vanguardia de las primeras décadas del siglo XX. La obra ha tenido lamentablemente una muy escasa publicidad, tanto por la difusión misma, máxime si se trata de un autor y un título desconocidos, como también por su valiosísimo contenido (sin que este sea un uso gratuito del superlativo), debido a que las sumillas y explicaciones que los productores han elaborado de la obra han sido bastante pobres y poco seductoras. La mayoría de personas que han asistido lo hicieron atraídos por la figura del Don Juan, para ver cómo se representaba en contraste con el Don Juan Tenorio, que es el más presente en nuestra memoria colectiva. Yo mismo quería ir para ver ello, pero la publicidad sólo hacía referencia de manera confusa al amor estético expresado en unas cartas como la característica donjuanesca de su protagonista, lo que terminaba por desanimarme. Si no hubiese sido por una invitación, lo más probable es que me la hubiese perdido; de modo que le debo en buena cuenta al azar el haberme encontrado con esta versión que es ciertamente mucho más compleja de lo que se anunciaba. Para quienes desconfían de la importancia del azar en nuestras vidas –a favor del cual, dicho sea de paso, Woody Allen hace un espléndido alegato en Match Point–, la vida y el genio literario de Ödön von Horváth son también un firme testimonio sobre la fortuna.

Von Horváth nació en Fiume (actual Rijeka), una ciudad que hasta la Primera Guerra Mundial perteneció a Hungría y que luego pasaría al dominio de Italia y de Croacia. Eso y el oficio diplomático de su padre hicieron de él un ciudadano de Europa, un cosmopolita que asimiló las distintas lenguas y culturas en las que vivió, pero ya no al modo del modernismo optimista que se desarrolló en la primera década del nuevo siglo, sino más bien en la decadencia de la posguerra y los oscuros anticipos de la siguiente confrontación mundial. Por eso hay tanta fuerza expresiva como desencanto en sus obras, las mismas que nos presentan las ruinas de la vieja Europa, así como a sus hombres y mujeres material y moralmente desgraciados. Don Juan, ese viejo mito del amor ligero, debió entonces ofrecérsele como un camino demasiado tentador para introducirse en las profundidades de lo humano, de los encuentros entre hombre y mujer en esas condiciones donde todo parece demasiado vano e importante, normal y aberrante a la vez. Me pongo a pensar, y aun con la aparición en los últimos años

de varias novelas ambientadas en torno a la violencia terrorista, en el Perú nuestra literatura carece de un tratamiento de esa experiencia como el que de una manera tan rica en formas y contenidos desarrolló en unos pocos años von Horváth, al igual que la poesía que hizo Paul Celan tras el holocausto nazi. Quizá lo más cercano en nuestro caso, y todavía con mucha lejanía en el manejo formal, sea Rosa Cuchillo de Óscar Colchado.

No obstante, si Europa tuvo un genio literario como von Horváth fue casi por casualidad, pues se cruzó con un compositor que le pidió escribir una pantomima que terminó siendo El libro de los bailes (1922), su primer libro. Desde entonces creó numerosas obras exitosas (La noche italiana, Cuentos de los bosques de Viena, Casimiro y Carolina, etc.) en una Alemania que no se supo levantar de su derrota y que empezaba a ahogarse cada vez más en la demencia nazi. Por ello escribió Juventud sin Dios (1937), novela en la que criticaba la educación fascista y advertía de los graves riesgos que se cernían no sólo sobre Alemania, sino sobre toda Europa. Los nazis lo incluyeron en su lista negra, ordenaron la quema de sus libros y él se vio obligado a refugiarse en Italia y en Francia. Murió en París, en 1938, también por obra del azar, cuando, como en una de sus historias irónicas y grotescas, una tormenta eléctrica descendió súbitamente sobre la ciudad. Él, que le había temido siempre a los rayos, se amparó con otras personas bajo unos árboles de los Campos Elíseos, pero entonces un viejo árbol carcomido por el tiempo se desplomó sobre él y lo mató. Tenía sólo 36 años y era junto a Brecht el dramaturgo más eminente del nuevo siglo. Había empezado a escribir una novela que se encontró en su habitación de hotel; ésta, no sin cierta ironía, llevaba por título Adieu Europa.

Hay quien dice por allí que "Don Juan va de conquista en conquista porque le teme a la muerte y, huyéndole al compromiso, cree que salva su vida". Nada más erróneo y superficial. Bien decía Nietzsche que hay quienes son groseramente superfluos por querer ser profundos. Don Juan no le teme a la muerte, sino que la "ignora"; los impulsos vitales en él son mucho más fuertes, tanto así que la finitud es sólo generadora de finitud (fidelidad a la tierra) y no de trascendencia. Así, tampoco "cree que salva su vida"... ¡Qué puede importarle su vida! Es a la vida a la cual él se entrega, no sólo con lo bueno y placentero que ésta tiene, sino también con lo desagradable, lo malo y lo cruel que es parte de su afán de equilibrio. Él, sin embargo, es usualmente llevado hacia lo bello y placentero (y por eso mismo se aleja de toda crueldad), del mismo modo que lo suele acompañar la buena fortuna, especialmente en cuanto a las mujeres que atrae, e incluso sin necesidad de que sea físicamente muy atractivo. La conciencia y la voluntad son los dos fuertes desde los que, reincidentemente, todos los defensores de la moral y la religión –incluso los más inteligentes, como Kierkegaard– se enfrentan a la amenaza diabólica del Don Juan. ¿Por qué no hacen mella en él? Porque la vida tiene una primacía ontológica, es más fundamental que esas dos fuerzas y lo que con ellas se puede dominar.

¿Dónde se ubica entonces el Don Juan de von Horváth? Ciertamente no en el camino de la redención moralista en el que algunos quieren verlo cuando afirman de él que "ahora [tras la guerra] sí valora la búsqueda del sentido y la plenitud de la persistencia en el Amor". Es fácil pensar eso a partir de la similar redención al final del Don Juan Tenorio. Demasiado fácil. Uno ha de preferir en ese caso –como lo hace Kierkegaard– las versiones en las que éste se condena irremisiblemente. Quizá incluso el mismo von Horváth partió de esa sencilla idea: que la guerra es capaz de reconducirlo hacia un amor “verdadero”; pero el resultado fue sin duda mucho más lejos y, en todo caso, en su final no vemos nada de eso.


En el final hay serenidad, sí, la serenidad de quien busca, pero no se le puede llamar "redención" porque ésta no consiste en un cambio, sino más bien en una mayor fidelidad consigo mismo. De modo que no hay ninguna persistencia del amor, sino todo lo contrario. Esa serenidad le llega a Don Juan cuando, en la cercanía cada vez más perentoria de la muerte, comprende y acepta por una última vez la finitud del amor, su carencia de sentido. Él es el "ganador" de la historia, pero lo es también ella, la mujer a la que sólo conocemos de oídas, y de esa manera indirecta lo es también el amor. ¿Cuál es entonces la diferencia si él sigue siendo el mismo? Es algo que Kierkegaard considera central en su camino de superación del donjuanismo y que aquí se muestra en cambio como un elemento ineficaz para ese fin pero relevante al fin y al cabo: la conciencia. Él, que es casi un instrumento de la naturaleza (sin el sentido peyorativo que le da a esto Kant, cf. Kritik der Urteilskraft, 13), frente al horror de la guerra y con la enfermedad mortal (no la de Kierkegaard) en su cuerpo, adquiere conciencia de sí. No una conciencia ética, ni tampoco un autoconocimiento como el socrático. Es simplemente conciencia de quien ha llegado a ser, como en la máxima de Píndaro (Píticas II). Si mantenemos los términos de Kierkegaard, aunque sin él, estaríamos hablando de un punto intermedio entre la inmediatez del goce estético y la mediación de la reflexión. Ese es el destino de Don Juan en esta maravillosa versión literaria. Ni todo el conocimiento humano ni el divino podrían asegurar un destino mejor en la vida o más allá de ella.


Esa es la tensión más elemental del ser humano, la que debe llevarlo a comprenderse y aceptarse dentro del absurdo de la existencia, sin refugiarse en la artificialidad de sentido alguno. No todo hombre está llamado a eso. Don Juan, sí. Colocarlo de cara a ello, como ante un espejo, es la burla máxima de la mujer que más lo amó (la que murió amándolo, sin resentimiento o sed de venganza). Por eso él, cuando finalmente llega a verla, la ve reir. Esta vez, magistralmente, la mujer (la vida a través de ella) ha burlado al Burlador. Lo ha hecho ver quien es, mas no para regenerarlo o redimirlo. No hay pecado original ni necesidad de un mesías. No hay arrepentimiento ni perdón. No hay tampoco esa especie de castigo sobrenatural que le llegaba al Don Juan a través del convidado de piedra. La vida –como nuestro autor– es mucho más sabia que eso. Kierkegaard apuesta porque la conciencia conduce necesariamente al estadio ético, pero eso sólo es necesario si se presupone que el estético es un modo de vida inauténtico del que es posible huir. Esta obra, en cambio, es más escéptica de lo que cree el espectador moralista. Para éste la guerra le da un sentido bien definido al amor y a la vida. Hasta podría decir que el amor fiel es el único sentido de la vida (y con ello coronarse como todo un doctor del cristianismo). Sin embargo, esa es sólo la máscara que necesita ese espectador que por dentro tirita de miedo, de pavor ante sí mismo – "temor y temblor", le llamará entonces sublimándolo. ¿Se debe elegir pues entre estética y ética? Ni lo uno ni lo otro: esa es la condición del Don Juan.

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