viernes, 30 de agosto de 2013

Rocío Tovar, ja ja. En defensa de la autonomía de la comedia

 
 
Hace poco más de un mes, el diario La República publicó una entrevista que tiempo después ha sido comentada en las redes sociales a raíz del texto de uno de los principales sacerdotes de estos medios. La entrevista la realizó Maritza Espinosa, periodista de espectáculos, a Rocío Tovar, directora de teatro ligero. Obsérvese, antes que nada, que calificar de ligeras a sus obras no es lo mismo que decir que sean estúpidas. Al menos, no necesariamente. A mí, por ejemplo, me gusta la música ligera italiana, con cantantes como Mina o Lucio Dalla. El punto es que no hay en la ligereza o levedad nada de malo, es un modo de relación afectiva con el mundo, con la vida y con uno mismo que es siempre necesaria y saludable. Bien entendida, esa ligereza nos hace quitarle peso a nuestras convicciones y a aquello que puede afectarnos más de la cuenta. Y es que, ante un mal objetivo como un dolor de cabeza, uno puede hacerlo aún peor con la propia actitud (desesperándose, por ejemplo). Por eso decía Da Ponte, con la música de Mozart como fondo, que es "Afortunado el hombre que toma las cosas por su lado bueno (...). Aquello que hace llorar a los demás, para él será causa de risa, y en medio de los torbellinos del mundo encontrará una calma agradable" (Cosi fan tutte, final).
 
Desde luego que esa ligereza, provocada mejor que nada por la comedia, implica cierta violencia, más notoria cuando la burla se dirige contra lo más sagrado, lo que está revestido con la mayor seriedad y solemnidad. Frente a ello hay dos reacciones fundadas en dos concepciones distintas de lo cómico. La menos habitual es la que acepta la burla y, en el mejor de los casos, la responde en los mismos términos. La habitual es la que teme a su poder desestabilizador ya que no le da la autonomía que posee en tanto representación exagerada -distorsionada- de la realidad, sino que, más bien, es subsumida por la seriedad que naturalmente se le da a esa realidad y se le juzga, al menos en lo que toca al tema de burla, desde parámetros solemnes que no admiten bromas sobre ello. Esta es una actitud marcadamente dogmática por dos razones:
 
1) Porque asume que los sentimientos de amor o respeto no permiten más que un estado de ánimo, que es la presuntamente profunda seriedad, con lo cual se confunden estados de conciencia distintos (el de la conciencia natural en que se basa nuestra percepción de la realidad y el de la conciencia estética en que se basa nuestra percepción artística y que no requiere ser "real" en el mismo sentido que la otra).
 
2) Porque se sedimentan más aún las convicciones en general del que pontifica en contra de la risa; éste pierde la perspectiva peculiar de la broma, pero pierde en el fondo toda perspectiva y absolutiza su percepción de la "realidad objetiva". En criollo y respecto a la comedia, como se dice, "no tiene correa".
 
La respuesta habitual es tal por la sencilla razón de que reconocer las neutralizaciones de nuestros estados de conciencia, y la autonomía del arte frente a la realidad, requiere de reflexividad, de volver sobre la propia conciencia; no es espontáneo como sí lo es en cambio absolutizar un determinado ámbito, es decir, caer en reduccionismos. Ahora bien, es preciso observar que, aunque la percepción que pone su objeto con los atributos de realidad y seriedad sea puesta de lado, entre paréntesis, minimizada precisamente en aras de resaltar la experiencia estética que aquí es la distorsión cómica, dicha percepción no está del todo ausente: hay cierta relación con la realidad (o con la seriedad) que se mantiene y es necesaria para el hecho mismo de que la distorsión cause gracia, de manera que es natural que la comedia extienda algo de su poder corrosivo a la realidad misma. Como dice Kierkegaard, con la agudeza que le caracteriza y que más bien les falta por todos lados a curas como Faverón y como Rey: "La seriedad mira a través de lo cómico, y cuanto más profundamente se alza desde abajo tanto mejor, pero no interviene. Naturalmente, no considera cómico lo que quiere en serio [e incluso una comedia ligera como la de Tovar quiere comunicar algo en serio], pero sí puede ver lo que de cómico hay en ello" (Estadios en el camino de la vida). Los curas, como bien sabemos, son miopes. Y ni siquiera los curas de verdad se han escandalizado por el modo como se presenta en la obra a su santa Isabel Flores de Oliva. Es que la Iglesia por su historia al menos sabe de las licencias cómicas de los carnavales. Nuestra ilustre "caviarada" nacional, en cambio, que lo único que tiene de izquierda es el peor dogmatismo estalinista, lo absolutiza todo.

Por esa misma relación con la seriedad, el común de la gente, incluso la más educada e intelectual, prefiere no someter lo más sagrado a la inseguridad que la comedia requiere y fomenta - que en nuestro tiempo es sobre todo ese poder destructivo de la eticidad que le elogiaba Hegel. Por esa eticidad resentida, una asociación de afroperuanos le envía cartas notariales al comediante Melcochita cuando hace chistes sobre negros, aduciendo que fomenta el racismo; esto es, que al darle la ligereza de la risa a un asunto que sólo puede ser serio y condenatorio, estaría legitimando dicho asunto en la realidad. Umberto Eco incorporó a la risa magistralmente como motor de sacros homicidios en El nombre de la rosa, novela en la que el venerable Jorge no acepta que un filósofo serio como Aristóteles pueda legitimar algo tan vulgar como la risa en un contexto culto. Por eso también un abogado organiza protestas con un pequeño grupo de fanáticos en contra del cómico Jorge Benavides por su rol de Paisana Jacinta, diciendo que fomenta un estereotipo racista. Y sin embargo, como si la Ilustración no hubiese pasado por ellos (no es casual que la novela de Eco se ambiente en la Edad Media tardía), estos moralistas no hacen sino pretender que la sociedad en conjunto se coloque, como ellos, en la situación natural de niños y esquizofrénicos que no distinguen entre realidad y ficción con la claridad y estabilidad con que lo hace el adulto normal; es decir, distinguiendo entre objetos de la imaginación validados por la percepción y por una objetivación intersubjetiva, y meros objetos de la imaginación que se validan por ella misma en un plano distinto (metafórico, representacional) y que no tienen por lo mismo una relación causal necesaria con la realidad. De modo que si se le da dicha necesidad causal a la relación entre realidad natural y representación artística (como hacen por otro lado nuestros solemnes artistas performativos que pretenden transformar el mundo con su arte moralista), lo que está mal allí no es la comedia en sí (o el comediante), sino el sujeto que juzga precipitada y confusamente.
 
La experiencia estética, es cierto, requiere de la indeterminación de esos límites entre realidad y ficción, de eso mismo se cogen las pretensiones de realismo virtual, por ejemplo; pero eso nunca se da totalmente porque en ese caso no podríamos leer La guerra de los mundos sin que nos entre un ataque de pánico o ver en el cine una película de guerra permaneciendo en nuestras butacas. Y cuando eso pasa juzgamos que el problema no es de la obra, sino de esos espectadores en particular. Es más, ese era precisamente el error de Platón cuando criticaba a los trágicos el que hicieran que la gente sufriera realmente por un dolor fingido e irreal como el del teatro (República), como si el público no tuviese conciencia alguna de esa irrealidad y no pudiese distinguirlas sin ayuda de la filosofía. No es ese el caso, al menos en condiciones adultas normales. De modo que, cuando los sumos pontífices de la intelectualidad virtual limeña censuren algo -serio o jocoso- calificándolo como estúpido, quizás deberían ver primero la viga del ojo propio y ver cómo ellos mismos están personificando y fomentando la estupidez y el espíritu dogmático que de cuando en cuando suelen llamar también "medieval". Allí donde ellos ven sólo una alternativa de progresismo moral e intelectual, a saber, la de callar o lapidar al comediante, allí es posible también, con un poco más de esfuerzo y de sensatez, y sin dejarse llevar por apasionamientos propios de los fanáticos que ellos mismos critican en otros contextos, allí es posible educar la percepción de la gente; no para que respondan bien cuando un periodista les pregunte quién fue el "Caballero de los mares", ni para que repitan como niños engreídos: "tengo derecho a..., tengo derecho a..., tengo derecho a...", sino para que sepan discernir críticamente entre perspectivas, contextos, valoraciones y sentidos disímiles.

 
Ahora bien, como la madre del cordero no es siquiera la obra misma de Tovar (Perú Ja Ja), no haré un comentario sobre la misma (en cierto modo basta que tenga éxito y mucha gente diga que se ríe mucho al verla), sino sobre la entrevista que apareció en La República. El fragmento más criticado fue el siguiente:
La visión de Alfonso Ugarte en la obra es bien irreverente, amanerada...
Lo presento como un huevón… Lo que pasa es que, en 1889, en Arica, Bolognesi es un general en retiro, y pide volver a actividad... Alfonso Ugarte tiene 20 años, es un chico muy adinerado (de allí viene lo de estúpido, cojudo, hijo de papá) y regala 44 caballos para la batalla, y eso le da título de coronel. Entonces, un señor retirado, que vuelve a la guerra, que ama la milicia, tiene conciencia de patria y que lucha con un tipo así al lado, es como Pinky y Cerebro, El tonto y el más tonto, dos de los Tres chiflados encima del morro….
Y entonces los moralistas salieron del confesionario al púlpito para, además de armar su rabieta, aleccionarnos sobre los valores heroicos de la terquedad y el suicidio. Qué duda cabe que lo más sagrado para el común de peruanos es su patriotismo. Si alguien no lo cree, puede escribir sobre la indigestión que le provoca la comida peruana y no quedará ni el polvo de él en el piso de Mistura. Sin embargo, va ciertamente más lejos pretender que una representación artística tenga que ajustarse a los estrechos márgenes de la realidad, de la corrección y del respeto. Recuerdo que una filósofa me decía una vez lo poco que toleraba que, en Amadeus, Milos Forman distorsionara las figuras y la relación histórica entre Mozart y Salieri (lo cual se debe al guión basado en la obra de Pushkin). La película salía, para ella, de lo históricamente aceptable y permitido en una representación que se presentaba como biográfica. Ese día, a decir verdad, la quise y aprecié filosóficamente un poco menos. El artista no tiene por qué dar cuenta de la realidad cuando distorsiona esa realidad en la que puede basarse. No tiene que ser profesor de historia o científico además de artista. Y el reflejo de eso en la conciencia se evidencia cuando uno puede enterarse que lo representado era mentira y, no por eso, la representación pierde su fuerza estética. Más bien eso es ser un buen poeta, pues su verdad (la verdad poética, diría Baumgarten, distinguiéndola de la verdad lógica) no es la misma que opera en la realidad natural y en su representación más fiel: la Historia. Tanto es así, que la Historia precisamente nace en Grecia en oposición al mito y las representaciones artísticas; entre ellas, la vulgar comedia.

Con la comedia la distorsión de la realidad es incluso mucho más evidente, por lo que resulta más torpe aun demandarle fidelidad histórica. Lo que también ha enervado a Faverón, Rey y Caballero es que, en la misma entrevista, Tovar haya dicho que lo suyo es una "clase magistral de historia". Ellos lo han interpretado del modo más simplista posible, esto es, sin humor; como si ella pretendiese que los datos pseudo-históricos de la comedia fuesen utilizados en la escuela como versión oficial, en lugar de que se refiera a que la distorsión del pasado en clave de risa puede dar a pensar nuestra situación presente. Historia en sentido crítico, le llamaba Nietzsche a eso. No se refería a la comedia, claro, sino a la propia historiografía, pero la relación crítica con el tiempo y sobre todo con la propia historicidad es lo que está detrás. En cambio, la noción de disciplina histórica que está a la base de los anti-cómicos, en este caso tanto de Faverón como de Rey, es la de una historia anticuaria, que sólo se preocupa por resguardar acríticamente el pasado, sacralizándolo, haciéndolo intocable. Lo mismo pasa con el comentario mediocre de González Viaña en La Primera. Dice: "Los autores de esta supuesta comedia señalan que la historia de nuestro país ha sido falsificada, y ellos supuestamente van a revelarnos toda la verdad", para luego corregir él todas las imprecisiones de la "supuesta comedia". ¿Por qué es supuesta? ¿Por tener datos falsos? Con ese argumento, muchas películas serían sólo "supuestas películas". Absurdo, así de absurdo es el moralismo exacerbado, y no por la comedia misma, sino por la anti-ilustración de tan cultos jueces. Tan sagaz es González Viaña que ni siquiera puede distinguir la ironía detrás de la mencionada frase de los productores de la obra. Es como si un niño creyese que el cuento de los tres chanchitos fuese real, con la diferencia que en el caso de un niño eso sólo puede despertar ternura; en el de estos jueces, sólo lástima.

Que la Batalla de Arica no fue en 1889, que Alfonso Ugarte no era un hijo de papá, que Bolognesi no era general, etc., etc. ¿Algo de eso afecta la risa que la obra puede causar? ¿Le importa realmente al espectador la precisión histórica de la comedia? Felizmente, ha habido espectadores de la obra que le han respondido a Faverón diciendo que no les importa nada de eso, que igual se rieron, se volverían a reír y punto. Incluso que se dan cuenta que las críticas serias de esa comedia tienen que ver con nuestra situación actual como país más que con lo que pasó hace más de un siglo. ¿No le causará a Faverón al menos un poco de escozor compartir en este asunto la misma tribuna condenatoria que Rafael Rey o Barba Caballero? Parece que sí, y por eso redacta otros textos donde quiere desligarse siendo cómico y sólo logra ser patético. (La diferencia entre lo primero y lo segundo ha sido analizada por Kierkegaard en la obra antes citada.)
 
Lo que quiero decir con todo esto es simple: como en todo, hay buenos y malos comediantes. Los buenos son profundos sin parecerlo, preparados, ingeniosos y sutilmente críticos; sobre todo, autocríticos, burlones de sí mismos. No sé si Rocío Tovar sea una buena comediante y bien podría no serlo sin que por eso deje yo de reiterar que no es en absoluto censurable que se burle cuanto quiera de nuestros héroes, toda vez que no tiene por qué representarlos como realmente fueron, y más aún si ello supone afectar el patrioterismo insulso y el hígado insano de Faverones y Reyes. Frente a críticos tan sesudos como estos, Stravinski tenía una única respuesta: "Tú respetas, pero yo amo".