viernes, 9 de julio de 2010

La estética moralizada



Estamos en la combi. Yo la abrazo porque me gusta hacerlo y creo que es bueno. Sube un promotor de conciencias naturistas, nos exhorta a vivir suprimiendo de nuestra alimentación los químicos. ¿Acaso no es "química" una lechuga?, me pregunto en silencio. Sé a qué se refiere, pero a veces me gusta joder a quienes usan mal el lenguaje. No lo hago esta vez porque tiene cara de fanático y me aburriría horrores explicarme o discutir con alguien así. (En realidad, siempre me aburren las polémicas – demasiada vanidad y banalidad para mi gusto.) Él continúa diciendo que no debemos fumar porque...

¡Suficiente! No quiero escucharlo más. ¿Quién se cree para decirnos lo que nos hace bien o no? Vuelvo entonces a ella (aunque nunca la he dejado), atraigo su rostro al mío, la beso y me olvido del sujeto ese, del chófer apurado, del cobrador ronco y de los pasajeros. Sólo nosotros dos, al menos por un momento. Cuando dejamos de besarnos, ella sonríe, me mira con cierta curiosidad y también me besa – lo que en su caso es una muy sutil manera de disponerme a sus preguntas: ¿Qué opinas de estas cosas? ¿Crees que su contacto con la naturaleza es honesto? ¿Me querrías igual si fuese vegetariana?

Sospecho que le gustan más mis frases lapidarias que mis reflexiones conciliadoras, porque insiste más en obtener las primeras. Algo debo decir; no vaya a ser que se le ocurra hacer una huelga de besos hasta que no le responda, y de ninguna manera estoy dispuesto a ponerme en esa situación. Entretanto, el "naturista" había dejado la perorata para, desde luego, ponerse a vender algo. Cuando pasa le digo amablemente que no. Cuando insiste le digo menos amablemente que no. Se va. Ella ríe y me besa en la mejilla a la vez. Le divierte mi molestia porque sin que hayamos conversado nunca de esto sabe bien qué es lo que pienso y lo que le voy a decir. Nos conocemos desde hace poco, pero sin duda ella me conoce lo suficiente. Si lo sabe, ¿por qué insiste entonces en preguntármelo? Ya ni siquiera pienso en la muy cruel posibilidad de la huelga de besos. Yo mismo me pregunto: "En serio, ¿qué dices de esto?".

Creo que hay otra cuestión en el trasfondo: ¿En qué se basa toda moralización de la estética? En el sentimiento de que si algo me gusta, entonces debe ser bueno. Por más argumento que se busque para sostenerla, esa asociación silogística siempre termina siendo lógicamente insostenible. A pesar de ello, no se trata sólo de una mala lógica, sino de una pulsión más elemental, un impulso sensible que nos quiere hacer sentirnos seguros, y, por ende, algo necesario frente a lo cual la filosofía debe saber manejarse; sobre todo una filosofía escéptica.

"Lo que me gusta es bueno", dice un epicúreo, y es bastante cómodo y sensato darle la razón. Pero aparece entonces en escena el estoico, que replica: "Lo que no me gusta también es bueno"; frase ante la cual los moralistas de siempre sonríen satisfechos. ¿Qué seremos nosotros? ¿Estoicos o epicúreos? A decir verdad, ni lo uno ni lo otro, mas no porque estén enteramente equivocados. El acierto de la Stoa (y así lo reconoce... quién más sino Kant) está en la separación entre sensibilidad y moralidad, hecha en el caso de Kant con el fin de no confundirlas dogmáticamente. El acierto del epicúreo está en la importancia que concede a lo sensible y en su cuestionamiento (así lo reconoce Nietzsche) de la existencia de una moralidad impoluta y desinteresada como la estoica o la kantiana. Ahora bien, nuestro fundamento sensible es siempre más fuerte quizá por el simple hecho de ser más inmediato.

Keith Haring, Sin título.
Nietzsche nos brinda un indicio oportuno. No porque no aceptemos para nosotros una moralidad como la estoica, la kantiana o incluso la schopenhaueriana (ascética), ni mucho menos la de los conservadores tradicionales, debemos aceptar sin más el sentimentalismo moral de los empiristas y pragmáticos de turno; según el cual, lo que nos agrada, lo que nos hace bien o nos es útil es por ello mismo bueno. Hay que reconocer sin embargo que esta es la sensibilidad predominante de nuestro tiempo. Lo peligroso de ella es su dogmatismo masivo, que es ciertamente mucho más atractivo que los típicos dogmatismos reaccionarios, y más peligroso también por su encubrimiento tras una banalidad biensonante y presuntamente progresista y comprometida, digna de un gurú mas no de un filósofo.

¿En qué piensas?, me dice ella para rescatarme de mis abstracciones. ¿En qué pienso? En que naturismo, yoga, vegetarianismo... todo eso no es más que el deseo de sentirnos bien y nada más que bien, sin cargo de conciencia alguno (lo que de ningún modo significa que hayamos así evitado lo "negativo") y, lo que es peor, con una capacidad crítica totalmente sacrificada. Pienso que naturismo, yoga, vegetarianismo, derechos animales... todo eso es cualquier cosa menos amor y aceptación cabal de la naturaleza. Es colocarse unas anteojeras frente a lo que no se quiere ver de la naturaleza humana. En esas circunstancias uno puede ciertamente dejar que el gusto mande (puesto que uno siempre ve lo que quiere ver), pero la razón -masoquista como ella sola- reclama su privilegio para determinar lo bueno y lo malo independientemente de lo que nos agrada.

La abrazo porque me gusta hacerlo. Ella se recuesta sobre mi pecho porque le gusta así abrigarse y sentirse protegida. ¿Lo que me gusta es bueno? No, no. Lo que me gusta, me gusta. Nada más.