En octubre de 1983 se realizó, bajo la moderación de César Hildebrandt, el segundo debate por la Alcaldía de Lima entre los cuatro candidatos que postulaban esa vez. Los dos con mayor proyección eran Alfonso Barrantes (Izquierda Unida) y Alfredo Barnechea (APRA). Este último, que postulaba por el más importante partido político del momento, creyó conveniente distanciarse de la imagen tradicional que tenían los políticos sentados a su lado, por lo que se definió como "no-político". Su error fue mayúsculo. Barrantes, con esa voz provinciana, pausada y afable que lo caracterizaba, le replicó que si el hombre es, como dice Aristóteles, un "animal político" por naturaleza, y Barnechea decía no ser político, entonces con qué se quedaba... El auditorio estalló en risas. Fue la manera más sutil, inteligente y elegante posible, propia de un caballero, de decirle que era un animal. De la picardía sana e inteligente de ese entonces a la hipermediatizada política del espectáculo calumnioso en el que se han convertido los debates municipales, algo nos ha estado pasando como sociedad política, algo que no parece traer nada bueno.
En 1967, el filósofo Guy Debord publicó un libro que desde entonces se ha vuelto un clásico del análisis sociológico y politológico: La sociedad del espectáculo. En él, Debord presenta al espectáculo como la "relación social entre la gente que es mediada por imágenes" y sostiene que "todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación". En otras palabras, creemos y decidimos según lo que los espectáculos de turno, omniabarcantes, nos mandan. Al tratarse de una relación, el espectáculo no es sino un artificio, que se convierte en un medio muy eficiente para la enajenación y la dominación política. Ese poder se debe por un lado a la importancia natural que tiene la estimulación estética, así como a la necesidad de diversión en medio de atmósferas asfixiantes; y, por el otro, al fetichismo que el bien llamado "capitalismo avanzado" ha trasladado de la mercancía a los medios de comunicación, para moverse impunemente en la realidad siempre y cuando sepan jugar sus cartas en el de las apariencias que ellos mismos crean y controlan. Fondo y forma.
En una columna reciente, Augusto Álvarez Rodrich se lamenta del nivel en el que han caido las aspiraciones municipales de ciertos candidatos con una "degradación de fondo y forma en la política peruana". Dice que más allá del término "guerra sucia", al que parece que nos vamos acostumbrando cada vez más con la resignación y desinterés que usualmente nos caracteriza, es una cuestión que afecta a la forma pero también al fondo de lo que es la política misma. Y tiene razón. Incluso el "dar la cara", si bien es mejor que el anonimato cobarde, no limpia mucho que digamos lo que con "guerra sucia" se implica: las ideas sacrificadas en aras de la diversión sádica. Aquello que el circo romano representó cada vez de modo más cruento y hastiante. Claro, mientras uno sólo se conciba como espectador... todo parece ir bien.
¿A qué puede deberse que la forma del espectáculo nos esté ocultando el fondo de la política? A que, en medio de la confusión generalizada en la que se sabe mover bien el capitalismo avanzado, hemos desatendido la función crítica (delimitadora) de nuestra razón. En concreto, esto quiere decir que con tanta postmodernidad nos hemos quedado desprovistos de criterios diferenciadores entre el ámbito del arte y el de la política; con la consecuencia de perder la bien ganada autonomía del arte, a la vez que se abren de par en par las puertas para la mentira como herramienta política.
En el arte, como en los sueños, sucede que no hay problema alguno en confundir lo real y lo imaginario, así como lo verdadero y lo falso. Es más, de esa ambigüedad y esa indistinción surge precisamente la riqueza de la experiencia artística. Por ello mismo decía Borges que en el arte toda ambigüedad es una riqueza (Pierre Menard, autor del Quijote). Sin embargo, esa es la prerrogativa del arte, que en nuestra vida cotidiana estamos absurdamente trasladando al terreno de la política. En ese sentido, la "espectacularización" de la política es el resultado de un olvido y un descuido nada inocentes. Nada inocentes porque tanto quienes lucran de ello como todos los demás sabemos que nos resulta más fácil asumir que "la política es así, qué se le va a hacer", En una sociedad como la nuestra, donde cada uno "baila con su pañuelo" y "aprende" que es mejor no quejarse ni plantear alternativas, esa actitud naturalista, fácil pero sumamente dañina, obtiene viada. A partir de ello la política se reduce a un juego de mentiras y desmentimientos poco o nada fructífero con miras al bien común. En ese contexto, la política sólo es vista desde la miseria de lo útil, y el artificio escandaloso y el miedo se vuelven aliados inmejorables de aquel político que, a final de cuentas, sólo busca su propio beneficio, su utilidad.
Esto es lo que hemos visto en las últimas semanas de la campaña de Lourdes Flores Nano, candidata del PPC, y en el debate televisado y ampliamente comentado por todos los medios en el que lanzó barro por doquier a la otra candidata, Susana Villarán. Se podría en principio pensar que se trataba sólo de falacias e interpretaciones tendenciosas de las propuestas de su oponente, lo que bien podría no ser causado por la indecencia sino por la estupidez, pero en realidad es más que eso: hay en sus palabras envenenadas mentiras y calumnias que quieren denodadamente sacar provecho con el infame Leitmotiv que hizo suyo Vladimiro Montesinos en la década pasada: "miente, miente que algo queda". Hasta hace unas semanas podía decirse que Lourdes Flores era una política decente y claramente opuesta a las prácticas montesinistas. Ahora, en cambio, el pez por la boca muere; sobre todo, si no sabe mentir.
Yo, francamente, hubiese preferido un debate entre Susana Villarán y Gonzalo Alegría. Creo que Lima se merecía algo de nivel político como lo que pudiese haber ofrecido ese encuentro. Lourdes Flores, en cambio, sin que sea sorprendente porque está actuando conforme a la lógica del capitalismo tardío, prefiere llevarnos al terreno del espectáculo. Lo lamentable es que, al menos al nivel de la prensa, lo logre tan fácilmente. No hay diario alguno que no haya comentado sus ataques o la indiferencia de Villarán, en lugar de analizar las propuestas mismas que hizo esta última al obviar los ladridos de la primera. Esas ganas de hacer de todo noticiario o reportaje un "peliculón" hollywoodense revelan algo enfermo en nuestros medios de comunicación pero también en nuestra sociedad que consume lo que esos medios producen y que genera así un perfecto círculo vicioso coronado por el hecho de que, con raras excepciones, como el diario La República (Revista "Domingo" del 26-9-2010), entre los medios de alcance nacional tal parece que Lima ha sido, es y seguirá siendo todo el Perú. Ya sólo les falta reducir la política al Jirón de la Unión.
Más allá de los evidentes intereses e ideologías políticas de los dueños de esos medios, que prácticamente editorializan toda noticia (y usualmente con una moralina acrítica, bastante dogmática), creo que se trata también de un profundo desinterés del buen capitalista por la política misma; es decir, por el bienestar común de la sociedad en la que se encuentra y a la que le debe hasta el lenguaje (por eso Aristóteles equiparaba política con lenguaje). No es la convivencia solidaria la que les interesa, no. En ese sentido, aunque sea contradictorio, muchas veces la prensa se permite obviar las propuestas de los candidatos. Por ejemplo, El Comercio ("El Dominical" del 19-9-2010) publicó todo un suplemento dedicado al descuido del tema medioambiental en los planes de los candidatos municipales de Lima. Así, sin más, metiendo a todos en la misma ignorancia supina, como si Susana Villarán no hubiese hecho de ese tema uno de sus principales carros de batalla, al punto que hasta su color político fuese por ello el verde limón. Así como se habla de una "huella ecológica", bien podríamos hablar de una "huella política": los medios de comunicación le hacen daño a la política, qué duda cabe, pero me da la impresión que nos acercamos peligrosamente a un punto sin retorno. Frente a eso, la libre publicación en la Internet y sus redes sociales constituyen cierto alivio, pero su fuerza no es (todavía) considerable. ¿Qué hacer entonces?
El panorama no es muy alentador, es cierto, pero creo que haríamos mal si pretendemos que el pensamiento gobierne de algún modo por sobre la técnica, el arte o la política. Estas son más inmediatas y ya están de regreso cuando el buho de Minerva recién alza el vuelo (Hegel). Todo filósofo acucioso sabe que la filosofía es necesariamente tardía. Aunque Platón pretendió que la dialéctica fuese como una inmensa garrocha, una que llegase justamente al nivel de las nubes para poder saltar por encima de todo y llegar al Origen desde el cual ordenarlo y dirigirlo todo, eso no fue más que un sueño dogmático del que nos terminó despertando Kant; una bonita visión, pero nada más. También lo fue la idea del compromiso coactante de la eticidad hegeliana heredada luego por Marx y por Sartre.
La filosofía (como el arte) no estuvo nunca hecha para gobernar, sino, en todo caso, como apunta Nietzsche, para quejarse por lo que encuentra (cf. Los filósofos preplatónicos). Es con esa queja como puede producir algún efecto, aunque meramente indirecto y subjetivo. En ese sentido (y por favor sólo en ése, porque también es necesario distinguirles), la filosofía no deja de ser arte: los filósofos somos otros poetas que no dicen la verdad. Lo que nos queda, entonces, es quejarnos de la mala manera que es la nuestra (es decir, sin notas diplomáticas), para unir lo que creemos que debe unirse y separar lo que debe estar separado, para hacer evidente la complejidad de aquello que quiere simplificarse grosera y fácilmente con una careta bonita y feliz (nuestro impulso trágico), y así como quería Platón (Apología), seguir haciendo de tábanos en nuestra polis; y así como quería Nietzsche de sí mismo, poder quizá en manos de nuestros lectores ser dinamita. Así se conjugan arte y política, sin confundirlas.
En 1967, el filósofo Guy Debord publicó un libro que desde entonces se ha vuelto un clásico del análisis sociológico y politológico: La sociedad del espectáculo. En él, Debord presenta al espectáculo como la "relación social entre la gente que es mediada por imágenes" y sostiene que "todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación". En otras palabras, creemos y decidimos según lo que los espectáculos de turno, omniabarcantes, nos mandan. Al tratarse de una relación, el espectáculo no es sino un artificio, que se convierte en un medio muy eficiente para la enajenación y la dominación política. Ese poder se debe por un lado a la importancia natural que tiene la estimulación estética, así como a la necesidad de diversión en medio de atmósferas asfixiantes; y, por el otro, al fetichismo que el bien llamado "capitalismo avanzado" ha trasladado de la mercancía a los medios de comunicación, para moverse impunemente en la realidad siempre y cuando sepan jugar sus cartas en el de las apariencias que ellos mismos crean y controlan. Fondo y forma.
En una columna reciente, Augusto Álvarez Rodrich se lamenta del nivel en el que han caido las aspiraciones municipales de ciertos candidatos con una "degradación de fondo y forma en la política peruana". Dice que más allá del término "guerra sucia", al que parece que nos vamos acostumbrando cada vez más con la resignación y desinterés que usualmente nos caracteriza, es una cuestión que afecta a la forma pero también al fondo de lo que es la política misma. Y tiene razón. Incluso el "dar la cara", si bien es mejor que el anonimato cobarde, no limpia mucho que digamos lo que con "guerra sucia" se implica: las ideas sacrificadas en aras de la diversión sádica. Aquello que el circo romano representó cada vez de modo más cruento y hastiante. Claro, mientras uno sólo se conciba como espectador... todo parece ir bien.
¿A qué puede deberse que la forma del espectáculo nos esté ocultando el fondo de la política? A que, en medio de la confusión generalizada en la que se sabe mover bien el capitalismo avanzado, hemos desatendido la función crítica (delimitadora) de nuestra razón. En concreto, esto quiere decir que con tanta postmodernidad nos hemos quedado desprovistos de criterios diferenciadores entre el ámbito del arte y el de la política; con la consecuencia de perder la bien ganada autonomía del arte, a la vez que se abren de par en par las puertas para la mentira como herramienta política.
En el arte, como en los sueños, sucede que no hay problema alguno en confundir lo real y lo imaginario, así como lo verdadero y lo falso. Es más, de esa ambigüedad y esa indistinción surge precisamente la riqueza de la experiencia artística. Por ello mismo decía Borges que en el arte toda ambigüedad es una riqueza (Pierre Menard, autor del Quijote). Sin embargo, esa es la prerrogativa del arte, que en nuestra vida cotidiana estamos absurdamente trasladando al terreno de la política. En ese sentido, la "espectacularización" de la política es el resultado de un olvido y un descuido nada inocentes. Nada inocentes porque tanto quienes lucran de ello como todos los demás sabemos que nos resulta más fácil asumir que "la política es así, qué se le va a hacer", En una sociedad como la nuestra, donde cada uno "baila con su pañuelo" y "aprende" que es mejor no quejarse ni plantear alternativas, esa actitud naturalista, fácil pero sumamente dañina, obtiene viada. A partir de ello la política se reduce a un juego de mentiras y desmentimientos poco o nada fructífero con miras al bien común. En ese contexto, la política sólo es vista desde la miseria de lo útil, y el artificio escandaloso y el miedo se vuelven aliados inmejorables de aquel político que, a final de cuentas, sólo busca su propio beneficio, su utilidad.
Esto es lo que hemos visto en las últimas semanas de la campaña de Lourdes Flores Nano, candidata del PPC, y en el debate televisado y ampliamente comentado por todos los medios en el que lanzó barro por doquier a la otra candidata, Susana Villarán. Se podría en principio pensar que se trataba sólo de falacias e interpretaciones tendenciosas de las propuestas de su oponente, lo que bien podría no ser causado por la indecencia sino por la estupidez, pero en realidad es más que eso: hay en sus palabras envenenadas mentiras y calumnias que quieren denodadamente sacar provecho con el infame Leitmotiv que hizo suyo Vladimiro Montesinos en la década pasada: "miente, miente que algo queda". Hasta hace unas semanas podía decirse que Lourdes Flores era una política decente y claramente opuesta a las prácticas montesinistas. Ahora, en cambio, el pez por la boca muere; sobre todo, si no sabe mentir.
Yo, francamente, hubiese preferido un debate entre Susana Villarán y Gonzalo Alegría. Creo que Lima se merecía algo de nivel político como lo que pudiese haber ofrecido ese encuentro. Lourdes Flores, en cambio, sin que sea sorprendente porque está actuando conforme a la lógica del capitalismo tardío, prefiere llevarnos al terreno del espectáculo. Lo lamentable es que, al menos al nivel de la prensa, lo logre tan fácilmente. No hay diario alguno que no haya comentado sus ataques o la indiferencia de Villarán, en lugar de analizar las propuestas mismas que hizo esta última al obviar los ladridos de la primera. Esas ganas de hacer de todo noticiario o reportaje un "peliculón" hollywoodense revelan algo enfermo en nuestros medios de comunicación pero también en nuestra sociedad que consume lo que esos medios producen y que genera así un perfecto círculo vicioso coronado por el hecho de que, con raras excepciones, como el diario La República (Revista "Domingo" del 26-9-2010), entre los medios de alcance nacional tal parece que Lima ha sido, es y seguirá siendo todo el Perú. Ya sólo les falta reducir la política al Jirón de la Unión.
Más allá de los evidentes intereses e ideologías políticas de los dueños de esos medios, que prácticamente editorializan toda noticia (y usualmente con una moralina acrítica, bastante dogmática), creo que se trata también de un profundo desinterés del buen capitalista por la política misma; es decir, por el bienestar común de la sociedad en la que se encuentra y a la que le debe hasta el lenguaje (por eso Aristóteles equiparaba política con lenguaje). No es la convivencia solidaria la que les interesa, no. En ese sentido, aunque sea contradictorio, muchas veces la prensa se permite obviar las propuestas de los candidatos. Por ejemplo, El Comercio ("El Dominical" del 19-9-2010) publicó todo un suplemento dedicado al descuido del tema medioambiental en los planes de los candidatos municipales de Lima. Así, sin más, metiendo a todos en la misma ignorancia supina, como si Susana Villarán no hubiese hecho de ese tema uno de sus principales carros de batalla, al punto que hasta su color político fuese por ello el verde limón. Así como se habla de una "huella ecológica", bien podríamos hablar de una "huella política": los medios de comunicación le hacen daño a la política, qué duda cabe, pero me da la impresión que nos acercamos peligrosamente a un punto sin retorno. Frente a eso, la libre publicación en la Internet y sus redes sociales constituyen cierto alivio, pero su fuerza no es (todavía) considerable. ¿Qué hacer entonces?
El panorama no es muy alentador, es cierto, pero creo que haríamos mal si pretendemos que el pensamiento gobierne de algún modo por sobre la técnica, el arte o la política. Estas son más inmediatas y ya están de regreso cuando el buho de Minerva recién alza el vuelo (Hegel). Todo filósofo acucioso sabe que la filosofía es necesariamente tardía. Aunque Platón pretendió que la dialéctica fuese como una inmensa garrocha, una que llegase justamente al nivel de las nubes para poder saltar por encima de todo y llegar al Origen desde el cual ordenarlo y dirigirlo todo, eso no fue más que un sueño dogmático del que nos terminó despertando Kant; una bonita visión, pero nada más. También lo fue la idea del compromiso coactante de la eticidad hegeliana heredada luego por Marx y por Sartre.
La filosofía (como el arte) no estuvo nunca hecha para gobernar, sino, en todo caso, como apunta Nietzsche, para quejarse por lo que encuentra (cf. Los filósofos preplatónicos). Es con esa queja como puede producir algún efecto, aunque meramente indirecto y subjetivo. En ese sentido (y por favor sólo en ése, porque también es necesario distinguirles), la filosofía no deja de ser arte: los filósofos somos otros poetas que no dicen la verdad. Lo que nos queda, entonces, es quejarnos de la mala manera que es la nuestra (es decir, sin notas diplomáticas), para unir lo que creemos que debe unirse y separar lo que debe estar separado, para hacer evidente la complejidad de aquello que quiere simplificarse grosera y fácilmente con una careta bonita y feliz (nuestro impulso trágico), y así como quería Platón (Apología), seguir haciendo de tábanos en nuestra polis; y así como quería Nietzsche de sí mismo, poder quizá en manos de nuestros lectores ser dinamita. Así se conjugan arte y política, sin confundirlas.