Don Juan es un hombre sensible por naturaleza. De manera que el mito le cae como anillo al dedo a von Horváth, que quiere representar en su obra el terror sensible que produce una guerra. El Don Juan que regresa de ella está sumido en el desconcierto. Es a la vez el desconcierto y la angustia de Europa entera, que no sabe a dónde dirigirse. En ese contexto es plenamente verosímil que Don Juan desespere – sus sentidos desesperan ante el espectáculo de heridos y muertos, de odios irracionales (pues él tampoco es irracional), de temeridades absurdas, de no menos absurdos actos compasivos… Y todo ello sin poderse cobijar en mujer alguna. Sin poder escuchar más música que la de balas y cañones. Es entonces que apela a la memoria. Él, que es el hombre menos proclive a guardar recuerdos, sean buenos o malos, recuerda sin saber muy bien por qué a una mujer, a una sola mujer, aquella que esperaba casarse con él, que decía amarlo “sin límites” y que quería por eso limitarlo con el matrimonio. Él la abandonó entonces, porque su libertad pesaba más, al punto que el enrolamiento en el ejército parecía demandarle un compromiso menos asfixiante. Él no suele recordar lo malo porque entonces se resentiría contra la vida y su naturaleza no se lo permite. Tampoco suele recordar lo bueno porque sabe que la felicidad es siempre provisoria. Pero lo cierto es que la recuerda a ella, de un modo extraño, inexplicable, e incluso sin recordar detalles, de los cuales el más significativo es el olvido de su rostro.
No es simple memorismo lo que le invade; es la presencia ineludible de ella, tan abstracta que es la más concreta de todas. No recuerda su rostro sino hacia el final, cuando concluye su camino de retorno y finalmente llega a “verla” y a “dialogar” con ella. Eso es bastante relevante pero en un sentido que, una vez más, va más allá de la moral. No se trata de ver el rostro del otro como una declinación del egoísmo ante la alteridad. ¡No! Don Juan no puede entender el moralismo de un Buber o un Levinas (sólo una moral como la judía pudo engendrar tanta conciencia hegeliana de la alteridad y endurecer al mismo tiempo su sectarismo de pueblo elegido). Tampoco entiende Don Juan de “egoísmos”. Conciencia y voluntad… Si hay algo de voluntad individual en él, es sólo para no negar las fuerzas de la vida.
¿Por qué entonces Don Juan no ve el rostro de las mujeres que dice amar? ¿Tiene acaso tal “ceguera” una explicación estética en lugar de una ética? En realidad, sí la tiene, y es la misma por la cual nosotros, como espectadores, no vemos tampoco los rostros auténticos de las actrices o del Don Juan que regresa de la guerra. O por la cual los vemos, en cierto momento, enteramente cubiertos, como en los cuadros de Magritte. Si recordamos por qué los griegos utilizaban máscaras en su teatro, siendo perfectamente conscientes de la falsedad de las mismas, comprenderemos mejor el uso sobresaliente que hace von Horváth, como los mejores artistas del expresionismo, de esos rostros grotescamente maquillados, así como también de las voces exageradas. Si las interpretaciones teatrales de la mayoría de nuestros actrices y actores nacionales suelen ser sobreactuadas, en esta ocasión eso se adapta muy bien a las características expresionistas de la obra y de la puesta en escena. El contexto de la guerra le da incluso un mayor