En el número de enero de 2009 de la revista City Journal, dedicada a la administración urbana, se ha publicado una curiosa noticia: los Hooligans le "temen" a Bach.
Theodore Dalrymple, el médico firmante de la nota, cuenta que en Rotherham, un poblado dentro de South Yorkshire, a los propietarios de algunas tiendas se les ocurrió que la música de Bach podía evitar que los jóvenes pertenecientes a esa pandilla se concentraran fuera de sus negocios, intimidando y robando a sus clientes. Lo curioso del asunto es que, efectivamente, la música del genio del barroco logró ahuyentar a los Hooligans de los alrededores. "Ellos escapan al modo como el conde Drácula escapaba ante el agua bendita, las flores de ajo y el crucifijo", escribe el autor.
Antes de Bach, los propietarios habían logrado el mismo efecto con un agudo generador de ruido de mosquito especialmente diseñado para que sólo lo detectaran los menores de 20 años, pero al poco tiempo abandonaron el avanzado método por temor a que dañase los oidos de los jóvenes y que se considerase una violación de sus derechos, llevando a posibles pedidos de indemnización. Ciertamente, se trataba de una técnica infortunada.
Lo que me resulta especialmente curioso -y placentero, debo confesar- es cómo esta noticia confirma de un modo tan simple aquella observación de Kant sobre la falta de urbanidad de la música: ésta puede resultar verdaderamente molesta, siendo la más invasiva de las artes, si no se le desea escuchar. Aunque, en este caso, esa "falta de urbanidad" sea más bien usada en provecho de la urbanidad misma. La decisión tomada por los Hooligans revela exactamente eso: antes que seguir robando al costo de soportar esa vieja música barroca, prefieren simplemente ya no ir más por allá.
El mismo autor de la nota, el señor Dalrymple, reseña otro ejemplo que es quizá más claro para nosotros. Resulta que el sinólogo belga Simon Leys, en su reciente libro, Le bonheur des petits poissons, cuenta haber estado sentado en un café donde otros clientes estaban charlando, jugando a las cartas y tomando unas copas. La radio estaba sintonizada en una emisora que sólo transmitía charla ociosa y música popular banal, pero, de repente y sin motivo aparente, empezó a sonar el primer movimiento del Quinteto de clarinete de Mozart. Leys cuenta que la cafetería se transformó -como tenía que ser con la música del maestro- en la "antesala del paraíso". Los clientes dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Por un momento daba la impresión de que realmente apreciaban las formas musicales de la genialidad, aunque se les notaba algo angustiados. Entonces, uno de ellos se levantó, fue a la radio y cambió de estación, tras lo cual se restauró la charla ociosa y la música banal. Según Leys, hubo un consenso general de alivio, como si todo el mundo considerase que la belleza y el refinamiento de Mozart fuesen un reproche a sus vidas, al que sólo podían responder con la supresión de su música. ¿No sucede lo mismo cuando estamos concentrados trabajando y la música que suena nos llama demasiado la atención como para seguirlo haciendo? Algo similar le pasaría a estos Hooligans.
Coherentemente, Dalrymple afirma que simpatiza con los jóvenes criminales de Rotherham por reaccionar a Bach de ese modo: "cualquier otra respuesta sería demasiado insoportablemente dolorosa para ellos", escribe. Yo no podría estar más de acuerdo – qué sentido podría tener "maltratar" así los propios oidos. Al fin y al cabo, cada quien sabe qué musica tolera y qué música no. La pregunta es si en medios urbanos como el de Lima, que se han hecho especialmente resistentes a todo tipo de agresiones sonoras, visuales y demás, tendría una medida así el mismo efecto. Por el momento, antes que eso, nos queda tan sólo envidiar que en otros lugares se practiquen las políticas urbanas y policiales con más astucia y buen gusto.
Este post va dedicado a mi sobrino Sebastián, admirador de Mozart, por su onomástico.