martes, 5 de mayo de 2009

The Sceptics just wanna have fun... Sexto Empírico contra el idealismo musical (o "¡Pitágoras, deja en paz a los borrachos!")


Sextus Empiricus
En términos generales, hay que esperar hasta la modernidad -en cierto sentido hasta el empirismo, en otro hasta Kant, y sobre todo hasta Schopenhauer y Nietzsche- para encontrarse con un desarrollo de la autonomía y preponderancia de la música en tanto expresión, contra toda idealización dogmática de la misma, ya sea para considerarla valiosa por no ser sólo divertimento sino además conocimiento (gnosis), y estar entonces al servicio de éste, o sea para desacreditarla por su inutilidad a partir de desacreditar los presupuestos idealistas (que es el error en el que caen los empiristas). Y sin embargo, hay una voz solitaria que anticipa notablemente esta crítica del idealismo musical en Grecia. Se trata de Sexto Empírico, escéptico pirrónico que, dentro de su refutación del dogmatismo de los matemáticos, dedicó un libro contra los músicos, entendiendo por estos a quienes, como los gramáticos, le dan certeza objetiva a sus indagaciones sobre "la melodía, las notas, la creación de ritmos y cosas parecidas".

El núcleo de la crítica escéptica está en la contraposición de posiciones dogmáticas, mostrando el igual valor de ambas y por consiguiente la aporía (falta de camino), para luego suspender el juicio (hacer epoché) sobre aquellas cuestiones que no pueden ser definidas objetivamente y que dichas posiciones tienen como presupuestos. En el caso de la música, Sexto Empírico empieza por distinguir tres sentidos del término mousiké: el primero es de la ciencia armónica antes mencionada, el segundo es el de la práctica musical misma, y el tercero es el de toda inspiración proveniente de las Musas. Al tercero lo descalifica en una línea por ser un uso común pero excesivo. Al segundo lo deja intacto - y es mi interpretación que justamente porque trata de protegerlo de los otros dos. Y el primero es el que representa las dos posiciones dogmáticas que, según él, se puede tener sobre la música.

La primera posición dogmática es la de Pitágoras y Platón, que caracteriza en estos términos:
(...) Vayamos por orden y comencemos en primer lugar con las afirmaciones que la mayoría acostumbra repetir en defensa de la música. Y bien, si hemos aceptado la filosofía –dicen– como una moderadora de la vida humana y calmante de las afecciones del espíritu, con mucha más razón aceptaremos la música, que dictándonos sus órdenes no por la fuerza sino con ayuda de cierta seducción persuasiva consigue los mismo resultados que la filosofía. Y así Pitágoras, observando en cierta ocasión a unos muchachos en estado de báquica exaltación a causa de la ebriedad y que en nada se diferenciaban de los locos, aconsejó al clarinetista que les acompañaba en el festejo que les tocara la melodía de las libaciones; y cuando éste hizo lo que le mandaba los muchachos cambiaron repentinamente y adoptaron un aire tranquilo, como si hubieran estado sobrios desde el principio. Y los espartanos, hegemónicos en Grecia y célebres por su valentía, hacían siempre la guerra a las órdenes de la música. Y quienes siguieron los consejos de Solón formaban sus filas al son del clarinete y de la lira, haciendo rítmicos los movimientos de armas.

(...) Y los que han descollado en filosofía, por ejemplo Platón, dicen que el sabio es parecido al músico porque tiene su alma «en armonía».

(...) Y si la poesía es de utilidad para la vida y resulta que la música la adorna aportando melodías y haciéndola susceptible de ser cantada, la música resultará ser de utilidad. (...) Y en general la música no sólo es fuente de placer, sino que también se escucha en los himnos, en las festividades y en los sacrificios a los dioses; y por ello despierta en el espíritu el celo por el bien.
La réplica del escéptico no es menos elocuente:
(...) a ello se replica en primer lugar que no se puede conceder de antemano que algunas melodías tengan por naturaleza el efecto de exaltar el alma y otras de calmarla, pues es nuestra opinión las que las convierte en tales. En efecto, así como el ruido del trueno, según dicen los epicúreos, no señala la aparición de dios alguno –aunque tal es lo que suponen los ignorantes y supersticiosos–, puesto que un ruido similar se produce cuando otros cuerpos entrechocan de igual manera, como la rueda del molino cuando gira o las manos al aplaudir ruidosamente, del mismo modo las melodías musicales no son por naturaleza tales o cuales, sino que somos nosotros los que las suponemos así o asá. Y en efecto una misma melodía excita a los caballos pero en absoluto a las personas que la escuchan en el teatro; y quizá a los caballos más que excitarlos lo que consigue es perturbarlos.

Además, aún en el caso de que las melodías musicales sean como se supone, no por ello ha de ser la música de utilidad en la vida. Y es que la música no apacigua el espíritu porque tenga una facultad moderadora [en sí misma], sino porque tiene la de distraer; por lo cual, una vez que tales melodías se han acallado, el espíritu, que no ha sido curado por ellas, retorna de nuevo a su disposición original. Y así como el sueño o el vino no extirpan la aflicción sino que la suspenden momentáneamente, produciendo somnolencia, relajación y olvido, del mismo modo una cierta melodía no calma el alma afligida o el espíritu agitado por la cólera sino que en el mejor de los casos los distrae. Y en cuanto a Pitágoras, en primer lugar era un necio por pretender moderar a gentes ebrias en el momento inoportuno, en vez de irse por donde había venido; además, corrigiendo de esa forma está reconociendo que los clarinetistas tienen más poder que los filósofos para la mejora de las costumbres. Y el hecho de que los espartanos hagan la guerra al son de clarinetes y flautas es una prueba de lo que hemos dicho hace poco, pero no de que la música sea de utilidad para la vida. Y así como los que llevan fardos pesados, reman o ejecutan algún otro trabajo fatigoso se marcan el compás para distraer su mente del sufrimiento que les causa la tarea, del mismo modo quienes se sirven de clarinetes o trompetas en las batallas no han recurrido a ello porque la melodía tenga cierto efecto excitante en el espíritu y produzca un coraje varonil, sino por afán de distraerse a sí mismos de la ansiedad y la turbación, sobre todo cuando algunos bárbaros van a la guerra haciendo sonar conchas a modo de trompetas y tocando tambores; pero nada de esto les incita a la valentía.

(...) Y desde luego aunque Platón admitió la música, tampoco por ello hay que decir que contribuya a la felicidad, puesto que gentes que merecen una confianza no inferior, como Epicuro, han negado tal pretensión, diciendo por el contrario que la música es inconveniente y “perezosa, aficionada al vino, negligente con los bienes”.
Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención aquí es que el fin de la música para el escéptico es clara e indiscutiblemente el divertimento (piénsese en la misma concepción por parte de Kant -el goce estético- y de Kierkegaard -el placer sensual-), alejarnos del dolor y del aburrimiento (piénsese en Schopenhauer) y de todo aquello que nos aleja del goce vital (piénsese en Nietzsche).

Lo segundo, más allá de las acrobacias de Platón y del sobrio importunismo de Pitágoras, es que, en general, estas defensas idealistas de la música como ciencia terminan afectando o por lo menos descuidando a la práctica musical misma, como lo demuestra precisamente la oposición de la otra postura dogmática, la que Sexto identifica con Epicuro y su escuela, que al oponerse en su sensismo a los principios matemáticos de los primeros terminan por desacreditar a la música toda, como si no fuese posible separarla de los presupuestos que se le quiere imputar, y cayendo a final de cuentas en el mismo error. Frente a ellos, la postura escéptica suspende el juicio, porque nada hay que sea más innecesariamente conflictivo, antivitalista y tedioso (contrario al fin de la música) que hacérselas a favor o en contra de un noumeno musical.

Sexto Empírico, “Contra los músicos”, en: Contra los profesores, trad. de Jorge Bergua, Madrid: Gredos, 1997, pp. 225-233.

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