miércoles, 25 de junio de 2014

Música en fiesta (elogio escéptico del goce y tres recomendaciones musicales de lo que va del año)


Robert Doisneau, Un músico bajo la lluvia (París, 1957, con Maurice Baquet)
"Si haces fotografía, no hables, no escribas, no te analices, no contestes preguntas, concéntrate. (...) Sugerir es crear, describir es destruir" Robert Doisneau (1912-1994)

El pasado 21 de junio se celebró en muchos lugares el carácter festivo de la música, su capacidad para hacernos gozar, para entretenernos. Ese carácter, bien entendido, no admite ser reducido al mero pasatiempo ni al simple espectáculo, pero tampoco tiene por qué ser rechazado en aras de una verdad solemne a la que, aparentemente, sólo pueden acceder ciertos profesores de música (o de filosofía). Aquél que ama la música (y la filosofía) tiene siempre la tentación pitagórica de atribuir, a aquello que es objeto de su goce subjetivo, una condición objetiva exagerada. Desde un punto de vista filosófico, aceptar a la música fundamentalmente como goce o divertimento parece poca cosa. Schelling se molesta con Kant por afirmar algo así. Por eso se le sublima, se le quiere inscribir en una forma causal determinada y se le llama: musica mundana, música del cosmos. Se cree que la música y la vida bien pueden ser representadas por un número. Sin embargo, para el sentimiento, una cosa es la música y otra cosa bien distinta es la astronomía o la geofísica. Uno puede divertirse observando cómo coinciden las matemáticas de una con las de la otra, pero, en el fondo, todo eso es aburrido y superficial a comparación de lo que hace la música con nosotros.
 
Otros profesores ven a los primeros, acertadamente, como demasiado abstractos; pero, en contra de la música empírica, terminan proponiendo una cura que, como dice la canción, "resulta más mala que la enfermedad". Son menos idealistas, quizás, pero su materialismo es tanto más aburrido y, además, prepotente. Si la música te divierte, es mala: tienes que silbar dodecafónicamente. Si una música no te vuelve el crítico y conscientísimo salvador de la humanidad, entonces ¡claro que es mala!: sólo puedes hacer o escuchar la música que te "libere" como ellos dicen que debes. Y así... mucho pitagorismo, mucho platonismo, mucho hegelianismo persiste en estos profesores. Les molesta la inmanencia de los fenómenos, les asusta la autonomía del gusto: la música empírica es una peligrosa apariencia que debe corresponder piadosamente a la "música" de la realidad, que ya no es cósmica, sino económico-política (la jerga de la "industria cultural"). De un modo u otro, todos estos hombres decentes que sólo tratan cosas importantes, dignas de su inteligencia, no se "limitan" a gozar de la música porque el goce es por esencia algo bajo y ella, en cambio, es lo más elevado; tan elevado que necesita estar orientada hacia un fin que... ¿no sería en ese caso algo más elevado que la música? Esa es la contradicción del wagneriano, diagnosticada por Nietzsche (Cf. Nietzsche contra Wagner): dice que la música es lo que más le importa, pero la termina colocando al servicio del teatro y de... nada menos que de lo menos musical: la Idea.
 
El escéptico, en cambio, no quiere enseñarle a nadie. Puede ser su limitación, pero es también su ventaja. Entre la vida y la filosofía, preferirá, sin dudarlo, la vida, con todas sus grandezas y sus miserias, con cada una de sus consonancias y sus disonancias. Y por eso no tiene realmente nada que teorizar sobre la música. La música es para él como la vida misma; es decir, como afirmaba Schopenhauer, "dice tanto al corazón, mientras que a la cabeza, directamente, no tiene nada que decirle" (Parerga y paralipómena, cap. 19, 218). El escéptico quiere escuchar a Marsias o, si los dioses le son propicios, ser un Marsias él mismo, lúdico y feliz tocando su flauta, aunque la Ninfa le sea esquiva o prefiera a Orfeo. ¿Para qué teorizar sobre la música si se puede crearla o contemplarla? Hay, en realidad, una única razón: para defender su vitalidad, precisamente, de aquellos profesores (piénsese en el Contra los profesores de Sexto Empírico, en el que se incluye su "Contra músicos", donde argumenta contra las doctrinas musicales de Pitágoras, Platón y Aristóteles) que matan porque fijan, disecan con sus certezas y sus sistemas. No, querido Platón, tu dialéctica no es la verdadera melodía. Felizmente, ni siquiera en Siracusa pudiste prohibir las flautas.
 
¿Por qué la música no podría tener como fin distraernos? Que ella nos distraiga no significa que necesariamente nos vuelva presas de engaño ideológico (ese riesgo también está en el concepto), ni que se le rebaje a un mero relleno temporal, sino que nos permite poner en suspenso lo que nos impide volver a conectarnos con el mundo. Por eso hay que proteger a la música. Porque aun hoy, cuando el arte parece impotente en el mundo, puede sin embargo salvarnos. Schopenhauer, enemigo declarado de toda "música descriptiva que, por eso, de una vez por todas, es despreciable; aunque el mismo Haydn y Beethoven equivocadamente hayan seguido este camino" (idem.), bien sabía que reducir la música al agrado (en su caso, el de la voluntad de vivir) puede generar escándalo, sobre todo entre músicos profesionales. Por ello afirmaba que "para calmar tales recelos puede servir el siguiente pasaje de los Vedas: 'Y ese estado de deleite, que es una especie de encantamiento, es llamado el más elevado Atman porque, en cualquier parte que exista un gozo, será una partícula de ese gozo' (Oupnekhat, vol. I, p. 405 y vol. II, p. 215)" (El mundo como voluntad y representación, vol. II, cap. 39).
 
Como hay que ser consecuente, no puedo no darle lugar aquí a la música. Quiero por ello recomendar algunos discos aparecidos en lo que va de este año y que han producido en mí precisamente ese gozo del que todo otro gozo es sólo una partícula.
 
Empiezo por un tema que da nombre a uno de los discos a los que más estoy volviendo en estos días.
 


 
La banda: The Family Crest, conformada por músicos que han sabido aprovechar su formación clásica (el vocalista en ópera) y en jazz para hacer la música que disfrutan hacer. Eso definitivamente se nota. Un sonido como de buque es sólo el preámbulo para un tema que cobra rápidamente fuerza épica y que asume el riesgo de no dar reposo a lo largo de los más de seis minutos en que la sostiene. Toda la tosca ansiedad de un cello clásico, la melódica agresividad del violín, el coro en el límite entre la súplica y el grito de guerra, una percusión sin tregua, la contrastante dulzura en la flauta, una voz con un gran timbre y una gran potencia, una letra que dice y calla en la justa medida, el falso final, la calma de los últimos versos (resignados quizás a la caída provocada por el amor)... Todo es preciso. The Family Crest se formó en el 2009 en San Francisco. La lideran Liam McCormick (voz principal y guitarra) y John Seeterlin (bajo). Su formación habitual es de siete miembros, pero para este disco decidieron reunir a 400 músicos y cantantes, entre amigos, estudiantes de conservatorio y gente que sólo canta en sus duchas. McCormick ha dicho: "A nosotros siempre nos ha gustado hacer música con la gente (...). Se volvió mucho acerca de dar a estas personas una oportunidad para que ellas mismas se expresaran sin estar encerradas en un compromiso". ¿No es precisamente eso de lo que trata el arte? The Family Crest llevan el folk, que se deja sentir en toda su pureza en los momentos de contenida menor intensidad del disco (como en "I Am the Winter"), a la grandiosidad y la exuberancia. No era una apuesta fácil, porque podrían así haber perdido peso, pero afortunadamente no es el caso, gracias a la cuidadosa orquestación que incluye flauta dulce, corno francés, fagot y otros muchos instrumentos. Una ruleta rusa con belleza y emoción: eso han logrado con este disco The Family Crest y su "extended family" de 400 personas.
 

The Family Crest, Beneath the Brine (Tender Loving Empire, 2014)


Si de contrastes se trata, un polo opuesto es Broken Twin.




La melodía mínima -en la guitarra, el violín o el piano- y la cautivadora potencia de una voz absolutamente frágil, como la de la danesa Majke Voss Romme, pueden hacer mucho. Su gusto no está en la variación y la grandilocuencia, sino en la atmósfera (la espacialidad) que crea y en esa fluidez de "cámara lenta" que nos compele a detenernos, a no ir tan rápido (la temporalidad). Si se le toma como un experimento, se podría decir que el álbum debut de Broken Twin demuestra que no se necesita un ritmo "movido", un tempo veloz, para que el cuerpo responda y sienta la urgencia de seguir a la música. Pero la simplicidad, cuando es excelente, es todo menos simple: este disco es el resultado de tres años de trabajo y más de 200 borradores (grabados entre laptops y teléfonos) que fueron dándole forma al primaveral May, lanzado en abril de este año. "Quise regresar a lo básico, buscando un sonido que fuese cálido y lo-fi, mínimo y espacioso, y enfocado en las canciones", dice Majke, para agregar algo sugerente sobre la preeminencia de la musicalidad frente al significado en la creación: "Soy muy compulsiva cuando estoy trabajando en las canciones. Generalmente comienzo improvisando en el piano o la guitarra, cantando palabras raras (random words). Suena como inglés, pero no lo es". De hecho, el título mismo del disco (May) es un término ambiguo y la pronunciación de ella, que tiende a suprimir las vocales, ayuda a desprenderse del peso que naturalmente asignamos al significado. Esta compositora es verdaderamente una revelación. Al contrario de lo que pudiera imaginarse (danesa, melancolía, Kierkegaard...), hay mucha luz en ella, como el título de uno de sus temas: "No Darkness". A Broken Twin le bastan diez canciones muy simples para revelarnos una verdad igualmente simple: hay tiempos y lugares secretos, como los de este disco, a los que sólo la música puede acceder y en los que sólo queda dejarse encantar.

Broken Twin, May (Anti- Records, 2014)


Por último, algo de amorosa violencia de la mano de Perfect Pussy, que, lejos de ser violencia gratuita, está también muy cuidadosamente planeada.




Con Say Yes to Love, la banda de noise punk neoyorquino Perfect Pussy, formada en el 2012 por Meredith Graves (vocalista), Ray McAndrew (guitarra), Garrett Koloski (percusión), Greg Ambler (guitarra y bajo) y Shaun Sutkus (teclado), le dice sí también a la distorsión y a la interferencia, pero de un modo muy inteligente que no deja de comunicar riqueza de formas y texturas, es decir, belleza. La voz de Graves no sólo está distorsionada, sino que es reprimida, acosada por los instrumentos que llegan a veces, sobre todo en los conciertos, a enmudecerla. Eso, que es deliberado, es otro ejemplo de cómo el sentimiento (de ferocidad) importa más que el significado. Los golpes, como en todo buen punk, son tan rápidos como efectivos. Es como en la vida. Como en el amor. En una ciudad furiosa, la furia representada nos hace bien.

Aquí, el mismo tema en vivo:




Perfect Pussy, Say Yes to Love (Captured Tracks, 2014)
 

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