En tiempos brevísimos, el mejor homenaje (aunque sea brevísimo también) a un artista como Carlos Eduardo Zavaleta es dejarse seducir por su encanto e ingenio. El instante se hace entonces eterno y a uno, después del golpe de esa experiencia, sólo le queda reponerse quitándose el sombrero como acontecimiento del respeto y la gratitud. Quitémonos pues el sombrero y, en lugar de un minuto de silencio, dediquémosle unos pocos minutos a la lectura de al menos uno de sus Cuentos brevísimos inéditos. Aquí reproduzco uno para los que vivimos en una tierra de osos "inclusivos", ya sea que a usted le gusten los abrazos de oso, o que prefiera, como yo, no recibir tal "distinción".
EL ABRAZO DEL OSO
Vi el más tremendo y cruel abrazo de oso en una civilizada calle de Miraflores, y no se trataba de un circo, ni tampoco había un oso.
El más alto de los alumnos del próspero colegio Champagnat tenia por costumbre, a la hora de salida, el llevarse del cuello a otro alumno. Iba como a la cabeza de un desfile alegre, ruidoso, de otros alumnos que le aplaudían por la presa que llevaba consigo. La presa podía ir más o menos colgada, tratando de respirar, pero sin negarse jamás al estrecho y peligroso abrazo de quien en verdad era el amo del colegio. La presa podía enrojecer por el camino, dar de grititos menudos, patalear un poco por el temor a la asfixia, pero de ningún modo podía zafarse de aquella muestra de extraña y honorable intimidad.
Al llegar a la Diagonal, el oso y su presa eran saludados por otro grupo de curiosos, y así, con un cortejo más poblado aún, el desfile avanzaba hacia el Malecón Balta.
La presa, en sus pataleos, lograba de vez en cuando pisar el suelo y dar de saltitos; era su modo de aflojar un poco la fuerza del abrazo y sentir una bocanada de aire; sin embargo, pese a su buena voluntad, no evitaba que su cara empalideciera cada vez más, y así mostraba luego los primeros signos de incomodidad. Pero seguía en su prisión, digna y sufrida, contribuyendo con sus pataleos al éxito del desfile.
Hasta que en la esquina de Berlín, el muchacho colgado emitió un largo graznido, movió varias veces la cabeza y gruñó para librarse de la asfixia mortal.
Molesto, ofendido, el enorme alumno de los desfiles lo tiró al suelo y le puso un pie encima, triunfante.
—¿Qué te pasa, idiota? —le increpó—. ¡Te estoy haciendo un favor al pasearte por lo alto! ¿Crees que me faltan candidatos? ¡A ver, a ver! ¿Quién quiere colgarse de mí?
—¡Yo, yo, y yo! —varios alumnos menores que él daban de saltos y pedían prenderse del oso.
Vi el más tremendo y cruel abrazo de oso en una civilizada calle de Miraflores, y no se trataba de un circo, ni tampoco había un oso.
El más alto de los alumnos del próspero colegio Champagnat tenia por costumbre, a la hora de salida, el llevarse del cuello a otro alumno. Iba como a la cabeza de un desfile alegre, ruidoso, de otros alumnos que le aplaudían por la presa que llevaba consigo. La presa podía ir más o menos colgada, tratando de respirar, pero sin negarse jamás al estrecho y peligroso abrazo de quien en verdad era el amo del colegio. La presa podía enrojecer por el camino, dar de grititos menudos, patalear un poco por el temor a la asfixia, pero de ningún modo podía zafarse de aquella muestra de extraña y honorable intimidad.
Al llegar a la Diagonal, el oso y su presa eran saludados por otro grupo de curiosos, y así, con un cortejo más poblado aún, el desfile avanzaba hacia el Malecón Balta.
La presa, en sus pataleos, lograba de vez en cuando pisar el suelo y dar de saltitos; era su modo de aflojar un poco la fuerza del abrazo y sentir una bocanada de aire; sin embargo, pese a su buena voluntad, no evitaba que su cara empalideciera cada vez más, y así mostraba luego los primeros signos de incomodidad. Pero seguía en su prisión, digna y sufrida, contribuyendo con sus pataleos al éxito del desfile.
Hasta que en la esquina de Berlín, el muchacho colgado emitió un largo graznido, movió varias veces la cabeza y gruñó para librarse de la asfixia mortal.
Molesto, ofendido, el enorme alumno de los desfiles lo tiró al suelo y le puso un pie encima, triunfante.
—¿Qué te pasa, idiota? —le increpó—. ¡Te estoy haciendo un favor al pasearte por lo alto! ¿Crees que me faltan candidatos? ¡A ver, a ver! ¿Quién quiere colgarse de mí?
—¡Yo, yo, y yo! —varios alumnos menores que él daban de saltos y pedían prenderse del oso.
ZAVALETA, Carlos Eduardo, "Cuentos brevísimos inéditos", en: Cuentos completos, vol. 3, Lima: Universidad San Martín de Porres, 2004.
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