Arturo "Zambo" Cavero y Óscar Avilés, "Cada domingo a las 12, después de la misa".
Lo mío con la música criolla peruana no fue amor a primera oída. De niño, la vitalidad del rock, especialmente la del rock clásico y progresivo que escuchaba mi hermano, parecían sostener suficientemente todo mi mundo. Cuando quería salir de ello, porque desde siempre he necesitado el cambio, ahí estaban grupos del pop rock de esa época que me gustaban y me divertían enormemente; grupos como Queen, Soda Stereo, Hombres G, Mecano y varios otros que sin duda alguna giraban (para mí) en torno a ese gran sol que fueron The Beatles. Los domingos estaban reservados a la música académica con la que mi padre nos despertaba. Esos enormes parlantes Panasonic, enchapados en madera, que salían del estudio y rodeaban el comedor, me enseñaron, junto a las anécdotas que contaba mi padre y las explicaciones del señor Salvat (pues era su colección de cassettes la que escuchábamos), quiénes fueron Bizet, Wagner, Stravinsky, Beethoven, Chopin, Mozart, Bach... y, entre muchos otros, su bienamado Brahms. Desde esos días no pude olvidar jamás a la Carmen de Bizet, obra a la que yo llamaba "Salvo" porque su obertura salía en una propaganda televisiva de ese limpiavajillas. "Papá, ¿me pones Salvo?", le pedía a veces, y me imaginaba al toreador y a la gitana.
Algunas veladas, cansado de tareas que prefería hacer desde la medianoche y sin muchas ganas tampoco de leer los libros de mi padre, me la pasaba en su estudio, me sentaba al lado del enorme equipo Pioneer que se calentaba demasiado, me ponía unos auriculares Aiwa negros que no sólo me cubrían las orejas sino también parte de las mejillas, y ponía en el tocadiscos (el que he descubierto después que fue uno de los mejores tocadiscos hechos hasta ahora) a todos esos cantantes que me divertían fundamentalmente por sus voces y luego recién por sus letras. Ahí conocí al gran Leonardo Favio (y dudé si regalarle un clavel o una rosa a la chica que me gustaba), a los Pimpinela, a José José (que siempre fue para mí el mejor), a Julio Iglesias, José Luis Perales, Nino Bravo, Roberto Carlos... así como también a Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui y todos esos cantores que no podían ser mejor escuchados que ahí, junto a las obras de Marx de la editorial Progreso de Moscú y los demás libros socialistas entre los que yo resaltaba los de Trotski, el más coherente y sensato de todos ellos.
Hasta entonces, la música criolla había tenido un lugar mínimo. Ninguna voz me había deslumbrado y las letras me parecían francamente aburridas, predecibles y deprimentes (cosa que ya no creo, al menos no con todas). Por otro lado, el regionalismo de mi padre me hizo preferir el carnaval y el yaraví arequipeños. En todo caso, existía un 28 de julio para poner sólo esa música, como si fuese parte del mismo mandato municipal que nos hacía colocar la bandera en el techo. Eso fue hasta que encontré entre esos discos uno de un negro que, además de llamarse como yo, parecía sumamente gracioso por las poses en las que lo habían capturado para la portada del disco. La música negra llamada criolla se limitaba hasta entonces para mí al escalofriante y sobrevalorado Jai, jai, jipi. Así que no sin algo de temor puse por primera vez ese disco que luego pondría nuevamente por muchos domingos a la hora del almuerzo. Recuerdo como si hubiese sido ayer el "¡¡ufff!!" que hizo mi cuerpo cuando advertí que no era el mismo cantante, a la vez que empezaba a estremecerme con el vals Cada domingo a las doce después de la misa. ¡Qué tal voz! No, felizmente no era el mismo "zambo", sino uno infinitamente más grande, colosal. Era Arturo "el Zambo" Cavero, la mejor voz que ha tenido la música criolla peruana.
Hasta entonces, la música criolla había tenido un lugar mínimo. Ninguna voz me había deslumbrado y las letras me parecían francamente aburridas, predecibles y deprimentes (cosa que ya no creo, al menos no con todas). Por otro lado, el regionalismo de mi padre me hizo preferir el carnaval y el yaraví arequipeños. En todo caso, existía un 28 de julio para poner sólo esa música, como si fuese parte del mismo mandato municipal que nos hacía colocar la bandera en el techo. Eso fue hasta que encontré entre esos discos uno de un negro que, además de llamarse como yo, parecía sumamente gracioso por las poses en las que lo habían capturado para la portada del disco. La música negra llamada criolla se limitaba hasta entonces para mí al escalofriante y sobrevalorado Jai, jai, jipi. Así que no sin algo de temor puse por primera vez ese disco que luego pondría nuevamente por muchos domingos a la hora del almuerzo. Recuerdo como si hubiese sido ayer el "¡¡ufff!!" que hizo mi cuerpo cuando advertí que no era el mismo cantante, a la vez que empezaba a estremecerme con el vals Cada domingo a las doce después de la misa. ¡Qué tal voz! No, felizmente no era el mismo "zambo", sino uno infinitamente más grande, colosal. Era Arturo "el Zambo" Cavero, la mejor voz que ha tenido la música criolla peruana.
Jesús Vásquez, "El Plebeyo".
Como si eso hubiese sido poco, quiso el destino que poco después me cruzara con otra grabación. Esta vez se trataba de una señora cuyo nombre había escuchado a mis padres. Puse el disco y desde entonces asocié esa voz con todo lo que significaba Lima, la ciudad de carne y hueso, la del callejón de un solo caño, la cada vez más provinciana; no aquella otra de aristocráticas nubes a la que (también bellamente, por cierto) cantaba Chabuca Granda. Jesús Vásquez era indiscutiblemente la voz popular del criollismo. Quizá por eso le venía como anillo al dedo aquel vals popular por excelencia: El Plebeyo de Felipe Pinglo. Si la potencia era lo propio del Zambo y la elegancia señorial lo característico de Chabuca, esa dulce y melancólica cadencia de la voz de Jesús Vásquez la hicieron con justicia la "reina y señora de la canción criolla". Fueron más de setenta años en los que nadie dudó de la legitimidad de su título. Esa cadencia suya era la clave de su reinado. Con ella se puede demostrar con claridad cómo una voz tan suave puede calar tan hondamente...
En esas veladas musicales de mi niñez, más que estudiar la belleza formal de las composiciones o la relevancia conceptual de las letras, ansiaba deleitarme con la genialidad hecha voz (la voz como el mejor de los instrumentos, decía Hegel aunque no por los mismos motivos). En cuanto a la música criolla, mi gusto por el género comenzó gracias a esas dos voces auténticamente geniales. La del Zambo nos dejó en octubre pasado. La de Jesús Vásquez nos dejó ayer. Pero hoy más que nunca podemos decirle, como el vals, "reinarás en el altar del alma mía. Al partir me dejarás tus agonías (...). Nadie ocupará el lugar que tu tenías...". Descanse en paz, reina y señora.
Jesús Vásquez y Víctor Dávalos, "Alejandrina".
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