sábado, 6 de febrero de 2010

A propósito de un cuadro de Friedrich



De una carta dirigida a alguien muy especial (no para mí, sino por ella misma), extraigo el siguiente fragmento sobre una conocida pintura de Caspar David Friedrich (1774 - 1840), el más importante pintor del romanticismo alemán; al cual se le ha intentado aproximar tanto a la filosofía kantiana del arte como al historicismo metafísico de Hegel. La obra es Der Mönch am Meer (Monje en la orilla del mar, 1808-10), óleo sobre lienzo de 110 x 171,5 cm. que se encuentra en el Alte Nationalgalerie de Berlín.


[...] ¿Has visto esta pintura antes? Ese monje, pequeñísimo en el cuadro que ocupa toda una pared en el museo de Berlín; insignificante él, permanece de pie frente al mar picado y las nubes tormentosas que se aproximan. Tiene su fe, pero ella no lo ha llevado a un cuarto de convento donde tan cierto es que estaría seguro como que no sería él mismo. Él bien sabe que, si sigue allí, podría en cualquier momento caerle un rayo o el mar salirse y tragárselo. Otros monjes pensarán de él que es un tonto o un loco. No es que sea tampoco alguien temerario o que quiera demostrar algo. Él está sólo, lo sabe. Sabe que en ese lugar (tan profundo dentro de sí) nadie más puede ayudarle o comprenderle. Su actitud reflexiva (la cabeza apoyada en la mano) nos da el indicio fundamental: sólo la radical disposición anímica, a la que tanto el paisaje como el cuadro nos convocan, puede conducirnos por la senda de un pensar auténtico.
Por ello el artista eliminó sus típicos barcos en el mar y el cielo estrellado que evitaba también la necesaria interiorización de la experiencia estética. Las tres grandes franjas de colores (cielo, mar y playa) tienen la misma intención que la pequeñez del personaje, que al estar de espaldas y en actitud contemplativa, refleja la disposición del pintor (en su época se decía que el monje era el mismo Friedrich) y la del espectador ante la obra de arte.
Desde luego que no hay suficiente luz en lo exterior. Lo que nosotros no vemos del cuadro en su oscuridad esencial, el monje no lo ve tampoco respecto de lo que le rodea. Prácticamente no puede ver el mar, aunque intuye su fuerza. En ocasiones buscamos ansiosamente la obviedad de las respuestas claras, pero la naturaleza es muda. El mundo nos es más indiferente que nunca cuando nos hallamos perplejos ante él. Pero sus pensamientos están ahí, el lugar de su corazón está ahí, y por eso él permanece en ese lugar no exento de riesgos. La peligrosidad no es argumento para evitar estar perplejos, ni mucho menos para querer llenar ese silencio con palabras vacuas. El monje no está en actitud de plegaria, sino de reflexión; esto quiere decir que no busca protegerse. La piedad más fundamental quizá sea la del pensamiento. Por eso no le reza a Dios para que calme el mar o para que el viento no sople demasiado fuerte. Tampoco para que le asegure un buen destino. Sabe que debe permanecer así, a la intemperie, sin un destino claro. Tiene su fe, pero esta ni lo protege ni lo condena; simplemente lo ayuda a permanecer de pie, libre, abierto a todo lo que pueda ocurrirle. "Tener fe (en lo que sea) es esto", se dice a sí mismo. Esperar, sólo esperar, con lo angustiante que eso tiene de suyo, en lugar de esperanzarse – darle demasiada importancia a algo (un paraíso) que quizá no sea cierto. Sabe que no hay, para él, otra posibilidad. Si pudiese elegir, elegiría una y otra vez estar en el mismo lugar. Cree que una vida así es una vida que verdaderamente vale la pena ser vivida... y disfrutada (con risas y llantos) en cada instante. [...]

4 comentarios:

  1. estimado arturo

    un fuerte abrazo.

    usted tiene alguna referencia de poetas romanticos que se han interesado por la figura de cristo crucificado y su abandono por parte de Dios?

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  2. Jean Paul Richter y Gèrard de Nerval trabajan más bien la figura en el Monte de los Olivos. También Beethoven.

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  3. Estimado Arturo Rivas

    No soy una persona católica (cristiana) ni creyente en otra religión. Sin embargo, tengo una especie de “atracción” con una escultura de Santa Rosa de Lima. Me gusta contemplarla, deleitarme en ella, en sus formas, en sus ornamentos. Puedo pasar horas mirándola, pero no tengo fe, no me acerco a ella desde la piedad, mis “ojos son paganos”. El creyente se acerca a la santa porque toma como ejemplo su vida, ejemplo de virtud cristiana. A mí su vida no me interesa en lo absoluto, solo la forma de esa escultura. Ella puede ser Santa Rosa de Lima o Afrodita o Isis. Contemplarla es como una experiencia mística, una emoción intensa y una experiencia estética. Mis límites se desbordan, y mis sentidos no pueden encerrarse en una idea fija. Si la realidad es que esa escultura representa a una monja católica ejemplo de moral cristiana (algo que yo rechazo), porque mi mirada se desborda en contemplarla como una dulce mujer pagana? Por qué se despiertan los mismos sentidos como si contemplara a la más bella mujer desnuda? ¿Por qué sus ornamentos, el brillo de la madrea policromada, su ambigua sonrisa, me produce regocijo?

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    1. Lo que describe es justamente el motivo por el cual es necesario distinguir a la experiencia estética del juicio moral. Se trata de niveles distintos y el afectivo es más inmediato, involuntario e indeterminado, por lo que tiene en muchas ocasiones preeminencia sobre los niveles más cognitivos. Por otro lado, la belleza no es tanto una cualidad del objeto como un sentimiento subjetivo. El objeto es relevante porque propicia y delinea ese sentimiento, pero puede ser igualmente depositario de sentimientos de agrado o de desagrado, de atracción o repulsión. Por último, es interesante que use el término "experiencia mística". No es en absoluto inadecuado, a pesar de que se reclame no-religioso, porque quizás se trate de una experiencia afín.

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