Nota previa:
Quien haya reparado en el sentido general de este blog, reparará también que el sentido del término "estética", utilizado en su título, no se refiere exclusivamente -aunque sí mayoritariamente- al segmento de la experiencia humana calificable como artística. Por eso la distinción entre estética y arte me resulta en ocasiones demasiado molesta. El arte no consiste en una espiritualidad encarnada, sino que tiene un origen indiscutiblemente sensible, que a veces es necesario remarcar. La distinción sólo es pertinente para aclarar que no todo lo sensible es efectivamente artístico, pero, dicho eso, se comprenderá que en este blog toda experiencia humana sea fundamentalmente sensible y, por lo tanto, de interés estético. Por lo demás, sabrán dispensar que este apunte sea un mero esbozo.
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Antonio Canova, Psique reanimada por el beso del Amor (1793)
¿Por qué le damos tanto valor a los besos? Respuesta idealista obvia: porque es la unión perfecta de las almas... Bello, cursi también. Descartémoslo desde el principio. Aunque algún poeta insista en ello, bien sabemos que los poetas siempre mienten y que a veces lo hacen de mala manera, exagerando. Hay sin duda un flujo de fuerzas, energías, pulsiones, pero ¿qué es lo que sucede en nosotros?
La bioquímica ha dado algunas luces sobre lo que nos sucede cuando besamos a alguien; no tanto por el gasto de energías, que aquí es irrelevante, sino por cómo nuestra constitución corporal se une fisiológicamente a la anímica. Según diversos estudios, lo central cuando besamos apasionadamente es la liberación de un número considerable de hormonas; especialmente de endorfinas que generan una sensación de bienestar y tienen un efecto analgésico. A ellas se les unen la oxitocina y la testosterona, relacionadas con la excitación y el deseo sexual, además de la adrenalina, que eleva la tensión arterial. En el sentido común de lo que suele entenderse por una consideración naturalista, esta explicación podría ser más que suficiente; pero tan pronto como afirmamos esto, resulta no menos evidente que las experiencias del amor (y la del beso entre ellas) no se dejan limitar por una consideración de este tipo y mucho menos por las precipitadas conclusiones que algunos científicos hacen desde este nivel. Uno de ellos, por ejemplo, tras un serio estudio académico, sostiene que las personas se besan muy poco y que se tendrían que besar sistemáticamente más para frenar las depresiones, entre otros males. ¿Besar sistemáticamente? ¿Como si se tratara de lavarse los dientes tres veces al día? ¿Repartir besos como se hace ahora con los abrazos en los parques?... ¿Es que el sentimiento del amor no estaba involucrado en esto de besarse?
La consideración del hombre como naturaleza es forzosamente más compleja que la sola ciencia; hace falta considerar los estratos que se suelen considerar en el hombre como su "espíritu". El problema que ve el científico en ello -y la razón por la cual permanece en su esclusa- es la subjetividad; el miedo que le tiene a la diversidad e irregularidad subjetiva. Pero alguien debe darle la mala noticia. Es deber del filósofo recordarle que su ciencia es necesariamente subjetiva y que, aun cuando no lo quiera, debe respetar las prerrogativas de los sujetos empíricos en su más plena diversidad de experiencias. Esto, sobre todo, si cae en el error, frecuente entre científicos y técnicos, de creer que pueden desde su compartimento controlar todo lo que le sucede al hombre. Si las cosas fuesen así de simples, podríamos inyectarnos las sustancias que nos hacen falta para sentir ese mismo bienestar, pero sabemos (y es deber de la filosofía recordarlo) que nada es así de simple. Aun así, seguiríamos estando insatisfechos y con ganas de un beso.
La bioquímica ha dado algunas luces sobre lo que nos sucede cuando besamos a alguien; no tanto por el gasto de energías, que aquí es irrelevante, sino por cómo nuestra constitución corporal se une fisiológicamente a la anímica. Según diversos estudios, lo central cuando besamos apasionadamente es la liberación de un número considerable de hormonas; especialmente de endorfinas que generan una sensación de bienestar y tienen un efecto analgésico. A ellas se les unen la oxitocina y la testosterona, relacionadas con la excitación y el deseo sexual, además de la adrenalina, que eleva la tensión arterial. En el sentido común de lo que suele entenderse por una consideración naturalista, esta explicación podría ser más que suficiente; pero tan pronto como afirmamos esto, resulta no menos evidente que las experiencias del amor (y la del beso entre ellas) no se dejan limitar por una consideración de este tipo y mucho menos por las precipitadas conclusiones que algunos científicos hacen desde este nivel. Uno de ellos, por ejemplo, tras un serio estudio académico, sostiene que las personas se besan muy poco y que se tendrían que besar sistemáticamente más para frenar las depresiones, entre otros males. ¿Besar sistemáticamente? ¿Como si se tratara de lavarse los dientes tres veces al día? ¿Repartir besos como se hace ahora con los abrazos en los parques?... ¿Es que el sentimiento del amor no estaba involucrado en esto de besarse?
La consideración del hombre como naturaleza es forzosamente más compleja que la sola ciencia; hace falta considerar los estratos que se suelen considerar en el hombre como su "espíritu". El problema que ve el científico en ello -y la razón por la cual permanece en su esclusa- es la subjetividad; el miedo que le tiene a la diversidad e irregularidad subjetiva. Pero alguien debe darle la mala noticia. Es deber del filósofo recordarle que su ciencia es necesariamente subjetiva y que, aun cuando no lo quiera, debe respetar las prerrogativas de los sujetos empíricos en su más plena diversidad de experiencias. Esto, sobre todo, si cae en el error, frecuente entre científicos y técnicos, de creer que pueden desde su compartimento controlar todo lo que le sucede al hombre. Si las cosas fuesen así de simples, podríamos inyectarnos las sustancias que nos hacen falta para sentir ese mismo bienestar, pero sabemos (y es deber de la filosofía recordarlo) que nada es así de simple. Aun así, seguiríamos estando insatisfechos y con ganas de un beso.
¿Qué hay entonces más allá de los procesos bioquímicos? Una adecuada consideración naturalista debe concentrarse en el funcionamiento de nuestra sensibilidad toda, que es lo que aquí esbozo, y especialmente en nuestros sentidos. Todos ellos entran en juego de manera integrada y, como es evidente, en conjunto con los distintos niveles de nuestra conciencia, pero podemos empezar al menos por aclarar algunos aspectos particulares de cada uno.
La captación sensorial más evidente es la del tacto, pero no sólo por lo más evidente -el contacto de los labios-, sino también por todo otro contacto que se entable a la par entre los amantes; por ejemplo, si él la abraza, si acaricia su mejilla, si sus narices se tocan, si sienten sus respiraciones o si la mano de ella siente en el pecho de él los latidos acelerados. E incluso otras sensaciones externas como si el sol les calienta o el viento les refresca, o si acaso están mojándose bajo la lluvia. Todas estas son sensaciones externas, es decir, percepciones de algo externo a través del tacto. Consciente o pre-conscientemente, deliberadamente o no, y antes siquiera de que constituyamos esa síntesis que es el ego (como es el caso de los bebes con sus madres), la configuración de lo que llamamos amor empieza por todas y cada una de esas sensaciones que forman parte de nuestra corporalidad. En el reinado de la sensibilidad, que es indiscutible en este punto, la conciencia en sentido estricto (que supone una mayor distancia con la sensación) sólo es requerida en la medida en que ella aumente el goce. Y sin embargo no hay nunca una sensación pura, sino que toda percepción se dirige teleológicamente hacia la comprensión, hacia el entendimiento (por eso mismo Kant afirmaba que la sensibilidad no engaña, cf. su Antropología). Esto nos alerta ya sobre la existencia en nosotros de distintos niveles de conciencia y se pone en cuestión el hiato entre inconciencia y conciencia, entre irracionalidad y racionalidad, así como la pretendida claridad y distinción de la razón (que Descartes desprendía substancialmente del cuerpo y de los "engaños" sensibles), toda vez que se mira con más cuidado la constitución de sentidos (la significación) y que nos atenemos en esta observación al orden de aparición de las vivencias.
A las sensaciones externas antes descritas se suman otras internas, no referidas al tacto como sentido de la corporalidad externa, sino a la percepción de nuestra corporalidad interna (también mediante la estimulación nerviosa). Por ejemplo, si me duele la cabeza, la muela o el estómago, independientemente del fundamento biológico o psicológico que las cause (esto último porque además actúan aquí del mismo modo el cansancio, el aburrimiento, la melancolía, etc.), ese dolor supone una activación en el sistema nervioso (el impulso doloroso termina en los cuernos posteriores de la médula espinal, y de allí pasan a la corteza cerebral; esto es, a la conciencia) que no podemos aislar de todas las demás sensaciones que estamos refiriendo a la experiencia del beso. Por eso, cuando se tiene dolor de cabeza y se besa a alguien, dicho dolor influye en la sensación misma del beso, así como éste, a la inversa, puede influir en el dolor previo, llegando quizás a reducirlo o suprimirlo, ya sea por las sustancias que éste active en el organismo o por las variaciones en el flujo sanguíneo, o porque sencillamente distrae, relaja y alegra. Por eso también sucede que con un beso que juzgamos como especial podemos sentir "mariposas en el estómago", o que el corazón se nos sale o que la cabeza nos da vueltas... Este tipo de sensaciones no son restrictivas de los besos, desde luego, pero guardan relación con ellos en tanto que toda activación del sistema nervioso es fruto de una estimulación sensible.
La captación sensorial más evidente es la del tacto, pero no sólo por lo más evidente -el contacto de los labios-, sino también por todo otro contacto que se entable a la par entre los amantes; por ejemplo, si él la abraza, si acaricia su mejilla, si sus narices se tocan, si sienten sus respiraciones o si la mano de ella siente en el pecho de él los latidos acelerados. E incluso otras sensaciones externas como si el sol les calienta o el viento les refresca, o si acaso están mojándose bajo la lluvia. Todas estas son sensaciones externas, es decir, percepciones de algo externo a través del tacto. Consciente o pre-conscientemente, deliberadamente o no, y antes siquiera de que constituyamos esa síntesis que es el ego (como es el caso de los bebes con sus madres), la configuración de lo que llamamos amor empieza por todas y cada una de esas sensaciones que forman parte de nuestra corporalidad. En el reinado de la sensibilidad, que es indiscutible en este punto, la conciencia en sentido estricto (que supone una mayor distancia con la sensación) sólo es requerida en la medida en que ella aumente el goce. Y sin embargo no hay nunca una sensación pura, sino que toda percepción se dirige teleológicamente hacia la comprensión, hacia el entendimiento (por eso mismo Kant afirmaba que la sensibilidad no engaña, cf. su Antropología). Esto nos alerta ya sobre la existencia en nosotros de distintos niveles de conciencia y se pone en cuestión el hiato entre inconciencia y conciencia, entre irracionalidad y racionalidad, así como la pretendida claridad y distinción de la razón (que Descartes desprendía substancialmente del cuerpo y de los "engaños" sensibles), toda vez que se mira con más cuidado la constitución de sentidos (la significación) y que nos atenemos en esta observación al orden de aparición de las vivencias.
Erastés y Erómeno (Copa ática de figuras rojas, siglo V a. C., detalle. Museo del Louvre)
A las sensaciones externas antes descritas se suman otras internas, no referidas al tacto como sentido de la corporalidad externa, sino a la percepción de nuestra corporalidad interna (también mediante la estimulación nerviosa). Por ejemplo, si me duele la cabeza, la muela o el estómago, independientemente del fundamento biológico o psicológico que las cause (esto último porque además actúan aquí del mismo modo el cansancio, el aburrimiento, la melancolía, etc.), ese dolor supone una activación en el sistema nervioso (el impulso doloroso termina en los cuernos posteriores de la médula espinal, y de allí pasan a la corteza cerebral; esto es, a la conciencia) que no podemos aislar de todas las demás sensaciones que estamos refiriendo a la experiencia del beso. Por eso, cuando se tiene dolor de cabeza y se besa a alguien, dicho dolor influye en la sensación misma del beso, así como éste, a la inversa, puede influir en el dolor previo, llegando quizás a reducirlo o suprimirlo, ya sea por las sustancias que éste active en el organismo o por las variaciones en el flujo sanguíneo, o porque sencillamente distrae, relaja y alegra. Por eso también sucede que con un beso que juzgamos como especial podemos sentir "mariposas en el estómago", o que el corazón se nos sale o que la cabeza nos da vueltas... Este tipo de sensaciones no son restrictivas de los besos, desde luego, pero guardan relación con ellos en tanto que toda activación del sistema nervioso es fruto de una estimulación sensible.
Pablo Picasso, Le baiser (1969)
Quien lo experimenta, sabe que el gusto es otro sentido importante al besarse si no se trata de un mero roce de labios y, sobre todo, si está involucrado algún sabor que se haya impregnado en los labios o en la piel y que se haga notorio, como cuando se acaba de comer un dulce o cuando el beso está mediado por alguna comida. Que esto último haya sido poco atendido en la consideración popular lo testimonia el éxito que tuvo en su momento la película Nueve semanas y media (1986). Por lo demás, aunque la salivación guarda relación directa con este sentido, parece tener mayor peso a efectos de la percepción táctil que de la gustativa. Allí facilita y aumenta también el placer.
Henri de Toulousse-Lautrec, Le baiser (1892, detalle)
El olfato parece ser el sentido menos vinculado con el beso en sí mismo, pero no debe menospreciarse en la confluencia co-operativa de todos los sentidos. En ella, éste no es de ninguna manera un sentido menor. Su volatilidad, que es la del aire, sólo es equiparable a la del oído (pues la de la visión, que es la de la luz, es mucho más controlable a voluntad), e incluso es más invasiva en la medida en que no se puede dejar de respirar por mucho tiempo. Los olores, conscientemente o no, ya sean corporales o de perfumes, actúan por ello como estimulantes que pueden ser muy motivadores, no sólo mientras dura el beso sino también antes de que éste se dé. Evidentemente, en esta cuestión, el principal olor corporal es el de la boca, que además del placer o displacer meramente sensible, es harto significativo respecto del cuidado del propio cuerpo así como de la consideración que se tiene por la sensibilidad del otro. El cuidado personal implica así una cierta "responsabilidad estética", aun cuando no se tenga tampoco demasiado control sobre el funcionamiento del mismo. Aquí actúa también la comunicación entre los sentidos como cuando la percepción gustativa se reduce por el tupimiento de la nariz.
Humphrey Bogart y Lauren Bacall en To Have and Have Not (1944, fotograma)
Por el lado de la vista, como se ha dicho, se tiene un mayor control que, en segunda instancia, puede estar cargado de cierta significación. Así, por ejemplo, algunas personas consideran que besar con los ojos abiertos o cerrados lleva algún significado implícito en relación con la imaginación. Esto puede en efecto suceder, pero obviamente no hay una relación de necesidad ni mucho menos que pueda ser verificada. Al contrario, lo que sí se puede inequívocamente sostener es algo previo a toda significación; a saber, que al cerrar los ojos se aguza la atención relativa a los otros sentidos, fundamentalmente al tacto, y no tanto por el besar sino por el ser besado. Cuando los ojos se mantienen abiertos, estos reclaman la prioridad atencional que tienen como rasgo de nuestra especie. Por eso tiene pleno sentido cerrar los ojos, pero ello ocurre manteniendo en la memoria la orientación espacial que la visión previamente nos ha dado. En ese sentido, se debe señalar también el funcionamiento de la vista como extensión y apoyo del tacto.
Francesco Paolo Hayez, El beso (1859)
Dice el poeta Westphalen que hay que callar "porque el silencio pone más cerca los labios". En efecto, esa necesidad de callar mientras se besa es una característica importante y un argumento infalible a favor de lo que mejor se dice en silencio (aunque nunca se trata de un silencio absoluto). El poeta Sabines agrega: "Porque las mejores palabras de amor / están entre dos gentes que no se dicen nada". Pero así como quien es ciego de nacimiento no tiene la ganancia de quien deliberadamente cierra los ojos al besar, debemos sentirnos igualmente afortunados quienes podemos hablar y callamos con un beso. Esto porque se da un abandono del lenguaje verbal que es intuitivamente un retorno decidido a la sensibilidad. No a una inexistente sensibilidad pura, desde luego, pero sí a una de la que somos conscientes apenas por el entendimiento y no racionalmente; es decir, en un nivel previo a lo predicativo o reflexivo. De allí que callar con un beso a la otra persona que está hablando pueda también ser algo fuertemente placentero. Claro que, como no se trata de niveles que estén separados, la reflexión puede sobrevenir levemente, como cuando se piensa, durante el beso (y por el hecho mismo de que éste no tiene una duración instantánea), que lo que se dijo despertó ternura en la otra persona.
Tanto el nivel pre-consciente como el estrictamente consciente están permanentemente activos en la audición. Al igual que con los demás sentidos, aquí entra a tallar la atención que nos enfoca en la sensación del beso y, por contraparte, desenfoca aquello que podría llevar la atención por otros lados. Que lo desenfoque no quiere decir que lo desaparezca, de modo que si adviniera algo para lo que nuestra atención esta de todos modos advertida, por ejemplo la irrupción de otra persona, esto la atraería nuevamente. Evidentemente, los límites son difusos y la interacción entre uno y otro nivel no es más que mínimamente controlable a voluntad, pero ambos actúan en nuestra conciencia permanentemente. Las sensaciones que pueden tener nuestras manos, por ejemplo, se darían a un nivel más pre-consciente en la medida en que nos centramos en el besar mismo; pero la situación se invierte si llaman la atención por algún motivo, incluso por algo como el que produzcan algún cosquilleo. La alternancia entre dichos niveles no hace sino aumentar la fuerza sensible de cada giro de atención. Y en esto es importante advertir también que la conciencia no tiene uno solo sino varios cursos simultáneos, por lo cual la tarea sintética de la imaginación es inacabable, aun cuando lleguemos a síntesis aparentemente acabadas como la del propio yo.
Este mismo funcionamiento de la atención ocurre con lo que se escucha. Con la música, por ejemplo. La atención no se puede concentrar en el beso y en las sutilezas técnicas de la música al mismo tiempo. Incluso, por más que se pueda dividir la atención entre diversos focos, estos no pueden ser tantos y siempre habrá unos mejor atendidos que otros y quizá ninguno sea atendido como debiera. Uno no puede, pues, estar besando a una persona y haciendo filosofía a la vez. Hay que hacer una u otra cosa por separado para hacerlas bien. Esto ocurre porque la reflexión, la predicación, la conceptualización, así como los análisis formales, son actos complejos de la conciencia racional, pero eso no implica que no sea posible alternar la música que escuchamos entre lo consciente y lo pre-consciente. De hecho, es una manera muy común de escuchar música mientras hacemos otras actividades. Esto se debe a que para la escucha misma no es tan indispensable la razón como el entendimiento. Desde el mismo hecho de ser altamente invasiva, una música puede tanto impedir que uno se concentre en el beso, sobre todo si ésta es desagradable o demasiado familiar, como también puede posibilitarlo, dado que, justamente, puede ofrecer un trasfondo que en ocasiones es hasta más placentero que el angustiante silencio (que en ese caso también atraería demasiado la atención). En todo caso, queda claro que esto no es una propiedad inherente a ciertas músicas, sino que dependerá de varios factores como los gustos personales, el contexto en particular, el grado de apasionamiento, etc.
Tanto el nivel pre-consciente como el estrictamente consciente están permanentemente activos en la audición. Al igual que con los demás sentidos, aquí entra a tallar la atención que nos enfoca en la sensación del beso y, por contraparte, desenfoca aquello que podría llevar la atención por otros lados. Que lo desenfoque no quiere decir que lo desaparezca, de modo que si adviniera algo para lo que nuestra atención esta de todos modos advertida, por ejemplo la irrupción de otra persona, esto la atraería nuevamente. Evidentemente, los límites son difusos y la interacción entre uno y otro nivel no es más que mínimamente controlable a voluntad, pero ambos actúan en nuestra conciencia permanentemente. Las sensaciones que pueden tener nuestras manos, por ejemplo, se darían a un nivel más pre-consciente en la medida en que nos centramos en el besar mismo; pero la situación se invierte si llaman la atención por algún motivo, incluso por algo como el que produzcan algún cosquilleo. La alternancia entre dichos niveles no hace sino aumentar la fuerza sensible de cada giro de atención. Y en esto es importante advertir también que la conciencia no tiene uno solo sino varios cursos simultáneos, por lo cual la tarea sintética de la imaginación es inacabable, aun cuando lleguemos a síntesis aparentemente acabadas como la del propio yo.
Tino Rossi, Bésame mucho (1945)
Este mismo funcionamiento de la atención ocurre con lo que se escucha. Con la música, por ejemplo. La atención no se puede concentrar en el beso y en las sutilezas técnicas de la música al mismo tiempo. Incluso, por más que se pueda dividir la atención entre diversos focos, estos no pueden ser tantos y siempre habrá unos mejor atendidos que otros y quizá ninguno sea atendido como debiera. Uno no puede, pues, estar besando a una persona y haciendo filosofía a la vez. Hay que hacer una u otra cosa por separado para hacerlas bien. Esto ocurre porque la reflexión, la predicación, la conceptualización, así como los análisis formales, son actos complejos de la conciencia racional, pero eso no implica que no sea posible alternar la música que escuchamos entre lo consciente y lo pre-consciente. De hecho, es una manera muy común de escuchar música mientras hacemos otras actividades. Esto se debe a que para la escucha misma no es tan indispensable la razón como el entendimiento. Desde el mismo hecho de ser altamente invasiva, una música puede tanto impedir que uno se concentre en el beso, sobre todo si ésta es desagradable o demasiado familiar, como también puede posibilitarlo, dado que, justamente, puede ofrecer un trasfondo que en ocasiones es hasta más placentero que el angustiante silencio (que en ese caso también atraería demasiado la atención). En todo caso, queda claro que esto no es una propiedad inherente a ciertas músicas, sino que dependerá de varios factores como los gustos personales, el contexto en particular, el grado de apasionamiento, etc.
Auguste Rodin, Le baiser (1890, detalle)
Pero volvamos al tacto. Éste nos ofrece una consideración especial que intencionadamente he dejado sin tratar. Husserl dice que una prerrogativa del tacto es la ubiestesia (Empfindnis), esto es, que cuando tocamos algo no sólo sentimos lo que se toca, sino que a la vez nos sentimos tocados. Aun cuando tengo dudas sobre si esto es exclusivo del tacto (Merleau-Ponty incluye la conciencia de ser visto), es indudable que se tiene una clara conciencia de esto en el tacto. Ahora bien, vistos los sentidos desde su capacidad sensible, el poder del tacto estriba justamente en la amplitud de su extensión sensible directa - la amplitud de todas las extensiones del cuerpo. Aunque ese también es su límite en comparación con la volatilidad del olfato, del oído y especialmente de la vista por cuanto determina sus objetos de un modo mucho más claro y distinto.
Nos hemos estado refiriendo ya al ámbito de la conciencia en sentido estricto, esto es (ya que, para hablar con rigor, no hay nada que esté fuera de la conciencia), al nivel reflexivo de ésta. Aquí es donde se da la significación. Aunque sea posterior, lo que pueda representar un beso determinado no es poco relevante en relación con la sensibilidad misma. Por ejemplo, la localización del beso se hace mucho más relevante en torno a la significación. No significan lo mismo un beso en las manos, uno en la mejilla, uno en la frente o uno en los labios. Pero es igualmente necesario recordar que en la altísima excitación sensible propia del encuentro apasionado, todas estas significaciones se vuelven indistintas; el único criterio diferenciador entre una y otra localización es en esas circunstancias la diferenciación sensible (mayor o menor agrado, mayor o menor placer, mayor o menor comodidad...).
Giotto di Bondone, El beso de Judas (1304-06, detalle)
Este es también el ámbito donde se desarrolla plenamente la moralidad. Tenemos en la cultura occidental un beso famoso por su significación moral: el beso de Judas. Usualmente se afirma (a partir del texto bíblico) que este beso es símbolo de traición, con lo cual se extiende ese significado a los que es posible atribuir a los besos en general, pero aún cuando fuese efectivamente la señal con la cual los guardias reconocerían al hombre que debían arrestar, ese beso, por sí mismo, no tenía mayor significado que el del afecto, fuese falso o no. Si los gnósticos o Borges tenían razón con el sentido de la intervención de Judas, se entendería mejor aun esto mismo. Con esto quiero decir que las significaciones tienen una contingencia insuperable, aunque con frecuencia se les pretenda unívocas y enteramente objetivas. Todo sentido otorgado a un beso es el resultado de la capacidad sintética de nuestra razón. Por lo tanto, no tendría por qué tener un único sentido, sino varios que incluso podrían contradecirse entre sí. Hemos asumido que lo racional no puede admitir contradicción acerca de lo mismo, pero este viejo principio ha sido ya bastante cuestionado por las lógicas actuales. Además, como sabemos, en materia de sentimientos, donde la voluntad misma se nos escapa de las manos, la contradicción es "pan de cada día" y está bien que así sea.
Roy Lichtenstein, Kiss V (1964)
Sin duda la mayor significación que tienen los besos son la entrega, el entregarse, y la unión con el otro; pero esto no ocurre en abstracto, sino en relación con las circunstancias y los sentimientos involucrados. En ese sentido, un beso tiene una connotación especial si es un primer beso, si es el beso del reencuentro o si se sabe que será el último con esa persona que se ama todavía. En casos como estos, sucede que la valoración del beso no es prioritariamente sensible; predomina la razón, la conciencia que está más presente, en tanto que la teleología de la sensibilidad no está dirigida principalmente al entendimiento (Verstand), sino fundamentalmente a la razón (Vernunft). Esto, como es evidente, no se aplica sólo a las significaciones individuales, sino también a las sociales, donde un beso determinado puede asumir incluso un carácter crítico respecto a cierta situación o uso social, en cuyo caso, como se ha dicho antes, no es que el beso mismo tenga esencialmente esa significación, sino que ella le es adscrita a partir de circunstancias que son "supra-empíricas" y que pueden ser variables.
Campaña Unhate de Benetton (2011)
Un penúltimo aspecto para este breve esbozo debiera ser justamente la consideración social e histórica. Toda experiencia humana es social, incluso cuando se realiza a solas. Una plaza y una habitación son distintas sólo en la medida en que la última protege a la pareja que se besa del escrutinio público, con todas las ventajas que eso suponga, empezando por la comodidad misma de la pareja. No obstante, si tiene sentido besarse cuando se está a solas -más aún cuando se trata de besos apasionados-, esto es precisamente porque hay una sociedad alrededor que no desaparece nunca sino que, por decirlo así, es puesta entre paréntesis. Con los matices del caso, algo similar ocurre cuando una pareja se besa en un lugar público. El cuadro de Oosterwijk que sigue es por ello mismo muy sugerente. En cierto modo, la pareja que se besa está siempre sola, a pesar de que la rodee una multitud, como sucede habitualmente en toda sociedad urbana moderna ("en cierto modo" porque no deja de ser relevante que haya personas al lado). Pero también puede tomársele como si la pareja estuviese realmente sola, en una habitación y no en una estación de metro, y sin embargo no dejan por ello de estar siempre acompañados por una multitud de conocidos y desconocidos. Al besarse, los amantes se colocan en una peculiar situación que los hace sentirse separados y no separados del mundo -de sus realidades cotidianas- al mismo tiempo. Eso es algo central para su fuerza y su encanto, tal como nos sucede también con el buen arte.
Marcel Oosterwijk, De Kus (2001)
Acá también influye, desde luego, el factor cultural, pero la individualidad siempre puede desprenderse de ello y más en una materia como la aquí tratada. Y así como el beso, todo beso, tiene una espacialidad que no es sólo aquella en la que se desenvuelve, así también tiene lugar en un tiempo que no es únicamente el lapso de su duración. El tiempo de un beso empieza desde antes del contacto mismo, desde la disposición al mismo en la pareja pero también desde antes, en el simple deseo de cada uno de ellos que los hace "verse" besando a la otra persona; e incluye por lo mismo a las rememoraciones y a las proyecciones (pasado y futuro que se dan siempre en un presente actual - y de allí su ubicación puntual en una y muchas historias).
Alfred Eisenstadt, V-J Day in Times Square (1945)
Decimos que ocurre como si el tiempo se detuviese o como si pasara muy rápido o demorase mucho en pasar, según sea el caso, pero en realidad esta confrontación con la medición del tiempo objetivo no nos coloca fuera del tiempo. Lo que sucede es que adquirimos conciencia del tiempo de manera interna (el llamado "tiempo inmanente") y, en determinadas circunstancias como las de un beso, ella se diferencia notoriamente de las medidas objetivas que hemos fabricado para asir el tiempo lo más posible. Al besar, potenciamos nuestra actitud natural de suponer la duración indefinida del tiempo, pero sin suprimir en absoluto nuestra conciencia interna del tiempo. Más de un bolero juega con esa dualidad simultánea: hundirse en la eternidad del instante presente sin olvidar del todo la finitud que nos determina radicalmente y que, tarde o temprano, quizá después de esa misma noche, hará de esa eternidad un paraíso perdido.
Edvard Munch, Der Kuß (1897)
Por último, en relación con las determinaciones de la subjetividad en cuanto tal, es decir, en relación con el aspecto egológico, el beso supone un desdibujamiento del yo en aras de la unión con el otro. Lo que sucede es que la individuación, la conciencia de sí mismo como ego, se reduce notablemente con el sentimiento del amor en general. Las subjetividades idealistas gustan de ver en ello una suerte de unión esencial e incluso una supresión total de la subjetividad. El amor místico es quizá su forma más elaborada, en la cual el deseo y la voluntad misma de amar deben ser superadas para ser parte del amor absoluto. Se puede incluso hacer una metafísica del amor, de la unión sexual, como la que realiza Schopenhauer.
Constantin Brâncuşi, Le baiser (1907-1908)
Pero este desdibujamiento del yo, que se da en mayor o menor medida, no es nunca total. Así como en la mística la unión con Dios es -como decía Eckhart- como introducir un vaso de agua en el mar (lo cual no suprime al vaso mismo), del mismo modo, todo sentimiento de amor y de unión con el otro, como los que pueden acompañar a un beso, no suprimen la individualidad de cada uno de los amantes. Esto al punto que, aunque ambos sean amantes y amados a la vez, y aunque sean al mismo tiempo objetos y sujetos de sus mutuos deseos, y por más entregados que estén a la pasión y precisamente por ello, en el fondo nunca llegan a conocerse. Si uno no puede conocerse plenamente a sí mismo más que como si se estuviera ante una sucesión de espejos, con mayor razón no puede conocerse plenamente al otro más que como a través de un vidrio oscuro y de sus propias máscaras. Nuestra imaginación siempre anhela más de lo que le es posible realmente, pero, se quiera o no, allí estriba el límite de todo beso.
René Magritte, Les Amants (1928)
Muy completas tus observaciones
ResponderEliminaracá te dejo un dibujo no muy conocido, de un muy conocido poeta pero que en mi opinión contiene las "suficiencias" , y no me refiero a los saberes sufís
Un saludo
http://lardelasencrucijadas.blogspot.com/search/label/lorca%20beso%20dibujo