miércoles, 26 de enero de 2011

De poema a canción. A propósito de Joan Manuel Serrat cantando poemas de Miguel Hernández en Lima



Musicalizar poemas es un oficio que entusiasma a muchos pero que muy pocos pueden ejercer eficazmente; esto es, sin estropear letra y música. Y es que, para hacerlo bien, hay que tener un oído fino, capaz de atender debidamente a la musicalidad que tiene el poema, captar todas sus sutilezas y saber obtener la mezcla exacta -como si de un alquimista se tratase- entre el respeto y el desafío a dicha musicalidad marcada por el ritmo y la rima.

Normalmente, el músico puede errar por exceso o por defecto. Si resalta demasiado la música, el sentido de su trabajo se pierde, pues la letra se hace irrelevante (y por eso las musicalizaciones de poemas no son en la mayoría de casos muy elaboradas). Si, por el contrario, la musicalización es pobre en su capacidad sensible, se percibe a la misma como innecesaria e igualmente agresiva con la naturalidad sonora del poema. Se trata, pues, de dos músicas distintas que no es fácil hacer compatibles. Si la habilidad y la fortuna le son propicias al músico, el resultado será la profundización de la letra (en la conciencia) con ayuda de la música; es decir, de la significación con ayuda de la sensibilidad. Eso mismo ocurre respecto a la imagen con el recurso melodramático en el cine, aunque allí es menos problemático porque no hay que unir dos sonoridades distintas, sino sonido e imagen. Un ejemplo de esa profundización del poema en la canción lo tenemos claramente en la siguiente lectura que hizo Rafael Alberti de su poema "A galopar", luego de la cual éste fue cantado por Paco Ibañez y por el mismo Alberti.




A lo largo de su carrera Ibañez musicalizó a los más diversos poetas de lengua hispana: Góngora, Cernuda, Machado, Celaya, Manrique, Guillén, Lorca, Quevedo y, entre otros, también a Hernández ("Andaluces de Jaén").  La nueva trova ha sido un terreno privilegiado para esta práctica. Ello no es casual sino que obedece a su intencionada pobreza musical (mayor o menor dependiendo del caso) en aras de la significación - la de la letra, porque no pretenden conceptualizar el sonido mismo.

Algo similar ocurrió con los Lieder (canciones; Kunstlieder en el alemán actual) que bajo influencia del canto luterano empezaron a aparecer en la música clásica. Haydn y Mozart nos ofrecen algunos ejemplos en los que se observa ya la renuncia al virtuosismo, si bien aún dentro de las convenciones del aria operística. Beethoven les dió mayor autonomía y finalmente florecieron como género con Schubert y los demás compositores románticos. El virtuosismo era concebido entonces como innecesario pues hacía olvidar que el núcleo del Lied es el poema, al que la melodía del piano ayudaba por una cuestión mnemotécnica (que también cuenta) pero sobre todo por cómo permitía ilustrar los significados sentimentales de las letras. Con esto quiero decir que no era un concepto lo que se quería transmitir, sino el sentimiento. De allí que se celebrase el feliz enlace entre la música (con su poder sensible) y el poema (con su capacidad metafórica). La melodía ayudaba también a la estructura de la trama que adoptaban algunas canciones, especialmente cuando se trataba de ciclos de poemas (como los que Schumann musicalizó a partir de poemas de Heine), pero, en cualquier caso, no se trataba de narrativas objetivas. El Lied era más bien el medio idóneo para la expresión de estados subjetivos, normalmente dolorosos, y de allí surgió también la balada moderna.

En lo desarrollado hasta aquí, tal parece que el recurso a los poemas por parte de los músicos es algo relativamente reciente, y sin embargo es la práctica más antigua de la poesía occidental. Baste recordar que los poemas de Homero no se leían, sino que se cantaban - y aún se conservan algunos restos de partituras griegas que nos permiten especular sobre cómo debieron ser cantados. Y a pesar de que, con el paso del tiempo, música y poesía se separaron cada vez más, no es una práctica infrecuente entre los músicos que se basen en poemas ya escritos. Lo llamativo, entonces, es cuando el poema es reconocible como tal. En esos casos se tiene mayor conciencia respecto a un eventual conflicto. Sobre lo que no caben juicios puristas es sobre las licencias que se puede tomar el músico para alterar el orden y aun la extensión del poema, porque se trata de juegos distintos, como distintos son también los de una novela adaptada al cine (que tampoco es un trabajo fácil). Obsérvese, por ejemplo, la brillante musicalización de la Oda a la alegría de Schiller en la Sinfonía Nº 9 de Beethoven. Allí el músico recorta y altera el orden y las intervenciones asignadas al solista y al coro en el poema original, pero nada de eso resta a la obra resultante su genialidad que configura instrumental y coralmente la aspiración a la unidad fraterna de la humanidad toda.

Hay otras musicalizaciones menos afortunadas, como por ejemplo algunas que toman poemas de Vallejo y de las que prefiero no acordarme. Mejor suerte ha tenido Neruda -que además recitaba sus propios poemas con una entonación espantosa- con la música de Ramón Ayala y cantado por Alberto Cortez:




Y otro caso afortunado es el de Miguel Hernández, cuyos poemas han sido convertidos en canción por Joan Manuel Serrat desde hace casi cuarenta años, cuando en 1972 publicó su disco Nanas de la cebolla como un acto de rebeldía frente al régimen que había prohibido y sumido en el olvido al poeta muerto en prisión a fines de la Guerra Civil. Desde entonces, Serrat ha dotado de gran intensidad a la amistad, el amor, la libertad, la guerra y la muerte que uno encuentra en los versos del poeta de Orihuela. El próximo 22 de marzo se presenta en Lima con el disco Hijo de la luz y de la sombra, que está compuesto precisamente por trece poemas de Hernández con los cuales quiso celebrar el centenario de su nacimiento (1910-2010). Con motivo de esta presentación, me parecía oportuno recordar un poco la larga pero a veces difícil amistad entre música y poesía, la misma que ha alimentado considerablemente el cancionero popular, quizá no con músicas demasiado exigentes pero sí con bellas letras que se hacen más entrañables una vez que se les ha acompañado de cierta instrumentación inteligente. Serrat es uno de los mejores representantes que tenemos actualmente de esa larga tradición.







A María Rivas, en su onomástico.

miércoles, 19 de enero de 2011

Wagner contra Nietzsche. Su incomprensión de la crítica de éste y un manifiesto personal sobre el arte, la filosofía y la vida




Richard Wagner. "Marcha fúnebre de Siegfried", final de El ocaso de los dioses, última parte de la tetralogía del Anillo de los Nibelungos.



En 1876, después de haber huido Nietzsche de Bayreuth sin explicación alguna y tras un frío encuentro que sostuvieron en Sorrento, Wagner no comprendió por qué se estaba distanciando de él quien era, incluso entonces, su mejor apologeta. "La culpa debe tenerla ese judío, ese tal Rée", opinaba Cósima, que guardaba aun aprecio por el joven y enfermizo filólogo. Ciertamente, entre los amigos del círculo wagneriano y también fuera de éste se hablaba mucho del réealismo de Nietzsche. Un par de años después, en 1878, Nietzsche publicó el libro en el que había estado trabajando: Humano, demasiado humano. Se lo envió a Wagner, que, mientras lo leía, iba pasando de la indignación a la más extrema cólera, que fue cuando llegó a la cuarta parte ("Del alma de los artistas y escritores"), que claramente había sido escrita en contra suya. Elisabeth Nietzsche estaba fastidiada: ¡todo lo que le había costado subirse al coche de los Wagner para que ahora su hermano, seguramente confundido por la enfermedad, publicase un libro así! ¡Y filosofía del futuro, le llamaba, oponiéndola a la futurista música del maestro!... Pero era su hermano, al fin y al cabo, y no dejaría de quererlo. Los demás wagnerianos fueron menos comprensivos, pero Wagner mismo no quiso entrar en una confrontación directa con Nietzsche, especialmente porque estimaba que su "traición" se debía a su mal estado psíquico, y se limitó a contestar, sin mencionarlo, los infundios proferidos no contra él sino contra su ideal y su proyecto revolucionario. En un artículo titulado "Público y popularidad", que venía sacando en varias entregas su órgano de propaganda, el Bayreuther Blätter, contestó veladamente a Nietzsche. En éste se lee:
Filólogos y filósofos, especialmente cuando se encuentran en el campo de la estética, son animados, casi obligados por la física en general, a un progreso sin límites en el ámbito de la crítica de todo lo humano e inhumano. [...] Cuanto más inadvertidas pasen las saturnales de la ciencia aquí señaladas, tanto mayor será la audacia y la crueldad con que las víctimas más nobles serán mancilladas y arrastradas hasta el altar de la duda. Todo profesor alemán debe escribir alguna vez un libro que le haga famoso. [...] Ahora bien, los casos más graves son los que consideran toda grandeza en general, especialmente el tan molesto "genio", como pernicioso: el genio, considerado como algo fundamentalmente falso, es arrojado por la borda (1).

Es la crítica nietzscheana del genio la que exaspera a Wagner porque la siente como un ataque directo. La consigna no es que lo haya traicionado a él, sino al Arte (así, con mayúscula) en nombre de la fría y perversa ciencia. La explicación de la misma es ad hominem: su debilidad ha permitido que sea engañado y atrapado por el filisteísmo académico. Pero Nietzsche no se sentía ya parte de ese mundo académico. Por eso diría: "También he leído la amarga e infeliz invectiva de W contra mí en el número de agosto de las Bayr Bl: me dolió, pero no en el sitio donde W pretendía" (2). En su artículo Wagner seguía:
Me parece que con esto hemos tocado los éxitos del nuevo método científico, denominado "histórico", si bien sólo superficialmente (como no puede ser de otra manera para los no iniciados en los misterios de la Ilustración), en virtud de los cuales el puro sujeto cognoscente, sentado en la cátedra, queda como el único ser cuya existencia está justificada. ¡Una digna imagen para el final de la tragedia universal! [...]. Ciertamente nadie le prestaría atención si no hubiera universidades y cátedras que nuestro Estado, tan orgulloso de sus eruditos, se preocupa de mantener generosamente. [...] Al arte, que aparece cada vez más a los ojos del Goliat del conocimiento tan sólo como un rudimento de un estadio cognitivo previo de la humanidad [...], le presta atención sólo si le ofrece perspectivas arqueológicas para justificar afirmaciones históricas. [...]

El pueblo aprende de hecho siguiendo un camino completamente opuesto al de quienes siguen el método histórico-científico, es decir, en este sentido no aprende nada. No tiene conocimiento, pero conoce: conoce a sus grandes hombres, y ama al genio, al que aquéllos odian; y finalmente, venera lo divino, cosa que horroriza a aquéllos. [...] Ella está inmersa en el judaísmo y se maravilla de que hoy sigan tañendo las campanas los domingos por la mañana por un judío crucificado hace dos mil años, lo mismo ante lo que se maravillan todos los judíos.

A decir verdad, Wagner, como ensayista, era un buen músico. Le había hecho poca justicia a Nietzsche cuando lo defendió por la publicación de El nacimiento de la tragedia, y lo mismo ocurría ahora que le tocaba comprender su Humano, demasiado humano. Aunque, por otro lado, y más allá de su obsesión contra los judíos (que eran un símbolo pero no sólo eso), asumía comprensiblemente la postura idealista en la que Nietzsche lo ubicaba, según la cual la crítica de la razón le establece márgenes demasiado estrechos al iluminado que es convocado por lo Infinito. Que Wagner tenía poca idea de aquello a lo que Nietzsche se refería es algo que se observa claramente si nos remitimos al texto al que alude Wagner:
Cuando un domingo por la mañana oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿será posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que dijo ser hijo de Dios. Falta la prueba de semejante afirmación. (§ 113) (3)

Wagner reclamaba un privilegio metafísico del arte que no sería en absoluto compatible con los márgenes físicos (naturalistas) de la ciencia. El viejo metafísico necesita y cree que todos los demás también necesitan de su nube, pero esa "necesidad" en realidad parte de la tierra, aunque éste ya lo haya olvidado. Nietzsche, en cambio, cree que el arte debe ser sometido al tribunal de la razón, mas no para juzgarlo falso en contraste con el conocimiento científico, sino para develar su interés terrenal, su necesidad física y no metafísica; esto es, su valor fisiológico:
Es verdad que el arte tiene mucho mayor valor bajo ciertos presupuestos metafísicos, por ejemplo, si se cree que el carácter es inalterable y que la esencia del mundo se expresa constantemente en todos los caracteres y acciones; entonces la obra del artista se convierte en la imagen de lo eternamente persistente, mientras que para nuestra concepción el artista nunca puede darle a su imagen más que validez para una época, pues el hombre en conjunto ha devenido y es mudable, y ni siquiera el hombre singular es nada fijo y persistente. Lo mismo sucede con otro presupuesto metafísico: puesto que nuestro mundo visible no fuera más que apariencia como suponen los metafísicos, el arte vendría a estar bastante cerca del mundo real, pues entre el mundo de la apariencia y el mundo de ensueño del artista habría mucha analogía; y la diferencia restante elevaría la significación del arte por encima incluso de la significación de la naturaleza, pues el arte representaría lo uniforme, los tipos y modelos de la naturaleza. Pero esos presupuestos son falsos: ¿qué posición le queda ahora todavía al arte después de esta constatación? Ante todo, durante milenios ha enseñado a ver con interés y placer la vida en todas sus formas y a llevar nuestro sentimiento tan lejos que finalmente exclamemos: "sea como sea la vida, es buena". (§ 222) (4)

Esquilo y Shakespeare rinden pleitesía a Wagner. Caricatura aparecida en Ulk (1876).

La ruptura con Wagner, por lo tanto, más allá de que su concepción del arte fuese equivocada al revestirle de metafísica hegeliana, implicaba una desconfianza radical frente al arte en general. En esto Wagner tenía razón: Nietzsche le da preeminencia a la ciencia en detrimento del arte, pero no es la ciencia académica que el mismo Nietzsche había ya criticado (5), sino la ciencia jovial, una ciencia que enseña a dudar para poder entonces abrazar más libremente a la vida, aun con todas sus migrañas y sus indiferentes jóvenes rusas. La fidelidad al arte es dominada en la filosofía de Nietzsche por una más fuerte y fundamental fidelidad a la tierra. Eso es algo que debieran recordar nuestros estetas que "aman" al arte por sobre todas las cosas y se creen autorizados en eso por Nietzsche. Quizá nos falte entre los nietzscheanos una Escuela de Frankfurt: así como ésta "des-economizó" a Marx (sin que lo económico dejase de ser fundamental), así también podría ser provechoso "des-estetizar" a Nietzsche sin que lo estético pierda su más primitiva aunque recién aclarada importancia en el conjunto de las experiencias humanas.

En la epistemología kantiana tenemos la más radical inversión de la metafísica platónica (como por otra parte lo sostiene también Eugen Fink). Mi tesis es que, en este período intermedio de la filosofía de Nietzsche, tenemos, incluso en relación con el arte, una inversión nietzscheana de Kant, gracias a la cual y sólo con ella pudo Nietzsche terminar de darle la vuelta a la filosofía en cuanto tal (aquella vuelta de la que habla Lou von Salomé) y ensayar por fin una metafísica enteramente distinta a la platónica. Nietzsche ("oído a la música", queridos inmoralistas) va en línea kantiana y hace más estricto su deber. La kantiana y muy clásica (me refiero al clasicismo) preeminencia de la naturaleza sobre el arte, tan irónicamente refutada por el idealismo de Hegel, reaparece en Nietzsche aunque con un tono diferente, pues ha destronado también a la razón ilustrada, pero no para colocar en su lugar una conciencia absoluta (fea y torpe actitud la del idealista que cree ver en Nietzsche finalmente a uno de los suyos), sino para hacer más radical aún su criticismo. Esta otra preeminencia de la naturaleza bien podría resumirse en la máxima: "No puedo vivir sin mi arte, pero jamás lo pondré por encima de toda otra cosa. Pues, si mi arte sólo pudiese alejarme del mundo, no dudaría ni un segundo en abandonarlo". Entre todos los seguidores que Nietzsche ha tenido en más de cien años, sólo la mente lúcida y mediterránea de Albert Camus ha sentido algo similar y ha hecho su arte y su vida conformes a esta máxima.

Wagner estaba en la otra vera. No era enteramente un hegeliano (a decir de Nietzsche), ya que, a diferencia de Hegel, él no creía en el Estado como solución política, sino en la "anarquía"; pero sí admiraba su metafísica y la había incorporado (a su manera, como también reconoce Nietzsche) en su noción de Gesamtkunstwerk (véase La obra de arte del futuro). Esa distancia, fuertemente dogmática por el lado de Wagner, es la razón principal por la que éste no pudo comprender los "nuevos mares y soles" del viejo amigo. Sólo le quedaba extrañarlo en silencio, pues había prohibido pronunciar su nombre, y tratar que algún otro ocupase su lugar en Bayreuth. Cósima haría lo mismo: "Yo permanezco fiel al Nietzsche que ha muerto, y abandono al Nietzsche vivo en la compañía que ha escogido: Petrarca, Erasmo, Voltaire - ¡que le hagan buen provecho!" (6)

La distancia era para Nietzsche también la diferencia entre la "divina manía" del músico y el deber crítico del filósofo. Si se quiere, podemos generalizar que todo filósofo, desde el momento en que es tal, no se siente satisfecho con la sola música y necesita el complemento de su filosofía. Pero, ¿hay en ello siempre un menosprecio? Como fuese, Nietzsche demuestra que el supuesto enaltecimiento de la música, operado por los músicos, matemáticos, sacerdotes y filósofos idealistas, es en realidad un menosprecio radical de la misma, de su fuerza vital, y frente a eso, en todo caso, es un mejor destino para ella el de la filosofía que reconoce sus propias pulsiones.

Karl Jaspers ha señalado acertadamente que la música es, para Nietzsche, "adversaria de la filosofía y que su pensamiento es tanto más filosófico cuanto menos musical es, porque lo que Nietzsche ha filosofado nació en lucha con lo musical y ha sido conquistado en contra de la música" (7). Aquí música quiere decir pasíón, y precisamente sobre ésta dice Nietzsche: "Nada más barato que la pasión. Se puede prescindir de todas las virtudes del contrapunto, se puede no haberlo aprendido, pero siempre se puede hacer pasión" (8). Sin embargo, el mismo Jaspers pierde la clave cuando afirma que "tanto su pensamiento como las revelaciones ontológicas místicamente experimentadas por él son opuestas a la música y se mantienen sin ella" (9). Que esta última afirmación es exagerada, se puede corroborar con cualquiera de los varios aforismos donde Nietzsche asocia pensamiento y creencias con baile; es decir, con seguir a la música. Si decimos que el buen filósofo debe saber bailar, evidentemente no estamos refiriéndonos a su agilidad corporal, sino a cuán dúctil e ingenioso es su pensamiento. La observación última de Jaspers sólo conserva su importancia separadora si se le tiene como antídoto frente a una tentación pitagórica que quiera encontrar una musicalidad cósmica (matemática) en las "revelaciones ontológicas" del último Nietzsche. Como ese no parece ser el caso, separémonos de Jaspers y volvamos al propio Nietzsche, que, refiriéndose a Wagner, se pregunta:
¿Qué es lo primero y lo último que un filósofo se exige? Vencer en sí mismo a su tiempo, venir a ser "intemporal". ¿Con qué ha de sostener entonces su más dura contienda? Justamente con aquello en que es hijo de su tiempo. ¡Muy bien! Soy tan hijo suyo como Wagner, quiero decir, un décadent: sólo que yo lo entendí; sólo que yo me defendí. El filósofo, en mí, se defendió. (10)

El filósofo, al que no le gustan los moralistas ni las frases bonitas, debía separarse del músico más lascivo de todos:
La música y sus peligros.- Sus orgías, su arte de provocar estados cristianos, sobre todo aquella mezcla de sensibilidad pervertida y devoción ardiente, va de la mano con el desaseo de la mente y las exaltaciones del corazón; quebranta la voluntad, sobreexcita la sensibilidad; los músicos son lascivos. (11)

Pero la música toda es lasciva, felizmente lasciva, ese es precisamente su valor. El idealista considera eso insultante, quiere elevar a la música haciéndola inteligible. Pero Nietzsche demuestra explícitamente, en su oposición a Wagner, que esto es menospreciarla. Kant le había quitado a la música el valor moral que Pitágoras y Platón le habían dado. Nietzsche le da su valor fisiológico: "El arte es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor para la vida, el gran estimulante para vivir..." (12). En ese sentido se entiende también la más conocida frase suya: "¡Qué poco se requiere para ser feliz! El sonido de una gaita. - Sin música la vida sería un error" (13). Como las valoraciones morales están excluidas por principio fisiológico (que nosotros podríamos llamar también fenomenológico), hay que apreciar todas las experiencias musicales, como éstas se presentan, desprejuiciadamente, con su fuerza vital como sola justificación. Y en ese caso resulta igualmente absurdo censurar la música de Wagner, ya sea por su estúpido antisemitismo o por su afectada dramatización. Sí, aunque nos parezca deleznable y lo critiquemos... ¡Incluso Wagner nos hace bien! ¡Incluso a Wagner le decimos: sí, eres bueno para mi vida! Porque para sostener un vitalismo así de radical es necesario haber tenido una décadence. Yo la tuve con Schopenhauer y el Romanticismo alemán. No cambiaría esa experiencia por ninguna otra, por riesgosa que haya sido en su momento. ¡Cuánto aprendí entonces a amar la vida! Comprendo, pues, que Nietzsche haya tenido que pasar por su Wagner y que haya así unido su destino al de él. "Llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida", escribió en Ecce homo poco antes de su derrumbe psíquico, agregando que "Richard Wagner ha sido, con mucho, el hombre más afín a mí [...]. Lo demás es silencio".


Wagner avasalla con su música sobre un casco prusiano. Caricatura aparecida en Figaro (1876).




(1) Wagner, Richard, Sämtliche Schriften und Dichtungen, Leipzig, 1883, vol. X, pp. 81-86.
(2) Nietzsche, Friedrich, Correspondencia III, Madrid: Trotta, 2010, carta 752. Sobre esta cita quiero observar el "descuido" de Eduardo Pérez Maseda, autor del libro Música como idea, música como destino: Wagner-Nietzsche (Madrid: Tecnos, 1993), que resalta el dolor expresado por Nietzsche en esta carta sin el importante "pero" final.
(3) Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid: Akal, 2007.
(4) Ibídem.
(5) Y no sólo critica a la ciencia moderna, para lo cual se puede revisar el respectivo apartado en el estudio de Jaspers (citado luego), sino también a la filosofía que critica a la ciencia pero en favor de la moral. Allí entran desde Sócrates hasta Kant. Al respecto puede verse el iluminador fragmento póstumo 14 [141] de 1888: "La ciencia combatida por los filósofos".
(6) Carta de Cósima Wagner a Gersdorff, 12 de enero de 1879.
(7) Jaspers, Karl, Nietzsche, Buenos Aires: Sudamericana, 1966, p. 77.
(8) Nietzsche, F., El caso Wagner.
(9) Jaspers, K., op. cit.
(10) Nietzsche, F., El caso Wagner, Prefacio.
(11) Nietzsche, F., Fragmentos póstumos (1885-1889), vol. IV, Madrid: Tecnos, 2006.
(12) Ibídem., 11 [415].
(13) Nietzsche, F., Crepúsculo de los ídolos, "Sentencias y flechas", 33.

domingo, 16 de enero de 2011

Dos poemas de Nietzsche a Lou von Salomé (y una explicación de ella)



Lou von Salomé conoció a Nietzsche cuando ella tenía veintiún años y él treinta y ocho. Nietzsche quedó profundamente impresionado por su belleza pero sobre todo por su inteligencia, de la que Paul Rée ya le había dado noticia. Desde un inicio quiso hacerla partícipe de su filosofía y también, por qué no, de su "afecto". Era abril de 1882 y estaban en Roma. Según lo que ella cuenta, al saludarse por primera vez él le dijo con solemnidad: "¿Desde qué estrella hemos caído para venir a encontrarnos aquí?", a lo que ella replicó con gracia que, al menos ella, venía de Zurich. Lejos estaba de suponer que Nietzsche le propondría matrimonio unos días después por intermedio de Rée, ni tampoco cuánto complicaría el plan que ella y Rée ya tenían para convivir juntos en una especie de monacato intelectual al que Nietzsche quería sumarse. En junio de ese año, éste le envió el primer volumen de Humano, demasiado humano, prometiéndole dedicárselo pronto. Eso ocurrió dos meses después, en agosto, cuando se encontraron en Tautenburg. Nietzsche escribió en la anteportada del libro un poema cargado del ideal de "espíritu libre" que cruza toda esa obra y que él creía compartir con ella aun más que con Rée. Esta dedicatoria dice:

Verano de 1876

¿Imposible volver atrás? ¿Y tampoco subir?
¿Ni siquiera para la gamuza hay camino?

Así espero aquí y apreso con firmeza,
lo que ojos y manos me dejan apresar:

Cinco pies de tierra en torno, la aurora,
y debajo de mí - el mundo, el hombre y la muerte

F. N.

A mi querida Lou. - Verano de 1882 *

1876 es el año de la ruptura con Wagner. Éste le había enviado a Nietzsche su Parsifal, mientras que él le había enviado a su vez, precisamente, el primer volumen de Humano, demasiado humano. Según lo que cuenta Nietzsche, con ese intercambio ya estaba todo demasiado claro para ambos -aunque Wagner quedó perplejo por la separación- y no volverían a encontrarse. El filósofo, sin embargo, que para entonces ya se asumía plenamente como tal, buscaba, no volver atrás, pero sí un modo de "subir" distinto al wagneriano o al schopenhaueriano. Este poema expresa esa condición suya, en lo que ha dado en llamarse su período intermedio o "positivista". Por eso mismo se concibe como filósofo, pues se dedicaba a "apresar" lo que podía hacer valioso y superior al hombre, partiendo de lo humano mismo, de lo que acaece, de la fidelidad con la tierra. Como bien lo advirtió Lou en su brillante estudio sobre Nietzsche**, éste presentía (sólo presentía), como en la aurora, la luz de mediodía que le habría de llegar bajo la forma de sus conceptos fundamentales: nihilismo activo, ultrahombre, eterno retorno de lo igual y voluntad de poder.

Es con la Gaya ciencia que va apareciéndosele esa "nueva tierra" por la que le gustaba identificarse con Cristobal Colón (con el añadido de haber residido en Génova durante un tiempo, justo antes de marchar a Roma y conocer a Lou en la Basílica de san Pedro). Esta dedicatoria no está escrita en el mismo libro, sino que es una hoja suelta insertada en el ejemplar que le obsequió a Lou. La dedicatoria es como sigue:

primeros de noviembre de 1882

Amiga mía -dijo Colón- ¡no te fíes
de ningún genovés más!
¡Siempre mira él fijamente el azul,
la lejanía lo arrastra demasiado fuerte!

A quien ama, le gusta atraerlo
hacia la amplitud del espacio y del tiempo - -
Sobre nosotros brillan estrellas sobre estrellas,
En torno a nosotros brama la eternidad.

A mi querida Lou

F. Nietzsche ***

En uno de los apéndices de este libro, las Canciones del príncipe Vogelfrei, escribe una variante bajo el título "Hacia nuevos mares", y otra versión más amplia aparece en los Fragmentos póstumos (NF III, 1884, 28[63]) con el título "Yorick-Colón". La misma Lou (que por lo demás es la mejor intérprete de las cartas que le mandó Nietzsche) escribió sobre este poema:

Cuando Nietzsche terminó su Gaya ciencia, en el año 1882, esa India suya interior se había convertido en una certeza: creyó haber arribado a las costas de un mundo extranjero, aún sin nombre y magnífico, del que ninguna otra cosa se conocía aparte de que debía hallarse más allá de todo aquello contra lo que el pensamiento podía arremeter, de todo aquello que el pensamiento podía destruir. Un ancho mar, aparentemente sin orillas, entre él y toda posibilidad de una nueva crítica mediante conceptos: más allá de toda crítica, allí pensaba que había hollado tierra firme.

(...) Pero se equivocaba con respecto a la absoluta novedad y lejanía de aquella tierra; se trata del error inverso al de Colón, que, buscando lo antiguo, encontró lo nuevo. Y es que, de hecho, sin saberlo y después de haber navegado dando la vuelta al mundo, Nietzsche regresó por el lado opuesto precisamente a la costa de la misma tierra de la que había partido y que creía haber dejado atrás para siempre cuando se distanció de la metafísica. ****

Eso explica, según ella, por qué a Nietzsche le resultó tan fácil pasar de su período positivista a su metafísica última, sin que haya una ruptura como la que hubo en él cuando se separó de Wagner, y aunque no se trate de la misma metafísica que había denunciado, como aclarará después. Es en ese particular proceso de la filosofía nietzscheana que apareció en su vida Louise von Salomé. Y fue ese mismo proceso, al que Nietzsche estaba tan devotamente dedicado, el que los separó más allá de los entusiasmos exagerados del filósofo por casarse con ella. En el diario que Lou escribió durante la semana que estuvo con Nietzsche en Tautenburg, reportándose a Rée le decía: "Nietzsche todavía se comporta con la meta de su conocimiento tal como el creyente con su dios o el metafísico con su esencia metafísica, y pone tanto su cabeza como la fuerza de su carácter a su servicio". Ella, en cambio, apreciaba de Rée justamente lo contrario: la indiferencia de aquél que conoce con la debida distancia, sin colocar todo su ser en su objeto de conocimiento, y juzgaba por lo mismo que la supuesta fuerza y firmeza intelectual de Nietzsche no era tal, sino precisamente lo contrario.

León herido de Lucerna, del escultor Thorwaldsen, a los pies del cual Nietzsche le pidió matrimonio por segunda vez a Lou von Salomé, poco antes de tomarse ambos junto a Rée la célebre fotografía que Nietzsche insistió en tomarse como sello de su amistad y planes para vivir juntos en París.

Aunque Lou afirmó en alguna ocasión (según su albacea, Ernst Pfeiffer) que bien podía prescindir de Nietzsche en su vida, es no menos cierto que no dejó nunca de admirarlo. "Nietzsche es, con seguridad, uno de los hombres más ricos, inquietantes y misteriosos que jamás han existido", escribió en una nota. Por el lado de Nietzsche, hay quienes sostienen una decisiva influencia de los acontecimientos con Lou y Rée en la obra que surgiría luego de la ruptura: Así habló Zarathustra. Y, en lo personal, es probable que mantuviese su gratitud y aprecio hacia la joven rusa que en Montesacro, según testimonio propio, le brindó el sueño más hermoso de su vida.





* Nietzsche, Friedrich, Correspondencia IV, trad. de Marco Parmeggiani, Madrid: Trotta, 2010, p. 252, carta 289.
** Cf. Andreas-Salomé, Lou, Friedrich Nietzsche en sus obras (1894), Barcelona: Minúscula, 2005.
*** Nietzsche, F., op. cit., p. 273, carta 321.
**** Andreas-Salomé, L., op. cit., pp. 193-194.

jueves, 13 de enero de 2011

"Desventuras en el País Jardín-de-Infantes". María Elena Walsh contra la censura



El siguiente artículo, escrito en 1979 por María Elena Walsh y publicado en el periódico Clarín, es el mejor texto que he leído que haya sido escrito por un artista en contra de una dictadura. La ironía y el humor son, como lo demuestra aquí Walsh, las armas idóneas contra la estrechez mental del tirano y sus esbirros.


Desventuras en el País Jardín-de-Infantes

Por María Elena Walsh


Si alguien quisiera recitar el clásico "Como amado en el amante / uno en otro residía..." por los medios de difusión del País-Jardín, el celador de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra amante, mucho más en tan ambiguo sentido.

Imposible alegar que esos versos los escribió el insospechable San Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos al tuntún y autores porque están en capilla.

Atenuante: como el celador suele ser flexible con el material importado, quizás dejara pasar "por esa única vez" los sublimes versos porque son de un poeta español.

Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser poesía, cosa muy tranquilizadora.

El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar, suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad y adhesión popular.

El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos a cada paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis se doctoró. Sólo sabemos, por tradición oral, que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las Memorias de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y ajena como para recordar que Stendhal escribió dos novelas: El rojo y El negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico y nos resultaría temerario atribuírselo.

Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por vocación, porque la vida lo engañó o por mandato de Satanás.

Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.

La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos —debemos— denunciar para sanear, informar para corregir, saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras ideas, que son por lo menos las del siglo XX y no las de Khomeini.

El productor-consumidor de cultura necesita saber qué pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas (no son pornográficas pero quién va a probarlo: ¿no son obscenas las láminas de anatomía?) que significativamente el correo no distribuye.

Un autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión, pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las que consultan las Aduanas, con delincuentes o "desaconsejables". Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que se sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué su autor preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos de sémola chirle y sosa.

Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos olvidado el cómo, el dónde y el cuándo y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos del dibujo de Quino que se preguntaban: "¿Nosotros qué éramos...?"

El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación, que debería ser constitucional.

La autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó. Creyó y cree en la protección de la infancia y por lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar. Pero la autora también y gracias a Dios no es ciega, aunque quieran vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor. Mira con amor la realidad de su país, por fea y sucia que parezca a veces, así como una madre ama a su crío con sus llantos, sus sonrisas y su caca (¿se podrá publicar esta palabra?). Y ve multitud de familias ilegalmente desarticuladas porque el divorcio no existe porque no se lo nombra, y viceversa. Ve también a mucha gente que se ama —o se mata y esclaviza, pero eso no importa al censor— fuera de vínculos legales o divinos.

Pero suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo. Si incursiona en la TV —da lo mismo que sea como espectador, autor o "invitado"— hablará del prêt-à-porter, la nostalgia, el cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares enamorados que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá a debates sobre temas urticantes como el tratamiento del pie de atleta, etcétera.

El público ha respondido a este escamoteo apagando los televisores. En este caso, el que calla —o apaga— no otorga. En otros casos tampoco: el que calla es porque está muerto, generalmente de miedo.

Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura parece regida por un conjuro mágico no nombrar para que no exista. A ese orden pertenece la más famosa frase de los últimos tiempos: "La inflación ha muerto" (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor Zimmermann, que se limite a ser bello y callar.

Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes. Menos imaginó que ese país podría llegar a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España donde había que someter a censura previa las letras de canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde el doblaje de las películas convertía a los amantes en hermanos, legalizando grotescamente el incesto.

Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.

Es verdad que no toda censura procede "de arriba" sino que, insisto, es un antiguo deporte de amanuenses intermedios. Pero el catonismo oficial favorece —como la humedad a los hongos— la proliferación de meritorios y culposos. Unos recortan y otros se achican. Y entre todos embalsamamos las mustias alas de cóndor de la República.

Nuestra historia —con sus cabezas en picas, sus eternos enconos y sus viejas o recientes guerras civiles— nos ha estigmatizado quizás con una propensión latente represiva-intervecinal que explota al menor estímulo y transforma la convivencia en un perpetuo intercambio de agravios y rencores.

No es ejemplo actual sino intemporal, digamos, el del taxista calvo que "fusilaría a los muchachos de pelo largo". El del culto librero que una vez, al pedirle un libro feminista, me reprochó: "Vamos, no va a ponerse a leer esas cosas..." ("Nena, eso no se toca.") O el del director de una sala que exigió a un distinguido coreógrafo que no incluyera "danza demasiado moderna ni con bailarinas muy desvestidas". ("Nene, eso no se hace.")

Quienes desempeñan la peliaguda misión de gobernarnos, así como desterraron —y agradecemos— aquellas metralletas que nos apuntaban por doquier en razón de bien atendibles medidas de seguridad, deberían aliviar ya la cuarentena que siguen aplicando sobre la madurez de un pueblo (¿se acuerdan del Mundial?) con el pretexto de que la libertad lo sumiría en el libertinaje, la insurrección armada o el marxismo frenético. Y si de aplacar la violencia se trata, ¿por qué no se retacean las series de TV o se sanciona a los conductores que nos convierten en virtuales víctimas y asesinos?

Creo necesario aunque obvio advertir que en las democracias donde la libertad de expresión es absoluta la comunidad no es más viciosa ni la familia está más mutilada ni la juventud más corrompida que bajo los regímenes de exagerado paternalismo. Más bien todo lo contrario. Delito e irregularidad son desgraciadamente productos de nuestra época (y de otras) y se dan en casi todos los países excepto los comunistas. ¿Son ellos nuestro ideal?

Aun la pornografía —que personalmente detesto, en especial la clandestina y la española— y las expresiones llamadas de vanguardia, pasado un primer asalto de curiosidad, son naturalmente relegadas a un gueto: barrios, salas, círculos. Y allí va a buscarlas el adulto cuando tiene ganas, así como va a sintonizar debates sobre temas vigentes durante el horario de protección al menor.

Se supone que, en cuanto el censor desaparezca, los primeros en aprovechar del recreo serán los descomedidos de siempre, que reflotarán una grosera contra-cultura. Pero a la larga resultarían relegados siempre que una debida promoción (que hoy tampoco existe) de los honestos los lleve a ocupar las posiciones más evidentes.

El abuso puede ser controlable mediante una coherente reglamentación, pero es preferible mil veces correr los riesgos que entraña la libertad, por lo mucho de positivo que engendra, que asustamos a priori para ser pobres pero honrados, niños pero atrasados, que no es lo mismo que puros.

En cambio los tortuosos mecanismos que paralizan preventivamente la cultura sí contaminan y achatan a toda la familia social y no sólo le vedan el acceso a las grandes ideas sino que generan fracaso, reyertas e hipocresía... vicios poco recomendables para una familia.

En lugar de presentar certificados de buena conducta o temblar por si figuramos en alguna "lista" creo que deberíamos confesar gandhianamente: sí, somos veinticinco millones de sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la adultez y actualizamos creativamente, por peligroso que les parezca a bienintencionados guardianes.

Veinticinco millones, sí, porque los niños por fortuna no se salvan del pecado. Aunque se han prohibido libros infantiles, los pequeños monstruos siguen consumiendo historias con madrastras-harpías, brujas que comen niños, hombres que asesinan a siete esposas, padres que abandonan a sus hijos en el bosque, Alicias que viajan bajo tierra sin permiso de mamá. Entonces ellos, como nosotros, corren el riesgo de perder ese "sentido de familia" que se nos quiere inculcar escolarmente... y con interminables avisos de vinos.

Ésta no es una bravuconada, es el anhelo, la súplica de una ciudadana productora-consumidora de cultura. Es un ruego a quienes tienen el honor de gobernarnos (y a sus esposas, que quizás influyan en alguna decisión así como contribuyen al bienestar público con sus admirables tareas benéficas): déjennos crecer. Es la primera condición para preservar la paz, para no fundar otra vez un futuro de adolescentes dementes o estériles.

Como aquella pobre modista negra llamada Rosa Parks, encarcelada por haberse negado a cederle el asiento a un pasajero blanco en un autobús según la obligaba la ley, la autora declararía a quien la acusara de sediciosa: "No soy una revolucionaria, es que estaba muy cansada".

Pero Rosa Parks, en un país y una época (reciente) donde regían tales leyes en materia de "derechos humanos", era adulta y, ayudada por sus hermanos de raza, pudo apelar a otro ámbito de la justicia para derrotar a la larga la opresión y contribuir a desenmascarar al Ku Klux Klan.

Nosotros, pobres niños, a qué justicia apelaremos para desenmascarar a nuestros encapuchados y fascistas espontáneos, para desbaratar listas que vienen de arriba, de abajo y del medio, para derogar fantasmales reglamentos dictados quizás por ignorancia o exceso de celo de sacristanes más papistas que el Papa.

Sólo podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa furia, como los chicos: pataleando y llorando sin que nadie nos haga caso.

La autora "está muy cansada", no por los recortes que haya sufrido porque volverán a crecerle como el pelo y porque de ellos la compensa el infinito privilegio de integrar la honorable familia de sus compatriotas, sino por compartir el peso de la frustración generalizada. Porque es célula de todo un organismo social y no aislada partícula. Porque más que la imagen del país en el exterior le importa y duele el cuerpo de ese país por dentro.

Y porque no es una revolucionaria pero está muy cansada, no se exilia sino que se va a llorar sentada en el cordón de la vereda, con un único consuelo: el de los zonzos. Está rodeada de compañeritos de impecable delantal y conducta sobresaliente (salvo una que otra travesura). De coeficiente aceptable, pero persuadidos a conducirse como retardados y, pese a su corta edad, munidos de anticonceptivos mentales.

Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra.


(Publicado en Clarín, el 16 de agosto de 1979.)

miércoles, 12 de enero de 2011

La influencia musical. A propósito de la música metal como generadora de violencia social



Despierto más tarde de lo acostumbrado y me siento extraño. Tiempo libre. Hacía mucho que no lo tenía y que lo quería ansiosamente. Tiempo para mí, para mis investigaciones y escritos descuidados. Ahora lo tengo y sé en qué puedo emplearlo, pero no sé bien por dónde empezar. Cuando se pierde el ritmo es siempre difícil recuperarlo. Pues bien, he decidido retomar algunos proyectos no tan viejos sobre la realidad del arte. No es momento ahora de hablar de ellos, pero quizá sí de recordar(me) que las múltiples facetas que giran en torno a él están plenamente vigentes. Incluso las más aparentemente insignificantes.

Por ejemplo, hoy un suplemento de The Wall Street Journal ha publicado un comentario del político republicano Rush Limbaugh afirmando que no es la acalorada retórica conservadora la que de alguna manera determinó el tiroteo de Arizona, como han estado alegando algunos medios de comunicación, sino, en todo caso, el "heavy metal" que escuchaba el sujeto acusado de matar a seis personas y de herir gravemente a la congresista demócrata Gabrielle Giffords: "Sabemos que escuchaba heavy metal. Sabemos que estaba influenciado por The Drowning Pool. ¿Piensan ustedes que este sujeto realmente me escucha o lee el sitio web de Sarah Palin? Es altamente improbable", habría dicho. Para el político es más probable que el heavy metal tenga la culpa de los problemas públicos y de los privados también, como en su momento el rap, el punk, el rock, el mambo y hasta el jazz. Desde luego que se puede argumentar que no existe modo científico alguno de sostener una relación de causalidad, pero eso no parece suficiente toda vez que, como dicen algnos psicólogos, no sería "el único factor que conduce a la violencia, pero es uno de ellos".

Toda la búsqueda de causas determinantes para el tiroteo es discutible, así como la supuesta influencia musical en este caso tiene bases absurdas (que haya puesto una canción como favorita en Youtube no indica nada más que una identificación, no una influencia). Pero lo que aquí nos interesa es, de modo más amplio, si la música tiene una influencia directa sobre el carácter y si, por lo tanto, tal como sostenía Platón, hay que prohibir cierta música o instrumentos que se consideren moral e intelectualmente reprobables.


Salvo el rechazo radical de Sexto Empírico en la Grecia antigua (Cf. Contra los profesores), hasta entrada la modernidad hubo consenso en que la música afectaba directamente al carácter, haciendo que éste se modifique por la música que se escuchaba. Pitágoras, Platón y Aristóteles fueron las autoridades que avalaron ese vínculo a través de diversas especulaciones. Es recién con el surgimiento de la disciplina estética como tal (de Baumgarten en adelante) que se hace la distinción entre el ámbito de la intención (donde se ubica a la moral) y el del arte; pero todavía en el dominio de las ciencias se ha pretendido con frecuencia encontrar sustentos determinantes para esa pretensión unificadora.

El problema de la canción ("Bodies") de The Drowning Pool es que su letra supone una representación de la violencia del mosh pit que, por la naturaleza ambigua del lenguaje, y más aún la del lenguaje artístico, puede extenderse fácilmente a otros actos externos al mismo. Es la repetida frase "Let the bodies hit the floor" la que ha ocasionado que esta canción estuviese sonando también en los auriculares de un joven de 19 años que, con una escopeta, asesinara a sus padres en el 2003; que fuese utilizada en torturas de Guantánamo, y como himno de guerra entre las tropas estadounidenses. Pero en todos estos casos la disposición a la violencia es precedente. La música sólo sirve para enfocarlos en sus retorcidas lógicas (o en la carencia de lógica). La música (incluso las palabras en ella) entra en juego aquí exclusivamente por su poder sensible, lo que tiene que ver directamente (como ya lo había previsto Sexto) con la atención, y también con la imaginación y la asociación. Pero en todo caso se trata de una estimulación sensible que sólo sirve para facilitar aquello a lo que la persona ya se ha predispuesto. En la música hay sólo una identificación, mas no un generador de conductas; de ningún tipo, ni inmorales ni morales, ni negativas ni positivas. Es sobre este punto que toda explicación naturalista esconde un profundo miedo a la indeterminación de la sensibilidad.

El uso de la célebre cabalgata de Las Valquirias de Wagner en la guerra de Vietnam es otro ejemplo que muestra que no sólo a la música popular se le ha dado ese uso. La genialidad de Wagner consiste también, como lo reconoce críticamente Nietzsche, en cómo sabe orientar con determinados sonidos (dejando de lado la puesta en escena y las letras mismas) la capacidad asociativa de quienes lo escuchan. Y sin embargo no se llega a tratar nunca de asociaciones objetivas (y por ende necesarias). En el caso de "Bodies" no se trata de una disposición genial de los sonidos, sino de una mezcla de ciertos elementos simples: el brutalismo del hard rock, la fuerza de la percusión (sobre todo el bombo), y especialmente la frase breve y su refuerzo en la repetición.

Por lo demás, al escéptico le basta con probar que una explicación totalmente opuesta es igual de plausible que la explicación dogmática. En este caso, basta con probar que hay miles (es más, la mayoría) de oyentes de hard rock y de heavy metal que no por cantar canciones "violentas" (lo que quiera que eso signifique) son ellos mismos violentos en sus vidas cotidianas. Lo que se suprime así es el carácter de necesidad con que el dogmático y el moralista pretenden asegurar sus explicaciones. Censurar una determinada música como si el sonido fuese una causa objetiva no dejaría de ser entonces, por decir lo menos, una decisión política injustificada o, mejor dicho, justificada en sus propios intereses políticos y no en la naturaleza de un género musical. No obstante, con ello el escéptico no ha negado que determinados individuos, sobre todo aquellos con alteraciones mentales, puedan ser sensiblemente condicionados e interpretar letras de forma dogmatizante. En estado de locura, de hecho, la distinción entre realidad y fantasía que opera en quienes no confunden su música y sus vidas, se disuelve y todo sucede en un mismo plano. Es con estas personas con las que hay que tener cuidado respecto de lo que puede alterar negativamente sus conductas, recordando sin embargo que la música no es la causa y por lo tanto más importante es atender su condición fisiológica (la sociopatía misma, por ejemplo). Esto, evidentemente, no se restringe sólo a representaciones "violentas", frente a las cuales prima en el moralista un criterio estético (no me gusta, ergo está mal, hay que prohibirlo), sino a cualquier elemento, hasta los mas anodinos, dependiendo de su estado subjetivo. Podría tratarse incluso del Sermón de la montaña, si fuese el caso. Esperemos que ya no.

martes, 11 de enero de 2011

Vivir y cantar (para la tierra de uno) como la cigarra. María Elena Walsh, in memoriam



Recuerdo la primera vez que escuché a Mercedes Sosa dando un concierto en Lima. Fue espectacular. La pureza y potencia de su voz se mostró en su mejor forma, todavía tocaba el tambor con fuerza telúrica y bailaba la zamba pampeana con gesto sutil y adusto. Mi sorpresa fue mayor porque aprovechó esa vez para retomar varias canciones que, según contó ella misma, eran sus favoritas pero hacía mucho (unos veinte años) que no las cantaba; entre ellas se encontraba una canción de María Elena Walsh. No era la conocida "Como la cigarra", que cantaría después ante el clamor del público, sino la sentida "Serenata para la tierra de uno".*


Desde entonces, cada vez que he pensado en el amor a mi tierra lo he hecho siempre a través de esta pequeña canción. Lo que María Elena Walsh logró en ella es aquel sentimiento de quienes, como decía Mercedes, "somos unos eternos desaforados cuando vivimos acá y unos eternos melancólicos cuando nos vamos lejos". Es cierto que las distancias nos hacen rebosar esta ambivalencia, pero, incluso sin ellas, es un sentimiento que bien puede surgir en aquellos que piensan en el corazón.

El amor más puro a la tierra no es, como nos ha enseñado desde siempre la historia militarizada, la entrega irreflexiva a unos símbolos de intensa coloratura pero huecos por dentro. El verdadero amor a la tierra es aquel que se halla entre la crianza y el desarraigo, entre el sentimiento de pertenencia y sentir a la vez que los límites de la patria nos son demasiado estrechos; no por la mera necesidad de expandir los horizontes económicos, sino porque en nuestra relación con la tierra carecemos del perfecto vínculo que algunos nos pretenden inculcar y que finalmente no encuentra fundamento sólido. Es, en cambio, en esa ambivalencia donde debemos saber ubicar nuestros caminos, para amar honestamente (sin autoengaños) la tierra en que nacimos; como dice la canción, "por todo y a pesar de todo". Es ahí cuando aparece, casi espontáneamente, ese sentimiento que le pone reparos "al desarraigo de mi corazón". No lo suprime. ¿Cómo podría hacerlo si el corazón se aleja siempre? Pero sí le pone reparos.y nos evidencia cuán atados estamos a ella. A esto se refiere la poeta cuando nos habla del "idioma de infancia" como el secreto que sólo se desvela entre cada uno y su tierra. Y entonces uno quiere cuidarla en cada flor y odiar a los que la castigan, y eso es lo que debiera entenderse cuando popularmente se dice "hacer patria".

María Elena Walsh compuso también muchas canciones infantiles, dirigidas asimismo a los adultos para que estos no subestimasen sus capacidades emocionales y racionales. En ellas mostraba que el mundo de los niños, del que a veces nos alejamos tanto, es un mundo complejo al que hemos simplificado demasiado, creyendo así protegerlo. Sin embargo, a pesar del lirismo de su amplio repertorio infantil, su canción más bella quizá sea "Como la cigarra", sobre todo en la voz de "la Negra". La canción toda es un despliegue de amor auténtico por la vida (más hondo aún en tiempos de dictadura):


Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aqui
resucitando.

Gracias doy a la desgracia
y a la mano con puñal
porque me mató tan mal,
y seguí cantando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra,
igual que sobreviviente
que vuelve de la guerra.

Tantas veces me borraron,
tantas desaparecí,
a mi propio entierro fui
sola y llorando.

Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la única vez,
y volví cantando.

Tantas veces te mataron,
tantas resucitarás,
tantas noches pasarás
desesperando.

A la hora del naufragio
y la de la oscuridad
alguien te rescatará
para ir cantando.

Poco se puede agregar a una letra tan tierna y fuerte a la vez. Esa mezcla de inocencia y dureza caracteriza a la poesía y la música de Walsh, y muestra cómo su corazón ha sido forjado por la vida sin perder su apertura (infantil) hacia ella. La persistencia y la gratitud más elementales ─ transformadas en canto al sol.



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* Pocos meses después llegó a Lima el disco doble que contenía estas canciones: Mercedes Sosa, Acústico en vivo (Sony, 2002).