Corrían los años 60 del siglo pasado cuando a Dámaso Pérez Prado, en su continuo trabajo creativo y de fusión, se le ocurrió hacer una variante a su mambo con elementos de guaracha-son y de ritmos africanos, sobre la base de un simple fierro (un aro de rueda de automóvil) percutido con dos baquetas bajo una misma composición rítmica, sistemática y constante. El nuevo ritmo, "inspirado en la juventud", fue bautizado como "el dengue".
No sé bien por qué Perez Prado le puso ese nombre. Al parecer la voz "dengue" deriva de dos idiomas africanos: el kimbundu (de Angola) y el kikongo (del Congo), y en ambos hace alusión a los niños recién nacidos; pero en Latinoamérica se denomina así a la conocida enfermedad. Es probable que el compositor pensara en ese origen africano para referirse a un nuevo ritmo que no tuviese el recorrido y el desgaste que tenía ya el mambo (de ahí la mención a la juventud). Es igualmente probable que quisiera jugar con el viejo nombre del virus: la "fiebre rompehuesos". Como fuese, el dengue, que se bailaba realizando figuras armónicas pero con una "tembladera" similar a la del mambo -sobre todo en el movimiento de los hombros-, se expandió como un virus y llegó a Lima para tomar la ciudad.
La popularidad del dengue fue efímera pero intensa. Si no se le recuerda tanto es porque no fue tan original e influyente como el mambo, del que además era un subgénero, pero en su momento tuvo buena fama (llegando incluso a filmarse en México la película "El dengue del amor" en 1965). Con la invención de este ritmo podemos darnos cuenta por qué Stravinsky calificó al "cara de foca" como "genio de la música moderna". El dengue tenía un ritmo que hasta el oyente menos cauto percibía fácilmente; era muy contagioso, con una vitalidad tan natural que invitaba rápidamente al baile y, sin embargo, escondía también ciertas complejidades polirrítmicas que Pérez Prado conocía y manejaba muy bien.
Ese "tiqui-tiqui-tín" del dengue caló hondo; recuérdese, si no, aquel cuento de Bryce: "Eisenhower y la Tiqui-tiqui-tín" (La felicidad ja ja, 1974). Desde la primera vez, en 1951, Pérez Prado visitó Lima en varias ocasiones, de modo que pudo entrar en contacto no sólo con el Pisco Sour del Hotel Bolívar, sino también con el vals criollo, e intentó una fusión precisamente entre éste y el dengue. Como resultado tenemos el vals Limeña de Augusto Polo Campos, a ritmo de dengue.
Según lo que me cuentan, a Pérez Prado se le multó en Lima por alterar el orden y las buenas costumbres, y más de un piadoso limeño apeló a la autoridad eclesiástica para que de algún modo -mágico quizás- preservase el honor de la ciudad. Pero el cardenal Guevara y su patética (por lo ineficaz) amenaza de excomulgar a los cristianos que bailaran el mambo, habían muerto en 1954. Diez años después, como si el mambo no hubiese sido una música y sobre todo un baile lo suficientemente demoníacos, el dengue atacó a los limeños y los reclamos insistieron en la degeneración de las juventudes y el abandono de los buenos valores familiares. A decir verdad, tenían razón. Creo que aún no se ha medido adecuadamente la importancia que tuvo toda esta música para que Lima se fuese liberando, en parte al menos, de su moralina hipócrita. Me atrevo a decirlo: el mambo y sus reincidencias -entre las que se encontraba el dengue- se tumbaron a la sociedad oligárquica, estéticamente hablando. Más allá de las polémicas morales, la música, por fuerza de la sensibilidad, fue abriendo nuevos horizontes para la vieja ciudad colonial. Criollo, negro y cholo bailaron por igual el mambo, desprejuiciados, haciendo que se cayesen antiguos muros - como por ejemplo con el famoso Mambo de Machaguay.
Quizá el cardenal Guevara no bailó nunca el mambo, pero vaya que debió sentirlo dentro de sí, muy hondo, allí donde dicen que habita dios.
Quizá el cardenal Guevara no bailó nunca el mambo, pero vaya que debió sentirlo dentro de sí, muy hondo, allí donde dicen que habita dios.
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ResponderEliminarMuy buena reseña. Felicidades y un abrazo a la distancia.
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