Como señalaba Husserl (La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental), nuestra actitud naturalista (es decir, el fundamento anclado del cientificismo europeo) nos lleva con mucha facilidad a hacer un uso indiscriminado (y, por lo tanto, dogmatizante) del método matemático; olvidando que las matemáticas son sólo una idealización, con apariencia objetiva debido al formalismo con que las hemos concebido. ¿Cuál es el mayor exceso de dicha idealización? Kant lo observaba y criticaba ya con suma dureza: la creencia de que podemos, a través de ese método, conocer la realidad misma de la naturaleza, con la consecuencia casi inmediata de aumentar nuestra fe en que podemos predecirla (banalidad prometeica que se imagina libre de sus cadenas). Que las matemáticas son el lenguaje en el que está escrito el universo (Galileo), es una bonita metáfora, pero nada más que eso. Una metáfora poderosa en tanto capaz de impulsar las investigaciones científicas, sí, qué duda cabe, y Galileo ciertamente sabía de ello más que nuestros fenomenólogos actuales... Pero la fenomenología nos ha dado una lección frente a la cual las ciencias mismas no pueden retroceder: el valor y los límites de la subjetividad en todas nuestras constituciones de sentido acerca del mundo.
Lo curioso es cuando son los artistas mismos los que se dejan convencer por ese realismo ingenuo en el que caen a veces los científicos - y más aún las publicaciones de divulgación científica. Cierto novelista, por ejemplo, sostiene que, si el universo es finito, las posibilidades de creación artística deben también serlo por fuerza. Lo primero que cabría preguntarle es ¿desde qué paradigma -es decir, desde qué idealización- parte para decir que el universo es necesariamente finito? Luego, ¿hay unanimidad entre todos los científicos al respecto? Desde luego que no, porque la idea de universos paralelos, por ejemplo, no puede colocar en ese mismo sentido la finitud que desde el otro paradigma se le atribuye al nuestro: el total de todas las partículas del universo como un 1 seguido de 80 ceros. Y aún en el improbable caso de que todos se pusieran de acuerdo, podría objetarse que, a pesar de que las ciencias se han erigido como una superación respecto al temor religioso en los hombres, hay mayor sabiduría en la prudencia de un hombre religioso con aquello que estima fuera de su poder, que en aquel científico que no tiene conciencia de los límites de su razón.
Algo no menos curioso es que este literato, aun cuando Platón desacreditaría no sólo el conocimiento físico como verdadero, sino también su propia vocación artística, caiga sin embargo en una suerte de platonismo físico (valga la contradicción terminológica) al decir que "el arte es una copia de una copia", dado que, ante la finitud del universo, "la misión del arte no es buscar nuevas ideas sino expresar las mismas de maneras diferentes". Curiosa simplificación de la inspiración artística, esperable de cualquiera menos de un presunto artista. Su simplificación (tras la cual se oculta una unificación metafísica) sigue en términos de sonetos:
Un soneto es una composición poética que consta de catorce versos endecasílabos, distribuidos en dos cuartetos y dos tercetos. Para construirlo poseemos, digamos, de 85.000 palabras en castellano. Así pues, el número de sonetos libres que se pueden llegar a componer es de un 1 seguido de 415 ceros (más que partículas en el universo).
Conclusión: a pesar de que el universo es finito, así como las posibilidades de creación, el tiempo del universo no sería suficiente para cubrir todas esas posibilidades. Decir esto, francamente, equivale a decir que la función poética es como la de un mero articulador mecanizado de palabras. El problema reside precisamente en que el arte -permítaseme decirlo en mayúsculas- NO ES UNA ACTIVIDAD MECÁNICA. Y sea dicho esto también a despecho de los esperpentos de "cadáveres exquisitos", rezagos de un mecanicismo groseramente inmiscuido en la literatura y confundido con la auténtica creación poética sólo por los pordioseros que no saben manejarse bien con las palabras, que apelan a cualquier recurso entusiástico y a una justificación meramente retórica.
La Biblioteca de Babel de Borges es un bello uso de nuestra capacidad imaginativa, pero un uso absolutamente determinado por nuestros propios límites, como bien sabía Borges el ciego. Llevar esa fantasía a una eventual consumación física a través de los números -como pretende este otro literato- es romper con el onanismo imaginativo que le dio origen, y es llevarla también a un terreno donde prima no la objetividad sino la ridiculez. Digan lo que digan los matemáticos, el arte es un continuo flujo que, cuando llega a la sensibilidad y al intelecto humano, es siempre distinto aunque tenga "iguales" dígitos. Dicho matemáticamente: 1 no es nunca igual a 1.