En marzo de 1818, el filósofo que Borges no consideraba un pesimista, terminó la redacción de la que él mismo denominaba su obra capital: El mundo como voluntad y representación. En carta a su editor, Arthur Schopenhauer le decía haber concluido un libro que “será uno de aquellos que luego se convierten en fuente y ocasión de un centenar de otros libros”. Estaba en lo cierto, pero, para desgracia del editor que apenas logró vender unas cuantas decenas de ejemplares, tuvieron que pasar unos treinta años para que, ya en el final de su vida, Schopenhauer empezara a gozar de un prestigio que haría eco en pensadores y artistas como Tolstoi, Wagner, Nietzsche, Freud, Wittgenstein, Proust, Musil, Mahler, Schönberg, Prokofiev, Bergson, Mann, Einstein, Beckett, Borges, Cioran y, entre nosotros, González Prada. La demora se podría explicar porque su pensamiento era “demasiado moderno para ser clásico, demasiado clásico para ser moderno”, como afirmaba Clément Rosset. Su renombre con los artistas, por otra parte, se debe especialmente a la tercera sección de su obra, en la que expone su peculiar estética o metafísica de lo bello.
¿Cómo caracterizar a la estética de Schopenhauer?
En 1811, cuando Wieland intentó disuadirlo de estudiar Filosofía, el joven hijo
de la escritora Johanna Schopenhauer le respondió: “La vida es un asunto
desagradable: he decidido pasarla reflexionando sobre ella”. Consecuentemente
con tal declaración, su filosofía entera se entiende a partir del dolor del
mundo y el absurdo de la existencia. “Alles Leben ist Leiden” (“toda vida es
sufrimiento”), afirmaba. Sin embargo, tan desconsolada constatación no debía conducir
al pesimismo, sino a la búsqueda creativa de una auténtica vía de redención.
Allí tiene cabida, precisamente, la experiencia estética. Schopenhauer la
concibe como una hora de recreo entre los tormentos de la existencia; como el
carnaval que, según la conocida canción de Tom Jobim y Vinicius de Moraes (“A
Felicidade”), es una gran ilusión que termina fugazmente para que el pobre vuelva a la
tristeza de sus afanes cotidianos. Desde la Teoría Crítica, ese recurso a la
fantasía probablemente sería visto como un consuelo fútil o un acto de
escapismo frente a la realidad. Siguiendo a Schopenhauer (que era enemigo
acérrimo del hegelianismo), ello sería un gran error, un exceso de confianza en
la razón y en la voluntad individual, que conducen a la falta de lucidez. Porque lo que habitualmente
consideramos como realidad efectiva es sólo una ilusión que nos oculta la
verdadera realidad: la voluntad del mundo, que es irracional y ciega. Dicho en
simple: no podemos lograr un conocimiento racional de aquel trasfondo último
que, a lo más, podemos entender como voluntad. Por más que se argumente a favor
de una tesis, eso sólo demuestra cuán comprometidos estamos con nuestra representación de la realidad; esto es, la voluntad que nos mueve y que está allende todos nuestros criterios,
incluidos el tiempo y el espacio. El criticismo kantiano, que era una de las
fuentes de Schopenhauer, impedía equivocadamente el acceso a la “cosa en sí”
porque tampoco admitía realmente que ella se encontrase en los extramuros de la
razón. En consecuencia, para Schopenhauer, no se salva del engaño quien cree
conocer, sino quien contempla y crea bellas representaciones. Así pues, la experiencia estética
se constituye como una vía privilegiada para trascender la ilusión de lo que
los fenomenólogos llamamos “actitud natural” (propia de nuestra vida cotidiana,
pero también de las ciencias empíricas) y acceder, por medio de genuinas
representaciones, a la realidad que es esa voluntad originaria. Las artes
tienen esa sublime función; sobre todo, la música, que logra ir más allá de la
representación y se erige como expresión misma de la voluntad, moviéndonos a
través del más puro sentimiento.
La experiencia estética –y el arte como su
medio idóneo– nos libera del dolor del mundo sin hacernos ignorar el sinsentido
último de la existencia. Para Schopenhauer, toda vida es sufrimiento porque la
voluntad se presenta en los seres vivos como deseo. Vivir es querer satisfacer
nuestras necesidades, que en el caso de los seres humanos van desde las
biológicas hasta las espirituales. El problema con el deseo es que, siendo la
voluntad ilimitada, nos dirige a objetos limitados. Satisfacemos nuestra
hambre, pero al cabo de un tiempo ella vuelve a aparecer. En consecuencia,
estamos siempre en busca de diversas formas de satisfacción (alimento, sexo,
posesiones, conocimiento, etc.), errando una y otra vez porque nunca el deseo
es enteramente satisfecho. Ahora bien, la misma voluntad nos ha dotado de
conciencia, la cual, si bien puede profundizar nuestro dolor, también puede liberarnos
de las cadenas del querer. Al entrar nuestra conciencia en un estado estético,
sea por la belleza del arte o por la belleza natural, dejamos de querer y entramos
en un estado de excepción, de catarsis mediante una contemplación
desinteresada. Así podemos intuir la naturaleza más íntima de la realidad y se
nos hace posible la verdadera felicidad sin tener que rebasar nuestra finitud.
Como se ve, habrían tenido razón Jobim y Moraes al cantar: “Tristeza
não tem fim, felicidade sim”. La felicidad es finita. El dolor perdura. No obstante, esos fugaces momentos de felicidad plena son suficientes para colocarnos en una armonía tal con el mundo, que podemos afirmar, a pesar
de todas sus pesadillas y todas sus miserias, y aunque ella carezca de sentido
último, que la vida no es en absoluto un error.
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