El 4 de enero de 1960, decidió retornar a París, antes que su esposa, con la que se acababa de reconciliar, y sus hijos. Habían pasado juntos unos días espléndidos, lejos del ruido de la política y de la fama, en un pequeño pueblo donde no sabían de premios Nobel pero sí de películas. Por ello, algunos pocos se animaron a importunar al amable y solitario extranjero, para que les firmase un autógrafo. Los más se irían a casa contentos por tener un autógrafo del conocido director de cine Mario Camus. Algún despistado, quizás, creería contar con la firma del mismísimo Humphrey Bogart. A él le divertían mucho esas confusiones. Mientras tanto, en París, una horda de aduladores de Sartre y de Stalin –esos que César Moro decía que se complacían con sus baños maría existencialistas– le exigían que aclarase su bando en el asunto de Argelia. Él, que era un francés en su tierra natal y un pied-noir en Francia, forjado por el sol del Mediterráneo antes que por cualquier ideología, decidió ignorarlos una vez más y enviar al periódico una columna agradeciéndole a la vida por Mozart. Esas serían sus palabras de despedida.
Suelen ser escasos los momentos en los que refulge esa asombrosa claridad, tan breve e intensa, que le hace a uno reconocer que todo está bien, que la vida –con sus Argelias y sus Sartres y sus accidentes de automóvil– no tiene culpas, que todo es exactamente como debe ser. Él no había tenido esa sensación desde hace mucho, agobiado como estaba por los reflectores del Nobel y por la vieja soledad en lo más profundo del alma. Habiendo empezado a escribir desde el silencio de su madre, decidió entonces, cuando no hallaba las fuerzas para salir de su propio silencio, volver sobre la ausencia del padre. "El primer hombre" era eso: una búsqueda del padre, o, mejor dicho, una búsqueda de sí mismo a través de la sombra paterna. ¿Cómo no iba a estar feliz, al haber concluido el borrador de esa obra, si ello significaba que había vuelto a encontrarse a sí mismo? ¿Cómo no iba a estar feliz, si esos breves instantes en que Sísifo había acabado de empujar su piedra eran recompensados con la calurosa cercanía de su esposa y sus hijos? ¿Cómo no estarlo si la sobria sensualidad y la intensa alegría de María Casares le esperaban con ansias en París?
Ese 4 de enero tenía a su costado a su mejor amigo, Michel Gallimard, que conducía su moderno Facel-Vega. Atrás, en su maletín, llevaba el borrador acabado de El primer hombre y su viejo ejemplar de La gaya ciencia de Nietzsche. Y adentro, en el corazón, tenía ¡por fin!, una vez más, esa felicidad pura que sólo conquista quien está dispuesto a ver a la vida de frente, y que la siente y la piensa y la ama con el amor desesperado y rebelde del artista. Sí, era feliz, porque todas las amenazas del mundo no pueden sino acentuar, en los mares internos y a la luz del fuego de la verdad, nuestro derecho a ser felices. Sí, era feliz, porque la felicidad no es un destino ultramundano ni un engaño de tontos; tampoco un lugar del pasado, ni un presente eterno, sino ese frágil instante en el que uno, sin ninguna reserva, acepta la vida. Sí, a pesar de la nada. Y a pesar de las muertes absurdas, como las de los accidentes automovilísticos. A pesar de todo, la vida siempre.
Hoy, 4 de enero de 2017, florece sobre la tumba de Albert Camus porque, pese a todo, la vida es. Hoy, 4 de enero de 2017, es preciso, quizás más que nunca, imaginar a Sísifo feliz.
Suelen ser escasos los momentos en los que refulge esa asombrosa claridad, tan breve e intensa, que le hace a uno reconocer que todo está bien, que la vida –con sus Argelias y sus Sartres y sus accidentes de automóvil– no tiene culpas, que todo es exactamente como debe ser. Él no había tenido esa sensación desde hace mucho, agobiado como estaba por los reflectores del Nobel y por la vieja soledad en lo más profundo del alma. Habiendo empezado a escribir desde el silencio de su madre, decidió entonces, cuando no hallaba las fuerzas para salir de su propio silencio, volver sobre la ausencia del padre. "El primer hombre" era eso: una búsqueda del padre, o, mejor dicho, una búsqueda de sí mismo a través de la sombra paterna. ¿Cómo no iba a estar feliz, al haber concluido el borrador de esa obra, si ello significaba que había vuelto a encontrarse a sí mismo? ¿Cómo no iba a estar feliz, si esos breves instantes en que Sísifo había acabado de empujar su piedra eran recompensados con la calurosa cercanía de su esposa y sus hijos? ¿Cómo no estarlo si la sobria sensualidad y la intensa alegría de María Casares le esperaban con ansias en París?
Ese 4 de enero tenía a su costado a su mejor amigo, Michel Gallimard, que conducía su moderno Facel-Vega. Atrás, en su maletín, llevaba el borrador acabado de El primer hombre y su viejo ejemplar de La gaya ciencia de Nietzsche. Y adentro, en el corazón, tenía ¡por fin!, una vez más, esa felicidad pura que sólo conquista quien está dispuesto a ver a la vida de frente, y que la siente y la piensa y la ama con el amor desesperado y rebelde del artista. Sí, era feliz, porque todas las amenazas del mundo no pueden sino acentuar, en los mares internos y a la luz del fuego de la verdad, nuestro derecho a ser felices. Sí, era feliz, porque la felicidad no es un destino ultramundano ni un engaño de tontos; tampoco un lugar del pasado, ni un presente eterno, sino ese frágil instante en el que uno, sin ninguna reserva, acepta la vida. Sí, a pesar de la nada. Y a pesar de las muertes absurdas, como las de los accidentes automovilísticos. A pesar de todo, la vida siempre.
Hoy, 4 de enero de 2017, florece sobre la tumba de Albert Camus porque, pese a todo, la vida es. Hoy, 4 de enero de 2017, es preciso, quizás más que nunca, imaginar a Sísifo feliz.
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