domingo, 2 de octubre de 2016

La (de)coloración de la nostalgia


En sentido estricto, no existe experiencia del pasado. Lo que llamamos así es siempre una vivencia presente: es ahora que estoy pensando en ella, en la falta que me hace. Su imagen se me presenta en este momento con la coloración de la nostalgia. Recuerdo nuestras charlas desde este silencio actual. Y es ahora también que me estoy proyectando hacia el pasado para proyectarme a la vez a un futuro no sido, a lo que pudo ser y no fue. Percibo únicamente el presente; por ello, sólo él tiene con plenitud la consistencia de la realidad (esa es una cualidad de la percepción). Por más que intente tocar el pasado, por más que quiera ver esa promesa como probable aún, debo aceptar que sólo existo en mi presente. Nuestra existencia es ser en un flujo de instantes indetenibles: es ser en el devenir. Si uno lo piensa demasiado, el vértigo que eso produce puede llevarle a buscar una salida fácil, algo que no esté condenado a tal corriente: un alma inmortal, por ejemplo. Y porque lo percibimos en ese flujo, es que nuestra experiencia del ahora nunca es puntual, aislada, sino que siempre está, incluso cuando no somos conscientes de ello, intencionalmente dirigida a los presentes que ya dejaron de serlo y a los presentes por venir a serlo.


Escucho el Glassworks de Philip Glass y cada reiteración de una frase es distinta a la anterior. No por las variaciones, que en la música minimalista son muy sutiles y lentas, sino porque mi conciencia está inmersa en ese flujo que hace de cada iteración, aunque sea objetivamente el mismo sonido, una sensación distinta. Escucho, por ejemplo:


Podría decirse que el segundo compás es objetivamente igual al primero, pero eso es ilusorio. Incluso al verlos y decir que se trata de una repetición de un mismo compás, ya los estoy distinguiendo. Tanto más al escucharlos: mientras escucho el segundo, resuena aún el anterior que se va hundiendo en mi memoria. Estrictamente hablando, no es que siga escuchando el compás anterior, sino que, en este nuevo instante, este nuevo compás es él más la retención del anterior. Ilustrándolo, sería algo así:


Ahora bien, decíamos que toda vivencia actual de nuestra conciencia, que ahora sabemos que incluye retenciones, tiende asimismo en dirección opuesta a otras posibles vivencias por venir. Tampoco es que tengamos una sensación del futuro, sino que nuestra sensación actual incluye protenciones. Al escuchar el segundo compás al que nos referimos, y teniendo en cuenta lo que escuché antes, anticipo lo que puede sonar a continuación. Lo más inmediato y natural es que anticipe lo ya escuchado; en nuestro caso (considerando también el tipo de música con que tratamos), una nueva reiteración del mismo compás. Al intentar ilustrarlo, tendríamos lo siguiente:


Y lo mismo sucede con el compás anterior. Más allá del ejemplo y teniendo en cuenta una mayor extensión temporal, llegamos a este esquema sobre nuestra conciencia inmanente del tiempo:


Sin embargo, es evidente que el tercer compás podría no ser una reiteración del segundo, sino uno nuevo. Mientras que el pasado está en buena cuenta determinado por el presente que ha dejado de ser, el futuro no tiene aún esa determinación; ni siquiera éste menos oscuro que está casi por venir. Por esa apertura es que el creyente coloca allí la posibilidad del milagro. Ya habíamos dicho que, al sonar el segundo compás, mi expectativa más directa por efecto de la memoria es la identidad (la reiteración); no obstante, mi expectativa más libre por efecto de la imaginación es la diferencia (el cambio). Y el cambio que se vincula a lo anterior bajo la forma de una cierta inversión es el contraste. En su Antropología, Kant anotaba que nada excita más a la sensibilidad que el contraste y que nada la adormece más que la falta de cambios. Las frases reiteradas del minimalismo no adormecen, sino que nos mantienen expectantes, precisamente porque se dan con sutiles cambios que son intuitivamente reconocibles y eso marca toda la diferencia. Si el tercer compás de nuestro ejemplo es, en efecto, uno distinto, nuestra nueva vivencia estará especialmente coloreada por un ánimo de sorpresa. Si la sorpresa está causada por un quiebre radical con lo anterior, genera perplejidad. Si no lo está y uno puede por lo tanto decir que, en cierto modo, era esperable, lo que genera es más bien aplauso; el mismo que puede ir desde la más calmada complacencia hasta el ataque de risa y la más estrepitosa carcajada.

Cada unidad sonora, por más pequeña y atómica que la imagine, tiene esa estructura temporal triádica que le da la intencionalidad de mi conciencia; es decir que cada acto de escucha refiere a algo que no es ese mismo acto ni es puesto por él. Por esto afirmaba Wittgenstein que la música parece estar queriendo siempre decirnos algo, incluso cuando no podemos determinar con claridad qué cosa. Eso otro al acto de la escucha puede ser un objeto sonoro, pero también puede ser un tipo de objeto distinto u otra vivencia. Nuestro análisis, restringido a la temporalidad y al sonido, ha simplificado la vasta e insondable complejidad de la conciencia; pues, nuevamente, ese flujo de vivencias no va en un único sentido aislado, sino más bien en un entretejimiento vital de muchísimos sentidos en los que las vivencias se dirigen a objetos y a otras vivencias, consciente e inconscientemente (esto último incluye, por cierto, el espectro sonoro que mi capacidad auditiva no llega a captar). Mientras escucho Glassworks, viene a mí, casi sin darme cuenta y sin quererlo, la imagen de una persona a la que quiero y que no veo hace mucho. Casi siento el aroma y el sabor de los alfajores que me hacía, la entrañable dulzura de sus lágrimas y el maravilloso brillo de su sonrisa. La música no es un mero flujo de sonidos presentes dirigidos a lo que sonó recién y a lo que está por sonar. Es además un flujo sonoro intencionalmente vinculado con ciertos sentimientos, valoraciones, ideas, estados fisiológicos, imágenes, creencias, etc. Esto es, con todo lo que va constituyendo nuestra historia y nuestra promesa personales.

Lo dicho hasta aquí, en realidad, era un preámbulo para abordar un aspecto del recuerdo en particular. Si bien el pasado no tiene la apertura del futuro porque depende de la determinación de cuando fue presente, su nueva condición es la del hundimiento de esa vivencia única e irrepetible en los niveles subconscientes de la memoria. Al hundirse, la vivencia no puede perder su cualidad fáctica (no es una fantasía), pero sí las características secundarias que pueden distorsionar en gran medida la vivencia originaria y, eventualmente, la hacen confundible con fantasías. Alice recuerda un amor que ya no es más. La experiencia de su presente está dirigida, a través de la rememoración, a un presente-sido que ha perdido su consistencia de realidad actual y que llamamos pasado (el futuro, como hemos dicho, es lo abierto a adquirir recién esa consistencia). Justamente por esa distancia, el pasado, actualizado en el presente como recuerdo, adquiere una coloración distinta. Uno puede reír al recordar un evento que en su momento le hizo llorar. "La comedia es tragedia más tiempo", dice Lester en Crimes and Misdemeanors de Woody Allen. Alice, en su recuerdo y como un natural mecanismo de defensa, puede desenfocar lo tormentoso de su relación pasada para enfocar los aspectos felices, e incluso lo tormentoso puede recordarlo con una tonalidad menos gris de la que en realidad tuvo. Cuando esto ocurre, la nostalgia juega con nosotros. Alice se entusiasma por restaurar un pasado irreal o visto con ingenuo optimismo, a la vez que distorsiona o se ciega ante la percepción de su presente.


En la revista Somos Nº 1551 (27.08.2016), se halla la nota "Presencia y ausencia", a propósito de la publicación del libro La Lima de Ribeyro*, que reúne diez cuentos del querido y querible escritor junto a fotografías de época de la Lima en la que dichos relatos estaban imaginariamente ambientados. La traigo a colación por lo que se afirma en la leyenda de una de las fotografías de la revista. En ella se lee: "Ayer y hoy. Postal del Jirón de la Unión de 1950 montada sobre como luce en la actualidad. Difícil sería conseguir ahora la misma inspiración que en los años en los que escribió Ribeyro" (p. 63). Más allá de lo evidente -el hecho de que no sería lo mismo-, la frase resaltada apunta a que el Jirón de marras generaba una ensoñación inspiradora en los años '50, mientras que ahora difícilmente alguien podría tomarlo por inspirador. Creo que la frase es doblemente desacertada e injusta. Primero con el Jirón que representaba muy bien a la Lima de entonces y que lo sigue haciendo con la de ahora. Pero además, y lo más importante, con la capacidad imaginativa de Julio Ramón Ribeyro. Lo que descuida el autor de la frase, envuelto en su nostalgia por la Lima de antaño, es que, en tiempos de Ribeyro, cuando las primeras oleadas migratorias se dejaban sentir sobre el centro histórico de la ciudad, el Jirón estaba igualmente lleno de gentes, comercios, tráfico, bullicio...; en suma, uno podía estar dispuesto hacia el lugar de tal modo que no le generase la menor contemplación estética (y mucho menos la creatividad artística) por compararlo con lo que fue antes; en los años '20, digamos. Como se afirmaba arriba, la nostalgia suele colorear nuestros recuerdos con excesivo idealismo y nos hace perder las perspectivas. Lo mismo con el Jirón actual: que resulte inspirador o no, depende más de la disposición subjetiva y la habilidad del artista que del lugar real, al cual la imaginación toma como mero pretexto para su representación. Si uno no se agota con la nostalgia, bien puede hallarle el potencial inspirador al Jirón de la Unión tal como luce hoy. Y, ciertamente, uno siempre encuentra por allí al poeta y al filósofo a los que aún inspira.



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[* Permítaseme un apunte fuera del tema: que un libro como La Lima de Ribeyro, que no llega a tener los estándares de una edición de lujo y que está además auspiciado por dos importantes empresas, se venda al público a 300 soles, puede obedecer a dos motivos: los beneficios fiscales de la Ley del libro no están funcionando o los editores carecen de un auténtico interés divulgador de la cultura y prefieren el lucro o una cultura de élites. No son motivos excluyentes, pero da la impresión que lo segundo es el caso, lamentablemente. Así las cosas, es para reír que el hijo de Ribeyro, en la misma nota, diga que le preocupa que los jóvenes no lean.]