El 8 de mayo de 1923, la comunidad de exiliados rusos en Berlín celebró una fiesta de disfraces benéfica. A ella asistió un joven poeta de cierto renombre en ese círculo, que firmaba con el seudónimo "Sirin" y que se llamaba Vladímir Nabókov. También estaba allí una de las hijas del empresario Evséi Slónim, Véra Slónim. La delgada y frágil chica con el disfraz de arlequín reconoció al poeta, se acercó entre la multitud para hablarle y quiso la noche que en ese preciso momento hubiese magia. Se miraron, se hablaron, se gustaron. Ella le reveló que lo conocía bien. Desde niña, Véra tenía la habilidad de recordar un poema con sólo haberlo leído un par de veces y no lo olvidaba nunca. Pero, esta vez, no se trataba de cualquier poema. Ella le recitó a Nabókov uno de los poemas que más le gustaban: uno que él había escrito. Esa misma noche, apenas unas horas después, él, que ya intuía que acababa de conocer al amor de su vida, le escribió un poema que se publicaría luego en la revista rusa Rul y que fue el primer testimonio de un amor que, con altas y bajas como todo amor real, duró hasta el final de sus vidas. El poema dice:
El encuentro
encantado por esta extraña proximidad
Extrañeza, misterio y delicia…
como si de la negrura oscilante
de alguna mascarada en cámara lenta
por el tenue puente vinieras.
Y la noche fluía, y el silencio flotaba
en sus arroyos satinados
ese perfil de lobo en la negra máscara
y esos tiernos labios tuyos.
Y bajo el castaño, por el canal
pasaste tu anzuelo de reojo.
¿Qué comprendió mi corazón en ti,
cómo me moviste de esta forma?
En tu ternura momentánea
o en el contorno oscilante de tus hombros,
¿advertí un bosquejo pálido
de otros —irrevocables— encuentros?
¿Acaso una romántica piedad
te llevó a entender
lo que dejara temblando a esa flecha
que ahora se incrusta en mis palabras?
No sé nada. Curiosamente
el verso vibra, y en él, la flecha…
¿Tal vez tú, todavía sin nombre, eras
la genuina, la esperada?
Pero no bien apareció el dolor
logró perturbar nuestra hora estrellada.
Regresó a la noche la fisura gemela
de tus ojos, ojos sin alumbrar.
¿Por cuánto? ¿Por siempre? Por lo pronto
sigo andando, queriendo escuchar
la revolución de estrellas sobre nuestro encuentro
por si tú ya fueras mi destino…
Extrañeza, misterio y delicia,
como de una súplica distante.
Mi corazón debe seguir andando.
Excepto si tú ya fueras mi destino…
Vladímir y Véra Nabókov en 1923. |
Hubo momentos en los que ella le escribía cartas sin respuesta. Hubo otros en los que era él quien se desesperaba por no recibir nada en su buzón de correo. Pero ya era cada uno el destino del otro. Cincuenta y tres años después, Nabókov le dedicó su última novela. Se las venía dedicando todas desde 1951. Ese año se publicó Habla, memoria, en cuya dedicatoria se lee: "Pasan los años, amor, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos".
Crédito: Philippe Halsman/Magnum Photos |
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