Entrevista a Julio Cortázar
Por Alfredo Barnechea
Aunque los lectores han hecho de Cien años de soledad su novela preferida, es probable que si los escritores votaran sobre la novela latinoamericana más influyente de este siglo, escogerían a Rayuela.
Esa novela, y los cuentos de su autor, les abrieron a muchos de ellos las puertas de una lengua libre, de un castellano nuevo, extremadamente creativo e inteligente.
Julio Cortázar subió a un barco en 1951 y abandonó Argentina para siempre. En París, donde residió desde entonces, trabajó al principio básicamente como traductor, mientras hilvanaba una de las grandes obras literarias de este siglo; uno de los frutos felices de ese oficio fue la maravillosa traducción de Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar.
En los sesenta, París volvió a ser una fiesta, esta vez para los escritores de lengua española que convergieron allí.
Nacido en 1914 (el mismo año que Octavio Paz y que Camus), Cortázar era una especie de adelanto del ‘boom’. En ese grupo de escritores intensamente políticos, Cortázar fue al comienzo acaso uno de los más apolíticos, y más apegados al puro placer de la literatura. Qué cambió en su vida privada no lo sabemos con certeza, pero lo cierto es que este gran escritor se transformó con el tiempo en un progresista activo, casi ingenuo.
Ya envuelto en esa posición, vino al Perú en 1972, en medio de lo que parecía entonces, para muchos intelectuales latinoamericanos, una atractiva revolución militar.
De todas las entrevistas reunidas en este libro, ésta es la más antigua. Yo tenía veinte años, y hacía mis pinitos en el oficio periodístico, como quizá se note leyéndola. Pero este escritor altísimo, con cara de niño que se comía los años, tuvo la generosidad de darme la entrevista. “Búsqueme en el hotel”, me había dicho. “Pregunte por Monsieur Karvelis” –ya que se alojaba bajo el nombre de su compañera de entonces, Ugné Karvelis. “Pero después nos lleva al box”. He olvidado la pelea, y quienes iban con nosotros. Pero todavía hoy, veinticinco años después, recuerdo la emoción que tenía cuando subí las escaleras del viejo Hotel Bolívar para conversar con el Cronopio.
Cortázar frente a la Catedral de Lima, 1972 (Fuente: revista Caretas) |
Julio Cortázar: Soy un latinoamericano que lo quiso leer todo, saber todo, que ha devorado muchas páginas, pero que también ha cambiado, porque mi vida ya no es la misma de antes. Ahora no puedo leer y escribir exclusivamente todo el día, porque estoy en reuniones, haciendo contactos coordinando otras cosas, no literarias. Me interesa bastante más que antes la política de nuestros países, y eso quita tiempo, viejo.
Alfredo Barnechea: Ha nacido en Bélgica, casi accidentalmente, el 14. El año 23, en Banfield, prendido de las solapas de su tío, ha escuchado la pelea entre Dempsey y Firpo, el toro salvaje. Ha estado en Buenos Aires, ha sido maestro de escuela de provincias, el 32 pretendió irse a Europa, de pavo en barco, pero no lo logró, se quedó veinte años más en Argentina y cuando se fue de verdad, el 51, ya era demasiado tarde para librarse de Buenos Aires, de Gardel, de la nostalgia de los días primeros. En 1963 publicó Rayuela, una cima de la novela latinoamericana. Después de tantos años ¿Cómo percibe Cortázar su país?
JC: Lo percibo como uno de los países latinoamericanos. La respuesta puede parecer obvia, pero mirándola bien no lo es. He estado alejado físicamente, sí, pero no
en lo que de veras cuenta; pienso que diez libros son una prueba que acaso no podrían aportar muchos de los que andan reprochando a diestra y siniestra el famoso exilio. Buenos Aires me asfixió y fue París precisamente lo que permitió que yo redescubriera una visión distinta de mi país y de Latinoamérica. París –Europa mejor— me abrió un horizonte total, planetario, que yo no tenía desde Buenos Aires. No estoy dando una receta, hablo sólo por mí, pero sé que sin París no hubiera escrito lo que he escrito. Si me hubiera quedado allá, en el pago, mi madurez de escritor se hubiera manifestado de otra manera, seguramente más satisfactoria para los historiadores de la literatura, menos provocadora, agresiva para quienes leen mis libros por razones vitales. Y claro, yo estoy con ellos. No sólo no me quedé, sino que no he vuelto, y sigo creyendo que París es el sitio perfecto para alguien como yo, para mis gustos, para lo que escriba todavía.
La geografía, ilusoria; los mapas, un abusivo invento de las enciclopedias. Allá, Cortázar resolvió que no valía la pena haberse quedado. Pero, de todos modos, hay que estar loco perdido, rechiflado en su tristeza, para decir de una ciudad lo que este tipo ha dicho de Buenos Aires:
JC: Se puede, entonces, seguir andando y desandando, anulando el prejuicio de las leyes físicas, entendiendo y entendiéndose desde una visión y un lenguaje que nada tienen que ver con la historia y la circunstancia. Como si todo fuera alcanzado por un progresivo retorno, miro ahora mi ciudad con la mirada del que viaja en la plataforma de un tranvía, retrocediendo mientras avanza, y de tanto perfume nocturno, de incontables encuentros con gatos y bibliotecas y Cinzano y Razón Sexta y cine continuado, me vuelven sobre todo los tiempos de estudiante, los bares automáticos de Constitución, la calle Corrientes de las primeras escapadas temerosas de los años treinta. Corrientes inconcebibles hoy, con sus orquestas de señoritas, sin cines largos y estrechos y una pantalla neblinosa donde personajes de barba y levita corrían por salones lujosos a pobres chicas con sombreritos y tirabuzones y a eso llamaban películas realistas. Son las rabonas de Plaza Italia con un sol caliente de libertad y pocas monedas, de penumbra alucinatoria del Pasaje Güemes, el aprendizaje del billar y la hombría de los cafés del Once, las vueltas por San Telmo entre la noche y el alba, un tiempo de cigarrillos rubios y tranvía 86, Villa Urquizo y la Plaza Irlanda, donde un breve otoño fui feliz con alguien que murió temprano.
AB: Veinte años en que Julio Cortázar ha vivido en Francia, escribiendo en una lengua y hablando otra. ¿Cómo ha salvado ese problema?
JC: Bueno, tuve suerte, pues luego de ganarme la vida pintorescamente en París aprobé un examen en la UNESCO como traductor free-lance. La traducción exige no perder de vista la lengua madre, y si a eso se suma mi propia tarea de escritor (y de lector omnívoro), los años pasaron sin que mi lengua sufriera. A veces me autopesco un galicismo, pero eso ocurre tanto en la Argentina como en Francia y, bueno, después de todo, eso nunca ha sido tan terrible.
AB: Minucioso, insólito, lúdico, bromista, con una cultura multilateral, casi ecléctica, laberíntico. Muchos creen que éste es el verdadero Julio Cortázar. ¿Está de acuerdo con esa imagen?
JC: Oye sí, te acepto los epítetos, y agrego otros que no son contradictorios sino complementarios: soy profundamente serio, exigente hasta la náusea conmigo mismo, inconsciente (los temas me vienen de regiones incontroladas por mi inteligencia, apenas mediocre), paradójico (para luchar contra los monobloques ideológicos y culturales), enamorado del rumor del mundo, ciego a los elogios, perdido en una vigilante abstracción de cronopio incurable.
AB: Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es, digamos, un afrancesado, un hombre entre dos mundos, en busca de un centro. Los datos parecen corresponderse con Julio Cortázar. En cierta manera, Rayuela terminaría en un fracaso, si nos atenemos al itinerario del personaje. Julio Cortázar...
JC: Piano, piano. Ese fracaso de Oliveira, antes que nada, me parece mucho más fecundo que muchos triunfos de esta civilización occidental. Y, después, no es el fracaso de Julio Cortázar, si a eso vamos. Es, en todo caso, el problema, no su resolución. Ya he hablado de mi reencuentro con América Latina, sobre todo a partir de la revolución cubana, de ese no estar aquí y a la vez estar definitivamente.
AB: Hemos oído que escribió Rayuela de un tirón...
JB: Más que de corrido, Rayuela fue escrita a saltos, pues empezó en lo que luego fue la segunda parte, y ésta quedó en suspenso hasta que terminé la primera; paralelamente se fueron agregando los capítulos “teóricos”, los recortes de prensa y las citas de sabios y locos.
AB: ¿Le sucedió lo mismo con sus otros escritos? ¿La preparación es muy larga? ¿Cómo surge en usted la necesidad de escribir?
JC: Me cuesta mucho empezar a escribir. Mucho, porque la preparación de un cuento o de una novela corre subterránea dentro y a su manera; pero cuando arranco de veras me parezco a Fangio, viejo, y no paro hasta que el texto mismo me para la bandera.
AB: Usted tenía treinta y cinco cuando publicó Los reyes. Era una llegada algo tardía, pues sólo un poemario (publicado con seudónimo) lo secundaba. ¿Pero desde cuándo escribe?
JC: Escribo desde los quince años, pero sólo a los treinta me animé a publicar un libro de poemas, firmado con seudónimo. He escrito siempre poemas. Adolescente, creí, como tantos, que mi sensación de extrañamiento anunciaba al poeta, y escribí, los poemas que se escribían entonces y que siempre son más fáciles de escribir que la prosa, a esa altura de la vida. Pero no había para más. Me sorprendí por eso cuando, un día en La Habana, Gianni Toti me dijo que de todo lo que había escrito lo que más le gustaba eran mis poemas. Cuando escribí Los reyes ya era dueño de una técnica, que era hija del rigor. Siguieron los cuentos de Bestiario, sobre los que ya no tuve ninguna duda. Pero el noviciado había sido largo y duro. Había que tenerse mucha fe, y a la vez había que apoyarse en una permanente desconfianza en sí mismo. En el terreno práctico, esto debía traducirse en no publicar prematuramente, pecado cotidiano en nuestros países.
AB: ¿Eso sería lo que le diría a un joven escritor que le pide consejos?
JC: Sí, si el consejo es de ese tipo. Si, más bien, quiere saber cómo se escribe, haría lo que el maestro zen: le rompería una silla en la cabeza. Pero la otra recomendación, sí. Fue lo que me pasó a mí. Tiré miles de páginas antes de publicar por primera vez, porque si bien respondían a mis impulsos más hondos, algo en mí era capaz de juzgarlas y saber que no merecían imprenta. Jamás me alegraré lo bastante de haber sido tan duro para conmigo mismo.
AB: Para muchos, escribir es un acto de exorcismo. En su caso, ¿algún cuento o novela ha cumplido esa función?
JC: Una buena parte de mis cuentos han nacido de estados neuróticos, obsesiones, fobias, pesadillas. Nunca se me ocurrió ir al psicoanalista; mis tormentas personales las fui resolviendo a mi manera, es decir, con mi maquina de escribir y ese sentido del humor que me reprochan las personas serias. Entonces, más que un cuento o una novela, es el escribir mismo mi acto de exorcismo.
Y claro, debía preguntarle lo de siempre, que por qué, para qué escribe, pero ya ha dicho en otra parte que:
JC: Siempre seré un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y en el mezzo del camino se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas al mundo. Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una diferencia; si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mis circunstancias, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo por no estar o por estar a medias. Escribo por falencia o descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas. El monstruito sigue firme... Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por este paraje verdadero, por ese estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me separaba de mis amigos, y que a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador. No estaba privado de felicidad. La única condición era coincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vieja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su matrícula, y desde luego no era fácil; pero pronto descubrí los gatos en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros, donde la encontraba de llano. Pienso en Jarry, en un lento comercio a base de humor, de ironía, que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones, por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y permite el paso cotidiano a un plano que a falta de mejores nombres seguiremos llamando realidad pero sin que sea ya un flatus vocis o un peor es nada.
AB: Al cabo de tanto tiempo, supongo que tendrá señaladas sus preferencias. ¿Con qué cronopio se identifica más? ¿A quiénes relee con más constancia?
JC: Casi nunca releo la gran literatura, aunque confieso la relectura periódica de Los tres mosqueteros y de mis Julio Verne preferidos. También el Pickwick de Dickens. En general, me inclino hacia los alienados, hacia los marginales de la literatura. Un Jarry, un Roussel. De una novela quiero que me enriquezca y me transforme, por la vía del sentimiento o del intelecto, pero jamás le pido que me enseñe algo. Las novelas didácticas o las destinadas a vehicular mensajes me recuerdan aquello de dorar la píldora. Además no son nunca entretenidas (véase el realismo socialista) y transmiten penosamente lo que ya se ha dicho en el ensayo. Actualmente leo pocas novelas. Vuelo, sí, a la poesía, porque puede leerse en todas partes, en los cafés y los trenes.
AB: Una vez abandonada la maquina de escribir, ¿necesita librarse de la materia que desarrolla, o más bien continúa dándole vueltas en la cabeza?
JC: Bueno, yo paso días y aún semanas sin escribir, cuando estoy trabajando en un libro. Ahora no me doy vacaciones. Vivo como habitado por lo imaginario, que se superpone a lo que me rodea, lo modifica y lo desplaza. Es un sentimiento a la vez maravilloso e inquietante, un periodo en el que se acumulan las coincidencias, y los encuentros, como si el libro y la realidad exterior se invadieran mutuamente hasta el día –siempre triste para mí— del punto final.
AB: Si bien lo fantástico es una constante de su obra, El perseguidor podría ser el punto de apertura en otras direcciones. Ese cambio, si usted acepta la demarcación, ¿a qué experiencias corre paralelo?
JC: Sí, El perseguidor fue una primera toma de conciencia de una realidad inmediata, histórica, que hasta entonces había estado relegada al telón de fondo para los sucesos fantásticos de mis cuentos. No es por azar que poco tiempo después –y ésas podrían ser las experiencias paralelas— fui por primera vez a Cuba y conocí de lleno la experiencia socialista, con la que me solidaricé. Hasta entonces yo veía personas, individuos encerrados en sus viviendas privadas. El perseguidor, en efecto, fue una primera tentativa por aprehender al hombre como historia y destino, como buscador de sí mismo en su punto más alto y exigente.
AB: Esa tentativa prosigue ahora. ¿El libro de Manuel es un divorcio con sus cuentos anteriores?
JC: No, El libro de Manuel es una tentativa de recuperar dos niveles hasta ahora paralelos en mí, una búsqueda de convergencia entre mi yo-novelístico y mi yo-histórico, digamos. O sea, incluir todo lo que yo he estado diciendo, políticamente si se quiere, pero en un texto que sea literatura, y que lo sea no al modo de la literatura programada, sino de una literatura sin concesiones fáciles, demagógicas. Será un libro en cierta medida plural, al que podrá accederse por más de un nivel. Hay mucho de documental, de cosas que yo leía diariamente mientras escribía. Un grupo de latinoamericanos viven en París y deciden hacer una serie de acciones, y bueno, hay secuestros y cosas por el estilo. Ahora, el libro no quiere ser un texto dividido en esos dos niveles, sino acceder a un plano superior que los integre, que los haga converger.
AB: La ruptura de la solemnidad, el humor, lo insólito, la búsqueda de una sobrerrealidad, han sido improntas del surrealismo. ¿Qué relación tuvo usted con él y cómo lo juzga ahora?
JC: El surrealismo fue mi camino de Damasco, me arrancó de la sensiblería post-romántica de la Argentina de los años treinta, me enseñó a atacar la palabra, a batallar amorosa y críticamente con ella, a fiarme de lo absurdo y a rechazar la sensatez sistemática, a creer en una esquizofrenia creadora (no son los términos que se usaban entonces, pero los lectores de hoy comprenderán). Después vi anquilosarse poco a poco el surrealismo, convertirse en escuela, casi en Iglesia con André Breton como Papa. Yo, por muchas razones, no calzo con las iglesias. Pero el verdadero surrealismo es indestructible, es una actitud, un modo de conocer que se da diariamente de mil maneras que, por suerte, no son forzosamente literarias.
AB: A menudo usted ha hablado del zen. ¿Qué admira allí?
JC: Para no citar más que una de sus múltiples facetas, admiro en el zen la ruptura de los esquemas lógicos y la prueba de que no son imprescindibles para acceder a determinados niveles de conocimiento. Excelente lección para nosotros, devotos, obstinados esclavos de Aristóteles y Tomás de Aquino.
AB: En su carta a Fernández Retamar, había una frase más o menos así: “Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura...”. En mayo del 68, en París, usted participó sin embargo en tomas de locales, y ahora, como nos dijo al comienzo, dedica cada vez más atención a la política latinoamericana. La frase citada ¿sigue siendo válida? En otras palabras, ¿cómo afronta ahora su compromiso político?
JC: Me sigo creyendo incapaz (o si se quiere, poco capaz) de acción política, que para ser realmente una acción debería absorber todo mi tiempo, incluido el literario. Soy y seré un escritor que cree en la vía socialista para América Latina, y que en el plano político emplea los instrumentos que le son propios para apoyar y defender esa vía. Cuando lo creo necesario intervengo en un plano, digamos, directo de acción política, pero me sigo creyendo más eficaz en el de la palabra escrita. Sigo siendo un cronopio, o sea, un sujeto para el que la vida y el escribir son inseparables, y que escribe porque eso lo colma, en última instancia, porque eso le gusta.
AB: Usted va para su país ahora, en un momento bastante crítico de su vida política, y quisiera preguntarle algo relacionado con ella. En su momento, como hicieron tantos intelectuales argentinos, usted rechazó al peronismo. Ahora hay una revaluación del peronismo por esa misma intelectualidad. ¿Cómo lo juzga hoy?
JC: Con una perspectiva de veinte años, una ideología definida, con una autocrítica despiadada. En su momento, en efecto, fui incapaz de distinguir entre Perón y el peronismo, entre el gobernante ambiguo y la formidable toma de conciencia que había desatado sin ser capaz de llevarla a sus últimas consecuencias, o sea, a la revolución. Me alegraré el día en que el termino “peronismo” pueda ser sustituido por otro que exprese mejor, con más verdad, esa larga marcha del pueblo argentino hacia su destino socialista; pero, por el momento, puesto que indica suficientemente el camino, lo comprendo y lo respeto.
AB: Para terminar, discúlpeme una pregunta algo solemne: ¿Cuáles han sido los grandes momentos del siglo XX que ha vivido?
JC: Si no supiera a qué apunta su pregunta, temería que esa solemnidad se viera menoscabada con mi respuesta. Los grandes momentos del siglo XX son de dominio público: la revolución rusa, la derrota del nazismo, la victoria de Vietnam o la revolución cubana. Ahora, los que me han marcado a mí, los que cuentan para mí: la primera radio a galena de mi infancia, el vuelo de Lindbergh, la pelea Firpo-Dempsey, la lectura de La condición humana, la foto de Mussolini colgado por los pies y, ya que estamos en lo luctuoso, la tardía pero reconfortante muerte de Harry Truman y de Lyndon Johnson.
Lima, 1972
Del libro: Peregrinos de la lengua (Alfaguara, 1998)
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