martes, 9 de septiembre de 2014

Adorno contra los gritos del expresionismo


Edvard Munch, Der Schrei der Natur (El grito de la naturaleza, 1893). Galería Nacional de Oslo.

Hace un tiempo, "El grito" de Edvard Munch adquirió renovada actualidad a causa del hurto y recuperación de sus dos principales versiones. Pero difícilmente esa noticia aumentó su fama, que no se debía tampoco a los 123,7 millones de dólares en que cada una está monetariamente valorizada. Ya para entonces era la pintura más popular del expresionismo, aunque, en rigor, sea más bien precursora de ese movimiento artístico que se consolidó años después como respuesta al peso que el arte impresionista daba a la realidad natural. Si bien es cierto que el impresionismo suponía un giro hacia la interioridad, en tanto que el artista volvía reflexivamente sobre su propia percepción, eran finalmente los efectos de la realidad externa, expuestos con cierta distorsión formal en la figuración, los que quedaban plasmados en la obra, precisamente como una impresión mediada por la perspectiva de la sensación particular. Los límites del impresionismo eran los de la percepción, la representación bella y la determinación exteriorizante. Frente a ellos, el expresionismo recurrió a la imaginación, la expresión sublime y la indeterminación interiorizante. Su apogeo, sin embargo, sería corto: el espanto de la Gran Guerra dio lugar a otro movimiento, la "Nueva objetividad", que acusó en el expresionismo un exceso de individualismo y de imaginación; es decir, falta de apego a la realidad, de objetivación, no propiamente como mímesis, sino, en todo caso, como mímesis crítica.

En el contexto de la Escuela de Frankfurt y la teoría crítica, la apreciación del expresionismo no fue muy distinta. En su Teoría estética, Theodor Adorno escribió:
"El expresionismo se convirtió para sí mismo, igual que para el conformismo, en una broma porque reconoce la imposibilidad de la objetivación artística, que empero es postulada (se quiera o no) por toda manifestación artística; por supuesto, qué otra cosa queda sino gritar" (Madrid: Akal, 2004, p. 47, cursiva propia).
Para Adorno, el expresionismo no fue realmente un movimiento liberador del potencial expresivo del arte porque su liberación estética era una "necesidad ciega" (ciega a su dialéctica con la realidad), mero "jugueteo infantil", "marcha en vacío"; en suma, un anticipo de la decadencia a la que llegaría ese "radicalismo estético" del arte vanguardista con la plena abstracción del da-da, punto culminante en tanto que pérdida de toda significación en el lenguaje: gesto vacío. Pero Adorno no estaba en contra de los cambios formales en el arte, que más bien consideraba fundamentales (y que en un primer momento había elogiado "ciegamente"), sino que se oponía a la autonomía de los mismos; es decir, a la idea de que el arte pueda entenderse adecuadamente como un juego que es independiente de la realidad social, que cambia sólo en función de su propia historia o que responde únicamente a una actividad judicativa (piénsese en Hegel contra la teoría del conocimiento y el formalismo kantianos). La carga negativa de la calificación de "radicalismo estético" no está en lo radical, puesto que incluso se trataría de una radicalidad superficial, sino en lo estético entendido como meramente estético. Desde esa perspectiva, la autonomía del arte no es sino una justificación ideológica de la razón instrumental, que limita su rebelión ilustrada contra las ilusiones al ámbito de la copia de la realidad, de la que está aparentemente desposeída. La rebelión en lo estético dejaría así intacta la realidad. La autonomía del arte sería una limitación para una libertad más profunda.

El expresionismo es visto por lo tanto como un arte alienado que sólo expresa su propia impotencia y la de todo el modernismo burgués. Para Adorno, todo arte, incluso ése, refiere a la realidad como una necesidad objetiva, se quiera o no verlo o aceptarlo. Puede desde luego objetarse que el arte moderno es enemigo de la representación, que lo que menos hace es copiar la realidad, pero Adorno sostiene que allí está precisamente la más engañosa copia de ésta: cuando se oculta esa relación dialéctica. Lo que ocurriría, en el fondo, es que el arte quiere liberarse de su carácter aparente, ilusorio (está en su propia naturaleza como arte querer esto), pero la razón instrumental le ha confinado a su propio dominio espiritual; le dio autonomía para separarle de la realidad y éste debe, por lo tanto, salir "del lodazal tirando de su propia coleta" (ibid., p. 142). Los modernistas habrían caído entonces en la ilusión de creer en una rebelión meramente estética, pretendiendo alcanzar a la realidad sólo en el arte mismo, en su quiebre formal, purificándolo de todo lo que les recuerde su carácter mimético. Por eso se apartaron de la figuración, de la representación, de la exterioridad, etc. Y llegan a expulsar hasta lo último que "ya no puede llegar a ser arte (el lienzo y el mero material sonoro)" (ídem.), con lo que terminan por convertir al arte -nos dice Adorno- en happening (una performance "improvisada"; es decir, aparentemente libre). En todo ese discurrir él ve la "continuación directa y falsa de la racionalidad instrumental"(ídem.). ¿Cómo entra el expresionismo allí? Además de lo ya dicho, que apuntaba especialmente a su impotencia, dice Adorno:
"También corrientes antirrealistas como el expresionismo participaron en la rebelión contra la apariencia. Mientras el expresionismo se oponía a la copia de lo exterior, intentó exponer sin tapujos estados anímicos reales y se acercó al psicograma. Pero como consecuencia de esa rebelión, las obras de arte acaban recayendo en la mera coseidad, como castigo a su hybris [desmesura] de ser más que arte" (ídem., cursiva y negrilla propias).
El arte moderno quiere ser más que arte únicamente dentro del propio arte y no en su dialéctica con la realidad. Quiere convencernos de su inmediatez real, pero en esa dinámica se revela su mediatez: "Hasta la determinación estética más pura, el aparecer, está mediada con la realidad en tanto que su negación determinada" (ibid., p. 143). Esto porque es imposible que exista el arte sin una migración desde la realidad de todo lo que en el arte es forma y materiales, espíritu y tema. En otros términos, no es posible que el arte deje de ser representación por más que lo simule. El hecho mismo de que el arte sea algo hecho por seres humanos muestra esa dependencia respecto de la realidad. Y desde luego que, en su devenir, el propio arte moderno hace patente esto, por lo que intenta ocultar al autor haciéndolo poco distinguible del "espectador" y convirtiendo a la obra de arte en mero acontecer, en un aparecer que simula no tener objetualidad ni representación. Todo arte está "mezclado a priori con el mundo de las cosas. La dialéctica del arte moderno consiste en buena medida en que el arte moderno quiere quitarse de encima el carácter de apariencia, como los animales un cuerno que les ha salido" (ibid., p. 142, cursiva propia).

Es cierto que algunas confusiones se generan por concederle demasiado al discurso de los propios artistas y de los teóricos del arte. Es el caso de la aparente ausencia de representación, de mímesis, en el arte que no es figurativo. Como si fuese posible una suerte de expresión pura, sin ningún tipo de acto representacional en la propia conciencia del artista, así como en la del espectador. También es verdad que algunos artistas tuvieron y tienen una fijación exagerada en el cambio formal como si éste fuese valioso por el cambio mismo, pero en muchos casos las críticas de formalismo responden más a la ceguera de los críticos, que no ven los diversos sentidos que dichos cambios esconden. Ahora bien, cuando Adorno habla de la dialéctica del arte con la realidad, es ciertamente determinista: no dice sólo que así debiera ser, lo que le convertiría en nada más que un moralista; dice que así sucede siempre, que cuando se piensa que no es así se está ideológicamente engañado. Y como es preciso que esa dialéctica sea pensada por el arte mismo, para evitar contradicciones como las del arte moderno (y para no depender de formas de pensamiento ajenas, como las de la filosofía), el (buen) arte debe mostrar su carácter crítico en su relación (de negación determinada, de diferencia) con la realidad y no referirse sólo a sí mismo o al arte precedente.

Lo curioso es que, si bien la separación con la realidad hace que el arte sea supraestuctural, espíritu y no sólo materialidad, en cuanto a su significación social la diferencia desaparece y eso permite que se le tome, en general, como un objeto más de la realidad, al igual que una hoz o un martillo. Así, la instrumentalización del arte termina por estar menos en la realidad que en las ideas del "pensador dialéctico", y la sociología (que tiene como fundamento a la realidad dada) se termina imponiendo por sobre la filosofía (que debiera poner dicho fundamento en duda e ir más a fondo). No se trata solamente de que lo político sea un sentido de los muchos que tiene el arte, lo que también es cierto, sino además de que la dependencia material o empírica con la realidad no basta para legitimar la preeminencia absoluta que Adorno le da a dicha realidad, ni siquiera en lo que respecta a la significación histórica de una obra. El sentido crítico del arte, en tanto que su ineludible diferencia con la realidad (su negación determinada), debe ser entendida en los propios términos estéticos en los que el arte se maneja; esto es, como cambios de régimen (de hábitos) al nivel de la propia actividad representacional, sin limitarse a la significación y la predicación que son plenamente conscientes (el concepto) y sin pretender que tanto representación como percepción respondan por igual a un mismo criterio de orden científico (el positivismo materialista, a final de cuentas). Como observara Kant, el arte tiene ideas estéticas y no conceptos. Dicho de otra manera, lo que en el arte es diferencia de la realidad (que no es todo en ningún arte) sólo puede ser entendido como negación estética de la realidad. Al darse cuenta de esto, Rancière habla de los cambios de la percepción como aquél lugar donde el acto estético puede ser tenido como político. En efecto, el suelo común de la conciencia natural y de la conciencia estética está en el origen de todo conocimiento: la experiencia sensible. Sin embargo, aún habría que cuidarse de no menospreciar el cambio de actitud entre la percepción y la representación cuando se entra al terreno estético, el del arte pero también el de los sueños y el de los juegos.

Adorno concede mucha reflexión a los artistas cuando eso le permite tender una celada. Lo cierto es que, por más que un artista afirme querer cambiar la realidad, el único cambio real que le es posible es un cambio al nivel de la conciencia estética (que es intuitiva, con lo de inmediatez que éste término implica, filosóficamente hablando) y no en el de la realidad objetiva; de allí que se le haya disociado tradicionalmente de la utilidad cotidiana y esto mucho antes de la autonomía moderna (en esto Marx seguía a Aristóteles). Es cierto que determinadas condiciones prácticas son las que posibilitan la creación artística, la difusión, etc., pero ese "despojamiento" de la realidad, que se da con todo arte, pone en suspenso la preeminencia de esas condiciones prácticas. Y eso es algo que no puede ser tan fácilmente obviado por la sencilla y muy real razón de que en la experiencia real (es un concepto de realidad ciertamente más amplio que el físico al que aquí apelamos) se presenta así.

En Adorno, la conciencia materialista se impone, a la vieja usanza idealista, con una lógica ineludible y, por ende, con cierto totalitarismo. Lo subsume todo con gran inclusividad para someterlo a esa lógica (ya no desde una filosofía especulativa, sino desde una filosofía sociológica) y sentenciar a los que hacen mal arte porque no son capaces de entender o aceptar la preeminencia de la realidad dentro de su arte, sin lo cual sólo les queda satisfacerse con una falsa libertad. No pueden hacer "arte auténtico", sino, en el mejor de los casos, "arte resignado" al engaño y la impotencia frente a la realidad; meros gritos como los de Munch. Como se ve, el núcleo del asunto está en la relación del arte con la realidad "objetiva". ¿Cómo se sostiene este vínculo si es incluso intuitivamente claro que el dominio del arte es el de la representación? Precisamente, para Adorno:
"El arte tiene su fuerza de resistencia en que la realización del materialismo implicaría su propia eliminación, la eliminación del dominio de los intereses materiales. En su debilidad, el arte anticipa un espíritu que sólo entonces se manifestaría. A esto le corresponde una necesidad objetiva, la miseria del mundo, en contra de la necesidad subjetiva (hoy ya sólo ideológica) de arte por parte de los seres humanos; el arte no puede basarse en otra cosa que en esa necesidad objetiva" (ibid., p. 46).
Esta crítica de la necesidad subjetiva (expresiva) puede entenderse mejor a propósito del artista que Adorno considera radicalmente opuesto a ella y que él, por ése y otros motivos, elogia: "[Schoenberg] nunca ha realizado la crítica expresiva del material previamente dado y de sus formas a la manera 'expresionista', imponiendo autoritaria y desconsideradamente las intenciones subjetivas en el material heterogéneo" ("Sobre la situación social de la música (1932)", trad. propia).

El arte no tiene que ver, para Adorno, con la conciencia subjetiva, la cual es mero engaño ideológico y, en la práctica, imposición autocrática sobre el espectador y sobre la materia del arte, sino, precisamente, con ese "dominio de los intereses materiales" (lo estructural en el marxismo clásico), que es el ámbito de la realidad misma, el de la producción y satisfacción de necesidades materiales. En la concepción adorniana, el arte no puede tampoco cambiar la realidad directamente, no puede afectarle en su materialidad que le es ajena. Por decirlo así: el arte no alimenta (y por más que quiera hablarse de un alimento "espiritual", éste puede sólo ser un opiáceo cuando se tiene hambre y desnutrición materiales). De allí uno puede deducir que la realidad es más importante en última instancia, como pensaba Marx, pero no asignarle necesariamente al arte una función subalterna (la de hacer palpable la miseria del mundo) que determine cómo debiera ser para considerarlo aceptable o "auténtico". Eso es lo que hace Adorno cuando afirma que el expresionismo es un arte conformista, conformismo espiritual, una broma, porque lo propio del arte sería trascender a la materialidad, negarle, ser su otro, representar la tragedia del mundo y las contradicciones del sistema, de la razón instrumental, con el horror que les corresponde, sin ninguna distracción ni embellecimiento. ¿Y qué si lo que el artista quiere representar es otra cosa y quiere representarla bellamente? Lo que hace Adorno es delimitar el campo de la imaginación con criterios que, en el fondo, no son sino morales; los de una moral mínima que busca una imaginación mínima también. Cuando algo como esto ocurre, hay que dudar seriamente si estamos hablando de arte. Lo que sí es indudable, es que no estamos ya dentro del juego del arte.

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