Hace 150 años nació Pietro Mascagni, compositor menos decisivo que los influyentes Wagner y Verdi, también celebrados en este año, pero no menos popular, especialmente por su Cavalleria Rusticana (Nobleza rústica), melodrama en un acto característico del movimiento realista del romanticismo tardío italiano llamado verismo. Como ópera romántica, su tema de fondo es trágico: la búsqueda del amor y la felicidad sólo provisoriamente tiene éxito y deriva necesariamente en el dolor y la pérdida. Toda verdadera tragedia es fundamentalmente humana, porque es sentida por el hombre en su nervio más profundo, pero también porque responde a sus actos. Con ellos trata de prever la tragedia y superarla, pero, cuando esto parece darse, es únicamente un engaño más, una de las crueles ilusiones del destino, del que ni los dioses pueden escapar.
Queda claro que sin libertad no hay tragedia. Ella es su elemento central en tanto que alimenta permanentemente la esperanza y, por lo mismo, causa dolor en su contraste con la realidad. ¿Debe deducirse de esto que no es posible vencer realmente al sino y reconciliarse con él? Así como Platón juzgó severamente a los autores trágicos porque no los consideraba capaces de sacar a los hombres de la oscuridad de la caverna, Hegel también criticó a la tragedia romántica (por ejemplo a Schiller) por no mostrar cómo la libertad puede finalmente realizarse en armonía con el destino, el mismo que sólo aparentemente le sería adverso. Juzgaba además Hegel que la tragedia moderna, a diferencia de la antigua, debía colocar esa solución en el ámbito de la libertad humana, sin recurrir a divinidades trascendentes como el deus ex machina de Eurípides. Después de Kant, especialmente, no había marcha atrás. Pero la confianza en la razón puede ser excesiva y, si la solución filosófica no tiene éxito, no es por la precariedad de las mentes simples, sino porque la filosofía ha simplificado una naturaleza mucho más compleja y que no puede reducirse, tampoco en cuanto al fundamento de la libertad, exclusivamente al dominio de la razón. Vistas así las cosas, la tragedia recupera, de un modo enriquecido, su hondura inicial; aquella que llegaba sin mayores mediaciones a sus espectadores y por la cual la fuente de su necesidad es colocada más allá de las posibilidades humanas. La filosofía, como todo lo humano, proviene del fuego de Prometeo; por ello, a veces se conduce guiada por una ciega esperanza.
No es difícil suponer que a Hegel no le hubiese gustado mucho la historia que Mascagni musicalizó con tan rotundo éxito (14 mil representaciones vio hasta el fin de sus días sólo en Italia). Además de que en ella prevalece la tragedia, sin tener una resolución aleccionadora, prevalece también una justicia de sangre que resulta de una eticidad no reflexionada, mecánica. La tragedia carecería así de profundidad, en la medida en que no llega a plantear el conflicto que personalidades como Sócrates, Jesús o Antígona plantearon al oponer los valores de su moralidad individual a los valores vigentes de una eticidad debilitada. Pero esto, desde luego, obedece al presupuesto en el que Hegel coloca sus esperanzas: todo orden ético es contingente y, por ende, está sujeto al desarrollo que la libertad tenga. Sin duda, la libertad requiere humanamente de este presupuesto sin el cual no hubiese sido posible derribar a ningún orden establecido; sin embargo, si la buena tragedia es, desde este punto de vista, la que representa el desarrollo último de la libertad en la historia universal, lo que se exige con ello es someter a la imaginación y a la propia libertad artística dentro del dominio de la historia, que es el de la realidad racionalizada. Esto no tiene por qué ser necesariamente así, toda vez que la imaginación no depende en primer término de su función ética. Puede decirse, por tanto, que Cavalleria Rusticana tiene derecho a conservar su escisión trágica, sin someterse a un tribunal que no es el suyo. Es cierto que la eticidad representada en esta ópera no encuentra más oposición que la del sentimiento trágico que embarga a sus personajes. Estos no desafían la crueldad de su tradición. No son más que fichas sacrificadas para terminar complaciendo a ese dios cruento que la tragedia presenta como ineludible. Sin embargo, esto es justamente lo que más atrae de la obra: que el desequilibrio se mantenga y que el destino termine imponiéndose dolorosamente sobre los individuos.
Que ello ocurra dentro de una tradición determinada, la siciliana del siglo XIX, que es exóticamente lejana -aunque comprensible- para la mayoría de sus espectadores, no es algo que le reste en absoluto verosimilitud ni potencia dramática. Poco importa incluso si se trata de una idea de justicia aceptable o no. Lo que importa en la tragedia es, como se ha dicho, que la escisión se mantenga hasta el final. El individuo busca preservar su individualidad aunque para ello ponga en juego nada menos que su vida; es decir, su propia individualidad. Por lo mismo, la tragedia requiere también que defienda a toda costa su dignidad (lo que funciona bien en el contexto del duelo de Cavalleria Rusticana). Su polo opuesto, la generalidad, no sólo parece imponerse con toda la prepotencia de la realidad en el desenlace trágico, sino que se expresa como la condición trágica general de la que da cuenta, por paradójico que parezca, el caso particular. Lo mismo ocurre en El padrino III, de Francis Ford Coppola.
Aunque menos intensa y lograda que sus predecesoras, su drama no es menos profundo, pues consiste precisamente en la imposibilidad de Michael Corleone por sacar a su familia de los negocios de la mafia. En ese empeño, Michael pierde la felicidad personal que esperó tener con las dos mujeres que amó fuera de ese mundo: una muere en una explosión que debió matarlo a él (El padrino I) y la otra, que no puede sostener más el peso de la corrupción familiar, lo abandona (El padrino II). Su individualidad inicial, rebelde con los designios del padre de tener un hijo político (El padrino II, flashback en el que se queda solo en la mesa) es sometida así por el ethos familiar, pero es tal el descalabro que éste no puede no ser afectado: Michael pierde también la unidad familiar que era el tesoro de su padre, tanto por la lejanía del hijo mayor, que le teme y que no quiso quedarse con él, como por haber mandado a matar a su propio hermano Fredo en nombre de la lealtad y confianza en la familia (El padrino II). Podría no haberlo hecho, desde luego, pero ese es justamente el drama: todo podría haber sido y aún podría ser diferente; si no para él, al menos para su hija, que ha permanecido a su lado y que representa la promesa de salir del mundo ilícito con la Fundación Corleone. Él no tiene ningún otro punto de apoyo aparte de ella. La Iglesia católica, esa institución tradicional que podía ser por ello un aliado importante para salvar a la familia, está corrompida y él no está en capacidad de salvar al Papa honesto recién elegido. En medio de todo, llega su sobrino, el hijo ilegítimo de su hermano Sonny, dispuesto a ser el nuevo padrino. A pesar de que éste es como un bárbaro que no sabe ganarse su respeto y al que también quisiera salvar, Michael acepta finalmente sacrificarlo dejándolo en su lugar, por su insistencia y para alejarlo de su hija que se ha enamorado de él. Quien ha seguido la trama hasta ese punto, sabe anticipar cuál es el lugar donde se enquistará la tragedia. La promesa de Vincent de alejarse de su hija y el éxito de su hijo cantando la Cavalleria Rusticana, cuya temática siciliana le recuerda a Michael su origen, sirven de breves alicientes para la esperanza en el espectador de un final feliz, a la vez que ponen el escenario para el final trágico. Si bien es cierto que en El padrino III el desarrollo de la historia no está tan cargado de simbolismo, de mística familiar y del dramatismo que tienen las dos anteriores, ello es -lo haya querido así Coppola o no- reflejo de una melancolía aún no desesperada. Todo el peso dramático de la película está puesto en su final, que tiene además la responsabilidad de ser el final de la trilogía. Y en ese final, que es la razón por la cual toda la película gana peso, el Intermezzo de la Cavalleria Rusticana juega un rol importante. Su melancolía serena, desprovista del dramatismo del canto, tiene dentro de sí el dolor contenido que explota en el grito de Michael ante la muerte de su hija, para volverse a contener en la más absoluta desolación de su vejez. Michael pierde a la última mujer que lo amó sin reservas, y, a diferencia de su padre en El padrino I, muere absolutamente sólo, prisionero del recuerdo de esos tres bailes distintos que, al menos mientras duraron, le abrieron a un mundo más puro. Pero esa nostalgia es plenamente impotente frente a la realidad. Nosotros, como espectadores que luego de detenerse en el arte de Mascagni y de Coppola deben volver a la realidad, bien sabemos de esta tragedia.