Eduardo Moll, uno de los más importantes difusores del arte peruano en las últimas décadas, cuenta (en el Prólogo a su antología sobre Camino Brent) que en cierta ocasión, cuando le pidieron dar una conferencia sobre el arte moderno, él llevó a un violinista para que antes de la misma interpretase una pieza. El músico recibió la bienvenida, se acomodó para la interpretación y permaneció en silencio durante los siguientes quince minutos. Sin tocar una sola nota, se levantó, hizo las reverencias y recibió los aplausos del caso, y se retiró. Moll recuerda que el violinista no era sino un estudiante de arquitectura que nunca antes había tenido en sus manos ese instrumento, y que durante esos minutos de silencio expectante apenas si se oyó a alguien prender un cigarrillo. Como era de esperarse, la conversación que le siguió fue sobre esa experiencia. Moll resaltó la importancia del silencio, no sólo en cuanto a la música, sino en general, como ausencia de aquello que se supone que el arte expresa de manera explícita, y llamó la atención de los participantes sobre la propia capacidad creativa que se les había demandado, resultante en ese caso de la situación de expectativa creada y de nuestra facultad imaginativa.
El error de Moll, tal como él nos cuenta su relato, está en la generalización y en el carácter de necesidad que le atribuye a la experiencia. Para él, todos los allí presentes procedieron a imaginarse ─ante el silencio del presunto violinista─ cómo debía estar sonando la pieza, máxime si se había anticipado que se trataba de una sonata. Sabemos de cierto que al menos él se imaginó eso; pero esa experiencia subjetiva ─y sobre todo la significación igualmente subjetiva que deduce de ella─ no es en modo alguno necesaria. De haber estado yo ahí, lo más probable es que hubiese prendido el cigarrillo y que me hubiese puesto a pensar en el clima, en los trabajos pendientes, en la mujer que amo, en si servirían buen vino, en lo patéticamente graciosas que son las gentes cuando quieren exponerse como cultas, o en cuánto preferiría estar escuchando a Caruso en mi casa. Moll me diría que no, que lo esperable para alguien culto es tomar el lugar creativo e imaginarse cómo debería estar sonando la "sonata" en cuestión. A lo mejor le replicaría que, por no leer bien el programa, en mi caso no escuché sino un par de magníficos capricci. Con esto quiero decir que el fracaso experimental de Moll está en el vano intento por delimitar aquella que quizá sea la facultad humana más libre: la imaginación. Y, sin embargo, este ejemplo es interesante porque, en una época en que la música está marcada por su conceptualización, nos muestra cómo el teórico, por querer romper los límites formales del arte, termina perdiéndose en "ilimitaciones" que quiere y no puede controlar. Moll quería demostrar que el arte es ilimitado. La experiencia le confirmó ─aunque no haya reparado en ello─ que la imaginación misma se resiste a delimitaciones y determinaciones.
Ahora bien, de haber estado yo ahí, me hubiese solidarizado con Moll, porque, de todos modos, la experiencia me habría dado en qué pensar y, para no desanimarlo del todo, le hubiese dicho con un abrazo: "¡ánimos, hombre!, que el arte, como el amor, es así: libre, intenso y caprichoso".