El cementerio de Praga es la última novela de Umberto Eco, publicada por el sello Bompiani. Y en medio de una Europa que ha retomado con fuerza sus fanatismos de antaño y que proclama el fracaso de la interculturalidad (como lo ha hecho la canciller alemana), se ha armado una pequeña pero significativa polémica religiosa. Si los filósofos postmodernos se regocijaban hace unos años por "el retorno de lo religioso" (algo así como la enésima resurrección de un Dios "duro de matar"), habría que añadirle a ese retorno lo que los kantianos preguntábamos desde entonces: ¿no será también el retorno -con las puertas abiertas de par en par, es decir, sin crítica- a un fanatismo no musulmán sino profundamente europeo? El tiempo parece darnos una y otra vez la razón. Y no sólo en Europa, sino también en Estados Unidos, donde está creciendo nuevamente el movimiento para prohibir en las escuelas la enseñanza de la teoría de la evolución y promover el creacionismo, aunque eso se explica porque, a diferencia de Europa, la democracia estadounidense se asentó sobre pilares religiosos y no laicos, como lo atestiguaba no sin asombro Alexis de Tocqueville en el siglo XIX.
El personaje principal de la novela de Eco, Simone Simonini, es un antisemita convicto y confeso, vinculado con la redacción de unos documentos falsos, los “Protocolos de los sabios de Zion”, que atribuían a los judíos un plan para dominar el mundo, y que por lo tanto servían de justificación perfectamente lógica para sostener el antisemitismo a comienzos del siglo XX. Simonini se vincula en la novela con personajes renombrados de la época, tales como Freud, Alfred Dreyfus, Ippolito Nievo y Garibaldi, pero Eco ha remarcado el carácter absolutamente ficticio de su protagonista.
El odio de Simonini por los judíos es bastante claro: "Me doy cuenta de haber existido solo para vencer a aquella raza maldita. Únicamente el odio calienta el corazón", dice, además de respaldar ese odio con una ideología contradistintiva propia de un buen realista político: "el mundo necesita de enemigos". Son estas frases, puestas en labios de un personaje de ficción pero escritas por un autor de carne y hueso, las que han generado sendas reacciones por parte de los sectores más conservadores de las comunidades católica y judía italianas. No deja de ser curioso que en una cultura tan jovial como la italiana también campee el fanatismo. No menos curioso es que al literato se le acuse de "llevar a los lectores a la ambigüedad". Acaso ¿no hace siempre eso el arte? Vale la pena detenerse un poco en esto.
Lucetta Scaraffia, redactora de L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, ha afirmado que la obra de Eco "no funciona como una verdadera acusación. El lector acaba por resultar contaminado por el delirio antisemita (construido por Eco). Cuando se evoca el mal, es necesario enfrentarlo al bien, para que sirva de contraste. La reconstrucción del mal sin condena, sin héroes positivos, adquiere una apariencia de voyeurismo amoral". Se puede decir con todo derecho que la señora Scaraffia no sabe nada de arte; pero esto hay que explicarlo, pues a la base de su crítica está un moralismo que se infiltra fácilmente en el terreno artístico, incluso desde la filosofía (léase hegelianismo), y del que debiéramos atender por lo mismo a su genealogía.
Desde un punto de vista lógico y, sobre todo, desde un punto de vista científico, la ambigüedad es un problema de conocimiento que se puede y se debe evitar. Efectivamente, incluso un científico que suscriba la relatividad ontológica de Einstein, deberá optar por aquella opción que, además de probable, considere más coherente y explicativa, o en todo caso más útil y económica. El verdadero problema, no obstante, aparece cuando se olvida que todo conocimiento es meramente predictivo y, por la ilusión de la objetividad, se adopta una convicción de corte positivista; se cree que el conocimiento puede eludir toda subjetividad y se pretende absoluto, llegando incluso a obsesionarse por unificar toda la realidad bajo el manto protector de la Verdad. El peligro de esta actitud es lo que a grosso modo, sin salir del terreno epistemológico, podemos denominar "moralismo". En lo que respecta al arte, se le moraliza cuando se le juzga desde criterios que no son los suyos, y la moral -esto hay que defenderlo a toda costa- no es propiedad intrínseca del arte desde el punto que para la existencia de éste sólo se requiere la sensibilidad que lo hace agradable o no, y el entendimiento que lo hace precisamente entendible; mas no la razón que es la que elabora conceptos y juicios morales. No debiera, pues, confundirse el ámbito de la experiencia artística con el de la lógica e incluso con el de la realidad cotidiana, lo cual normalmente se hace bajo el pretexto de que detrás de la sensibilidad siempre actúa "la razón", aunque los artistas lo ignoren (platonismo).
Moralista es afirmar, por ejemplo, que la novela de Eco debe funcionar como una acusación verdadera; es decir, de un único modo que es, evidentemente, el correcto. Por lo arriba suscrito, si nos referimos a un buen o mal arte, esto no puede ser dicho en términos morales, ni tampoco en términos de necesidad, pues el arte precisamente es el espacio donde, más que en ningún otro ámbito de la realidad, aunque dentro de ciertas reglas de juego, todo puede ser siempre de otro modo (y este principio estético es a su vez principio de la moral en lo que respecta a la conciencia del error, pero esto nos llevaría a otra reflexión). Por otro lado, el crítico moralista pretende conocer la intención del artista y poder juzgarla como buena o no, además de determinar si es coherente o no con su obra. La coherencia... como si uno tuviese que ser en la novela quien es en la vida real, o viceversa. El arte como representación, como reflejo de la realidad. Eso supone un recorte y un intento por determinar objetivamente nuestra facultad más libre: la imaginación. A este respecto hay que recordar que Eco es un novelista especialmente cuidadoso con la armazón de sus obras, así como entendido en técnicas literarias. Sólo eso basta para asegurar una intención consciente y deliberada, algo que de buena fe debe asumirse en todo creador.
El moralista no puede permitirse tener buena fe ni aceptar la libertad de lo que considera malo. El efecto de esto en cuanto al arte es el sentimiento de que es necesario ocultar lo malo y hacer lo bueno explícito (una necesidad similar a la pornográfica; esto es, exactamente el voyeurismo amoral del que la redactora pretende espantarse); y así objetivar lo bueno de modo que la interpretación sea clara y libre de ambigüedades (claridad y distinción). Sin embargo, desde la Estética de Baumgarten, bien sabemos que lo propio de la cognitio estética es la claridad pero no la distinción, y eso se constata fácilmente cuando reconocemos un sentimiento en nosotros producido por una obra de arte, pero no podemos trasladarlo a un lenguaje lógico (distinguirlo de otro). Para el moralista, el bien debe ser explícito, sobre todo cuando se expone el mal, pero eso va más allá de la crítica de la redactora del Vaticano. En la estética hegeliana, por ejemplo, el drama moderno supera a las tragedias griegas porque los griegos no habrían encontrado la solución a los conflictos éticos expresados en estas. Y el mayor "error" en el que podría incurrir un dramaturgo moderno sería sobre todo no hacer explícita esa solución posible, como Hegel le critica a Schiller. Eso mismo revela una profunda desconfianza en la capacidad interpretativa del espectador o lector, y, tal como se ha dicho, una concepción errónea del arte, de sus prerrogativas, así como de la percepción sensorial. Desde esa perspectiva, los no iluminados por la razón son como niños que sólo deben obedecer. Esa actitud que en algún momento mantuvo al texto bíblico alejado de los creyentes, es característica en nuestro tiempo de las agrupaciones más conservadoras de la sociedad, como por ejemplo los muy ilustrados miembros del Opus Dei, que no toleran la investigación y la lectura libres, sino que éstas deben ser siempre guiadas por quienes sí son capaces de discernir cuáles son las lecturas aceptables para cada quien. Como se puede deducir, difícilmente puede ocurrirle a la educación algo peor que estar en manos de tales personas.
Un poco más mesurada ha sido la opinión del rabino jefe de Roma, Riccardo Di Segni, quien, a pesar de haber resaltado esa ambigüedad, ha afirmado también que "no se trata de un libro científico que analiza y explica, sino de una novela". A todo esto, ¿qué ha dicho Eco? Que ha querido mostrar, como un puñete en el estómago de sus lectores, cómo hubo gente convencida de esas ideas que ahora se pretende ignorar. Ciertamente, aun sin haber leido su novela, la defensa de los privilegios del arte nos lleva también a destacar la fragilidad del convencimiento humano, especialmente por la necesidad de certezas como la que tuvieron los antisemitas de inicios del siglo XX y como la tienen también algunos hombres religiosos en la actualidad. Al final, el mal que se cree superado muta y reaparece, como está sucediendo ahora en medio de la Europa secular frente al "problema" de la inmigración.
El moralista no puede permitirse tener buena fe ni aceptar la libertad de lo que considera malo. El efecto de esto en cuanto al arte es el sentimiento de que es necesario ocultar lo malo y hacer lo bueno explícito (una necesidad similar a la pornográfica; esto es, exactamente el voyeurismo amoral del que la redactora pretende espantarse); y así objetivar lo bueno de modo que la interpretación sea clara y libre de ambigüedades (claridad y distinción). Sin embargo, desde la Estética de Baumgarten, bien sabemos que lo propio de la cognitio estética es la claridad pero no la distinción, y eso se constata fácilmente cuando reconocemos un sentimiento en nosotros producido por una obra de arte, pero no podemos trasladarlo a un lenguaje lógico (distinguirlo de otro). Para el moralista, el bien debe ser explícito, sobre todo cuando se expone el mal, pero eso va más allá de la crítica de la redactora del Vaticano. En la estética hegeliana, por ejemplo, el drama moderno supera a las tragedias griegas porque los griegos no habrían encontrado la solución a los conflictos éticos expresados en estas. Y el mayor "error" en el que podría incurrir un dramaturgo moderno sería sobre todo no hacer explícita esa solución posible, como Hegel le critica a Schiller. Eso mismo revela una profunda desconfianza en la capacidad interpretativa del espectador o lector, y, tal como se ha dicho, una concepción errónea del arte, de sus prerrogativas, así como de la percepción sensorial. Desde esa perspectiva, los no iluminados por la razón son como niños que sólo deben obedecer. Esa actitud que en algún momento mantuvo al texto bíblico alejado de los creyentes, es característica en nuestro tiempo de las agrupaciones más conservadoras de la sociedad, como por ejemplo los muy ilustrados miembros del Opus Dei, que no toleran la investigación y la lectura libres, sino que éstas deben ser siempre guiadas por quienes sí son capaces de discernir cuáles son las lecturas aceptables para cada quien. Como se puede deducir, difícilmente puede ocurrirle a la educación algo peor que estar en manos de tales personas.
Un poco más mesurada ha sido la opinión del rabino jefe de Roma, Riccardo Di Segni, quien, a pesar de haber resaltado esa ambigüedad, ha afirmado también que "no se trata de un libro científico que analiza y explica, sino de una novela". A todo esto, ¿qué ha dicho Eco? Que ha querido mostrar, como un puñete en el estómago de sus lectores, cómo hubo gente convencida de esas ideas que ahora se pretende ignorar. Ciertamente, aun sin haber leido su novela, la defensa de los privilegios del arte nos lleva también a destacar la fragilidad del convencimiento humano, especialmente por la necesidad de certezas como la que tuvieron los antisemitas de inicios del siglo XX y como la tienen también algunos hombres religiosos en la actualidad. Al final, el mal que se cree superado muta y reaparece, como está sucediendo ahora en medio de la Europa secular frente al "problema" de la inmigración.
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